Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-¿Qué es esto, señora? - preguntó fríamente.
-¿Esto? Nada - dijo Milady sonriendo con esa expresión dolorosa que tan bien sabía dar ella a su sonrisa-. El hastío es el enemigo mortal de los prisioneros, me aburría y me he divertido trenzando esta cuerda.
Felton dirigió los ojos hacia el punto del muro de la habitación ante el que había encontrado a Milady de pie sobre el sillón en que ahora estaba sentada, y por encima de su cabeza divisó un gancho dorado, empotrado en el muro, y que servía para colgar bien los uniformes, bien las armas.
Temblaba, y la prisionera vio aquel temblor; porque aunque tuviera los ojos bajos, nada se le escapaba.
-¿Y qué hacéis de pie sobre ese sillón? - preguntó.
-¿Qué os importa? - respondió Milady.
-Deseo saberlo - contestó Felton.
-No me preguntéis - dijo la prisionera ; vos sabéis de sobra que a nosotros, los verdaderos cristianos, nos está prohibido mentir.
-Pues bien - dijo Felton ; voy a deciros lo que hacíais, o mejor, lo que ibais a hacer: ibais a acabar la obra fatal que alimentáis en vuestro espíritu; pensad, señora, que si nuestro Dios prohíbe la mentira, prohíbe mucho más severamente aún el suicidio.
-Cuando Dios ve a una de esas criaturas injustamente perseguida, colocada entre el suicidio y el deshonor, creedme, señor, - respondió Milady con un tono de profunda convicción-, Dios le perdona el suicidio; porque entonces el suicidio es el martirio.
-Decís demasiado o demasiado poco; hablad, señora, en nombre del cielo, explicaos.
-¿Que os cuente mis desgracias para que las tratéis de fábulas? ¿Que os diga mis proyectos para que vayáis a denunciarlos a mi perseguidor? No, señor. Además, ¿qué os importa la vida o la muerte de una infeliz condenada? Vos no responderéis más que de mi cuerpo, ¿no es as? Y con tal que presentéis un cadáver que sea reconocido por el mío, no se os exigirá más y quizá incluso tengáis recompensa doble.
-¡Yo, señora, yo! - exclamó Felton-. ¿Suponer que aceptaré el premio de vuestra vida? ¡Oh, no pensáis en lo que decís! -Dejadme hacer, Felton, dejadme hacer - dijo Milady exaltándose ; todo soldado debe ser ambicioso, ¿no es as? Vos sois teniente; pues bien, seguiréis mi cortejo con el grado de capitán.
-Pero ¿qué os he hecho yo - dijo Felton trastornado - para que me carguéis con semejante responsabilidad ante los hombres y ante Dios? Dentro de algunos días os marcharéis muy lejos de aquí, señora, vuestra vida no estará ya bajo mi custodia, y entonces - añadió él con un suspiro - haréis lo que queráis.
-O sea - exclamó Milady como si no pudiera resistir a una santa indignación-, vos, un hombre piadoso, vos a quien se llama un justo, no pedís otra cosa: no ser inculpado, no ser inquietado por mi muerte.
-Yo debo velar por vuestra vida, señora, y velaré por ella.
-Mas ¿comprendéis la misión que cumplís? Cruel ya, si yo fuera culpable, ¿qué nombre le daríais, qué nombre le dará el Señor si soy inocente?
-Yo soy soldado, señora, y cumplo las órdenes que he recibido.
-¿Creéis que el día del jucio final Dios separará los verdugos ciegos de los jueces inicuos? Vos no queréis que yo mate mi cuerpo, y os hacéis el agente de quien quiere matar mi alma.
-Pero, os lo repito - prosiguió Felton transtornado-, ningún peligro os amenaza, y yo respondo por lord de Winter como de mí mismo.
-¡Insensato! - exclamó Milady - Pobre insensato que se atreve a responder de otro hombre cuando los más sabios, cuando los más grandes, según Dios, dudan en responder de ellos mismos, y que se coloca en el partido más fuerte y más feliz para abrumar a la más débil y más desdichada.
-Imposible, señora, imposible - murmuró Felton, que en el fondo de su corazón sentía la justicia de este argumento ; prisionera, no recuperaréis por mí la libertad; viva, no perderéis por mí la vida.
-Sí - exclamó Milady-, pero perderé lo que es mucho más caro que la vida, perderé el honor, Felton, y seréis vos, vos, a quien yo haré responsable ante Dios y ante los hombres de mi vergüenza y de mi infamia.
Esta vez Felton, por más impasible que fuera o que fingiera ser, no pudo resistir a la influencia secreta que ya se había apoderado de él: ver a aquella mujer tan hermosa, blanca como la más cándida visión, verla alternativamente desconsolada y amenazadora, sufrir a la vez el ascendiente del dolor y de la belleza, era demasiado para un visionario, era demasiado para un cerebro minado por los sueños ardientes de la fe extática, era demasiado para un corazón corroído a la vez por el amor del cielo que abrasa, por el odio de los hombres que devora.
Milady vio la turbación, sentía por intuición la llama de las pasiones opuestas que ardían con la sangre en las venas del joven fanático; y como un general hábil que, viendo al enemigo dispuesto a retroceder, marcha sobre él lanzando el grito de victoria, ella se levantó, bella como una sacerdotisa antigua, inspirada como una virgen cristiana, y con el brazo extendido, el cuello al descubierto, los cabellos esparcidos, reteniendo con una mano su vestido púdicamente recogido sobre su pecho, la mirada iluminada por ese fuego que ya había llevado el desorden a los sentidos del joven puritano, caminó hacia él, exclamando con un aire vehemente de su voz tan dulce, a la que, en aquella ocasión, prestaba un acento terrible:
Entrega a Baal su víctima,
arroja a los leones el mártir:
¡Dios hará que te arrepientas!…
A él clamo desde el abismo.
Felton se detuvo ante este extraño apóstrofe, como petrificado.
-¿Quién sois vos, quién sois vos? - exclamó él juntando las manos-. ¿Sois una enviada de Dios, sois un ministro de los infiernos, sois ángel o demonio, os llamáis Eloah o Astarté?
-¿No me has reconocido, Felton? Yo no soy ni un ángel ni un demonio, soy una hija de la tierra, soy una hermana de tu creencia, eso es todo.
-¡Sí, sil - dijo Felton-. Aún dudaba, pero ahora creo.
-¡Crees y, sin embargo, eres el cómplice de ese hijo de Belial que se llama lord de Winter! ¡Crees y, sin embargo, me dejas en manos de mis enemigos, del enemigo de Inglaterra, del enemigo de Dios! ¡Crees y, sin embargo, me entregas a quien llena y mancilla el mundo con sus herejías y sus desenfrenos, a ese infame Sardanápalo a quien los ciegos llaman duque de Buckingham y a quien los creyentes llaman el anticristo!
-¿Yo entregaros a Buckingham? ¿Yo? ¿Qué decís?
-Tienen ojos - exclamó Milady - y no verán; tienen oídos y no oirán.
-Sí, sí - dijo Felton pasándose las manos por la frente cubierta de sudor como para arrancar de ella su última duda ; sí, reconozco la voz que me habla en mis sueños: sí, reconozco los rasgos del ángel que se me aparece cada noche, gritando a mi alma que no puede dormir: «¡Golpea, salva a Inglaterra, sálvate a ti mismo, porque morirás sin haber calmado a Dios!» ¡Hablad, hablad! - exclamó Felton-. Ahora puedo comprenderos.
Un destello de alegría terrible, pero rápido como el