Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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Pero con esa rapidez de inteligencia que le era peculiar, aquella respuesta se presentó completamente formulada a sus labios: -¡Yo! - dijo con un acento de desdén, puesto al unísono con aquel que había observado en la voz del joven oficial-, yo, señor, ¿mi misa? Lord de Winter, el católico corrompido, sabe bien que yo no soy de su religión, y que es una trampa que quiere tenderme.
-¿Y de qué religión sois entonces, señora? - preguntó Felton con una sorpresa que, pese al dominio que sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.
-Lo diré - exclamó Milady con exaltación fingida - el día en que haya sufrido lo suficiente por mi fe.
La mirada de Felton descubrió a Milady toda la extensión del espacio que acababa de abrirse con esta sola frase.
Sin embargo, el joven oficial permaneció mudo a inmóvil: sólo su mirada había hablado.
-Estoy en manos de mis enemigos - prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía familiar a los puritanos-. Pues bien, ¡que mi Dios me salve o perezca yo por mi Dios! He ahí la respuesta que os suplico deis por mí a lord de Winter. Y en cuanto a ese libro - añadió ella señalando el ritual con la punta del dedo, pero sin tocarlo como si temiera mancillarse a tal contacto-, podéis llevároslo y serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente cómplice de lord de Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su herejía.
Felton no respondió, tomó el libro con el mismo sentimiento de repugnancia que ya había manifestado y se retiró pensativo. Lord de Winter vino hacia las cinco de la tarde; Milady había tenido tiempo durante todo el día de trazarse su plan de conducta; lo recibió como mujer que ya ha recuperado todas sus ventajas.
-Parece - dijo el barón sentándose en un sillón frente al que ocupaba Milady y extendiendo indolentemente sus pies sobre el hogar-, parece que hemos cometido una pequeña apostasía.
-¿Qué queréis decir, señor?
-Quiero decir que desde la última vez que nos vimos hemos cambiado de religión; ¿os habréis casado por casualidad con un tercer marido protestante? -Explicaos, milord - prosiguió la prisionera con majestad-, porque os declaro que oigo vuestras palabras pero que no las comprendo.
-Entonces es que no tenéis religión de ningún tipo; prefiero esto - prosiguió riéndose burlonamente lord de Winter.
-Es cierto que eso va mejor con vuestros principios - replicó fríamente Milady.
-¡Oh! Os confieso que me da completamente igual.
-Aunque no confesarais esa indiferencia religiosa, milord, vuestros excesos y vuestros crímenes darían fe de ella.
-¡Vaya! Habláis de excesos, señora Mesalina; habláis de crímenes, lady Macbeth. O yo he oído mal o, diantre, sois bien impúdica.
-Habláis así porque sabéis que nos escuchan, señor - respondió fríamente Milady-, y porque queréis interesar a vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra mí.
-¡Mis carceleros! ¡Mis verdugos! Bueno, señora, lo tomáis en un tono poético y la comedia de ayer se vuelve esta noche tragedia. Por lo demás, dentro de ocho días estaréis donde debéis estar, y mi tarea habrá acabado.
-¡Tarea infame! ¡Tarea impía! - replicó Milady con la exaltación de la víctima que provoca a su juez.
-Palabra de honor que creo - dijo de Winter levantándose - que la bribona se vuelve loca. Vamos, vamos, calmaos, señora puritana, u os hago meter en el calabozo. Diantre, es mi vino español el que se os sube a la cabeza, ¿no es así? Estad tranquila, esa embriaguez no es peligrosa y no tendrá consecuencias.
Y lord de Winter se retiró jurando, cosa que en aquella época era un hábito completamente caballeresco.
Felton estaba en efecto detrás de la puerta y no había perdido ni palabra de toda esta escena.
Milady había adivinado bien.
-¡Sí! ¡Vete, vete! - le dijo a su hermano-. Por el contrario, las consecuencias se acercan, pero tú no las verás, imbécil, sino cuando sea tarde para evitarlas.
Se restableció el silencio, transcurrieron dos horas; trajeron la cena y encontraron a Milady ocupada en hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su segundo marido, un puritano de los más austeros. Parecía en éxtasis y no pareció prestar atención siquiera a lo que pasaba en torno suyo. Felton hizo señal de que no se la molestara, y cuando todo quedó preparado él salió sin ruido con los soldados.
Milady sabía que podia ser espiada; continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le pareció que el soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y que parecía escuchar.
Por el momento no pretendía más, se levantó, se sentó a la mesa, comió poco y no bebió más que agua.
Una hora después vihieron a levantar la mesa, pero Milady observó que esta vez Felton no acompañaba a los soldados.
Temía, por tanto, verla con demasiada frecuencia.
Se volvió hacia la pared para sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de triunfo que esa sola sonrisa la habría denunciado.
Aún dejó transcurrir media hora, y como en aquel momento todo estaba en silencio en el viejo castillo, como no se oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa del océano, con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo que gozaba entonces de gran favor entre los puritanos:
Señor, si nos abandonas
es para ver si somos fuertes,
mas luego eres tú quien das
con tu celeste mano la palma a nuestros esfuerzos.
Estos versos no eran excelentes, les faltaba incluso mucho para serlo; mas como todos saben, los protestantes no se las daban de poetas.
Al cantar, Milady escuchaba: el soldado de guardia a su puerta se había detenido como si se hubiera convertido en piedra. Milady pudo por tanto juzgar el efecto que había producido.
Entonces ella continuó su canto con un fervor y un sentimiento inexpresables; le pareció que los sonidos se desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto mágico a dulcificar el corazón de sus carceleros. Sin embargo, parece que el soldado de centinela, celoso católico sin duda, agitó el encanto, porque a través de la puerta dijo:
-¡Callaos, señora! Vuestra canción es triste como un De profundis, y si además de estar de guardia aquí hay que oír cosas semejantes, no habrá quien aguante.
-¡Silencio! - dijo una voz grave que Milady reconoció como la de Felton-. ¿A qué os mezcláis, gracioso? ¿Os ha ordenado alguien impedir cantar a esta mujer? No. Se os ha ordenado custodiarla, disparar sobre ella si intenta huir. Custodiadla; si huye, matadla; pero no alteréis en nada las órdenes.
Una expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión fue fugitiva como el reflejo de un rayo, y sin dar la impresión de haber oído el diálogo del que no se había perdido ni una palabra,