Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-Continuad, continuad - dijo Felton-, ya veis que escucho y que tengo prisa por llegar.
-Llegó la noche, los acontecimientos habituales se produjeron; en la oscuridad, como de costumbre, fue servida mi cena, luego la lámpara se iluminó, y me senté a la mesa. Comí sólo algunas frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí de la que había conservado en mi vaso; la sustitución, por lo demás, fue hecha con la maña suficiente para que mis espías, si los tenía, no concibiesen sospecha alguna. Tras la cena, ofrecí las mismas señales de embotamiento que la víspera; pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me familiarizase con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de adormecerme. En esta ocasión había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al tiempo que fingía dormir, mi mano apretaba convulsivamente la empuñadura. Transcurrieron dos horas sin que ocurriese nada nuevo. ¡Aquella vez, Dios mío! ¡Quién me hubiera dicho esto la víspera: comenzaba a temer que no viniese! Por fin, vi la lámpara elevarse suavemente y desaparecer en las profundidades del techo; mi habitación se llenó de tinieblas, pero hice un esfuerzo por horadar con la mirada la oscuridad. Aproximadamente pasaron diez minutos. No oía yo otro ruido que el del latido de mi corazón. Yo imploraba al cielo para que viniese. Por fin oí el ruido tan conocido de la puerta que se abría y volvía a cerrarse; oí, pese al espesor de la alfombra, un paso que hacía chirriar el suelo; vi, pese a la oscuridad, una sombra que se acercaba a mi cama.
-¡Daos prisa daos prisa! - dijo Felton-. ¿No veis que cada una de vuestras palabras me quema como plomo derretido?
-Entonces - continuó Milady - entonces reuní todas mis fuerzas, me acordé de que el momento de la venganza, o, mejor dicho, de la justicia había sonado; me consideraba otra Judith; me recogí sobre mí misma, con mi cuchillo en la mano, y cuando lo vi junto a mí tendiendo los brazos para buscar a su víctima, entonces, con el último grito del dolor y de la desesperación, le golpeé en medio del pecho. ¡Miserable! ¡Lo había previsto todo: su pecho estaba cubierto de una cota de malla! El cuchillo se embotó. «¡Ay, ay! - exclamó cogiéndome el brazo y arrancándome el arma que tan mal me había servido-. ¡Queréis mi vida, hermosa puritana! Mas esto es más que odio, esto es ingratitud. ¡Vamos, vamos, calmaos, calmaos, niña mía! Había creído que os habíais dulcificado. No soy de esos tiranos que conservan las mujeres por la fuerza: no me amáis, dudaba de ello con mi fatuidad ordinaria; ahora estoy convencido. Mañana seréis libre.» Yo no tenía más que un deseo: era que me matase. «¡Tened cuidado! - le dije-. Mi libertad es vuestro deshonor. Sí, porque apenas salga de aquí diré todo, diré la violencia que habéis usado contra mí, diré mi cautividad. Denunciaré este palacio de infamia; estáis colocado muy alto, milord, mas temblad. Por encima de vos está el rey, por encima del rey está Dios.» Por dueño que pareciese de sí mismo, mi perseguidor dejó traslucir un movimiento de cólera. Yo no podía ver la expresión de su rostro, pero había sentido estremecerse su brazo sobre el que estaba puesta mi mano. «Entonces, no saldréis de aquí», dijo. «¡Bien, bien! - exclamé yo. Entonces el lugar de mi suplicio será también el de mi tumba. Yo moriré aquí y ya veréis si un fantasma que acusa no es más terrible aún que un vivo que amenaza.» «No se os dejará ningún arma.» «Hay una que la desesperación ha puesto al alcance de toda criatura que tenga el valor de servirse de ella. Me dejaré morir de hambre.
» «Veamos - dijo el miserable-, ¿no vale más la paz que una guerra como ésta? Os devuelvo la libertad ahora mismo, os proclamo una virtud, os denomino la Lucrecia de Inglaterra. » «Y yo, yo digo que vos sois Sextus, yo os denuncio a los hombres como os he denunciado ya a Dios; y si hace falta que, como Lucrecia, firme mi acusación con mi sangre, la firmaré.» «¡Ah, ah! - dijo mi enemigo en un tono burlón-. Entonces es distinto. A fe que a fin de cuentas estáis bien aquí: nada os faltará, y si os dejáis morir de hambre, será culpa vuestra.
» Tras estas palabras se retiró, oí abrirse y volverse a cerrar la puerta y permanecí abismada, menos aún, lo confieso, en mi dolor que en la vergüenza de no haberme vengado. Mantuvo su palabra. Todo el día, toda la noche transcurrieron sin que volviese a verlo. Pero yo también mantuve mi palabra, y no comí ni bebí; como le había dicho, estaba resuelta a dejarme morir de hambre. Pasé el día y la noche rezando, porque esperaba que Dios me perdonase mi suicidio. La segunda noche la puerta se abrió; estaba tumbada en el suelo, las fuerzas comenzaban a abandonarme. Ante el ruido, me levanté sobre una mano. «Y bien - me dijo una voz que vibraba de una forma demasiado terrible a mi oído para que no la reconociese ; y bien, nos hemos dulcificado un poco, y pagaremos nuestra libertad con la sola promesa del silencio. Mirad, soy buen príncipe - añadió-, y aunque no me gustan los puritanos, les hago justicia, así como a las puritanas, cuando son hermosas. Vamos, hacedme un pequeño juramento sobre la cruz, no os pido más.
» «¡Sobre la cruz! - exclamé yo levantándome, porque al oír aquella voz aborrecida había vuelto a encontrar todas mis fuerzas-. ¡Sobre la cruz! Juro que ninguna promesa, ninguna amenaza, ninguna tortura me cerrará la boca. ¡Sobre la cruz! Juro denunciaros por todas panes como asesino, como ladrón del honor, como cobarde. ¡Sobre la cruz! Juro, si alguna vez consigo salir de aquí, pedir venganza contra vos al género humano entero.» «¡Tened cuidado! - dijo la voz con un acento de amenaza que yo no había oído todavía-. Tengo un recurso supremo, que no emplearé más que en último extremo, de cerraros la boca o al menos de impedir que alguien crea una sola palabra de lo que digáis.» Reuní todas mis fuerzas para responder con una carcajada. El vio que entre nosotros había adelante una guerra eterna, una guerra a muerte. «Escuchad - dijo-, os doy aún el resto de esta noche y el día de mañana; reflexionad: si prometéis callaros, la riqueza, la consideración, los honores incluso os rodearán; si amenazáis con hablar, os condeno a la infamia.» «¡Vos! - exclamé yo-. ¡Vos!» «¡A la infamia eterna, indeleble!» «¡Vos!», repetí yo. ¡Oh, os lo digo, Felton, le creía insensato! «Sí, yo», contestó él. «¡Ah, dejadme! - le dije-. Salid si no queréis que ante vuestros ojos me rompa la cabeza contra la pared.» «Está bien - replicó él-, vos lo habéis querido, hasta mañana por la noche.» «Hasta mañana por la noche», respondí yo dejándome caer y mordiendo la alfombra de rabia…
Felton se apoyaba sobre un mueble y Milady veía con alegría de demonio que quizá le faltara la fuerza antes del fin del relato.
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