Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas

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para estar dispuestos a la menor alerta, hemos salido con nuestras armas.

      Y señaló con el dedo al cardenal los cuatro mosquetes en haz junto al tambor sobre el que estaban las camas y los dados.

      -Tenga a bien Vuestra Eminencia creer - añadió D’Amagnan-que nos habríamos dirigido a su encuentro si hubiéramos podido suponer que era ella la que venía hacia nosotros con tan pequeña compañía.

      El cardenal se mordió los mostachos y un poco los labios.

      -¿Sabéis de qué tenéis aire, siempre juntos, como aquí ahora, armados como estáis, y guardados por vuestros lacayos? - dijo el cardenal-. Tenéis aire de cuatro conspiradores.

      -¡Oh! En cuanto a eso, Monseñor, es cierto - dijo Athos-, y nosotros conspiramos, como Vuestra Eminencia pudo ver la otra mañana, sólo que contra los rochelleses.

      -¡Vaya con los señores politicos! - prosiguió el cardenal frunciendo a su vez el ceño-. Quizá se encontraría en vuestros cerebros el secreto de muchas cosas que son ignoradas si se pudiera leer en ellos como leéis en esa cama que habéis ocultado cuando me habéis visto venir.

      El rubor subió al rostro de Athos, que dio un paso hacia Su Eminencia.

      -Se diría que sospecháis de nosotros verdaderamente, Monseñor, y que estamos sufriendo un auténtico interrogatorio; si es así, dígnese - Vuestra Eminencia explicarse, y por lo menos sabremos a qué atenernos.

      -Y aunque esto fuera un interrogatorio - replicó el cardenal-, otros distintos a vosotros los han sufrido, señor Athos, y han respondido.

      -Por eso, Monseñor, he dicho a Vuestra Eminencia que no tenía más que preguntar, y que nosotros estábamos prestos para responder.

      -¿De quién era esa carta que íbais a leer, señor Aramis, y que vos habéis ocultado?

      -Una carta de mujer, Monseñor.

      -¡Oh! Lo supongo - dijo el cardenal ; hay que ser discreto para esa clase de cartas; sin embargo, se pueden mostrar a un confesor; como sabéis, he recibido las órdenes.

      -Monseñor - dijo Athos con una calma tanto más terrible cuanto que se jugaba la cabeza al dar esta respuesta-, la carta es de una mujer, pero no está firmada ni Marion de Lorme, ni señorita D’Aiguillon.

      El cardenal se volvió pálido como la muerte, un destello leonado salió de sus ojos; se volvió como para dar una orden a Cahusac y a La Houdiniére. Athos vio el movimiento: dio un páso hacia los mosqueteros, sobre los que los tres amigos tenían fijos los ojos como hombres poco dispuestos a dejarse detener. Con el cardenal eran tres; los mosqueteros, comprendidos los lacayos, eran siete; juzgó que la pamida sería muy desigual, que Athos y sus compañeros conspiraban realmente; y mediante uno de esos giros rápidos que siempre tenía a su disposición, toda su cólera se fundió en una sonrisa.

      -¡Vamos, vamos! - dijo-. Sois jóvenes valientes, orgullosos a plena luz, fieles en la oscuridad; no hay mal alguno en vigilar sobre uno mismo cuando se vigila tan bien sobre los demás; señores, no he olvidado la noche en que me servisteis de escolta para it al Colombier-Rouge; si hubiera algún peligro que temer en la ruta que voy a seguir os rogaría que me acompañaseis; pero como no lo hay, permaneced donde estáis, acabad vuestras botellas, vuestra partida y vuestra carta. Adiós, señores.

      Y volviendo a montar en su caballo, que Cahusac le había traído, los saludó con la mano y se alejó.

      Los cuatro jóvenes, de pie a inmóviles, lo siguieron con los ojos sin decir una sola palabra hasta que hubo desaparecido.

      Luego se miraron.

      Todos tenían el rostro consternado, porque pese al adiós amistoso de Su Eminencia comprendían que el cardenal se iba con la rabia en el corazón.

      Sólo Athos sonreía con sonrisa potente y desdeñosa. Cuando el cardenal estuvo fuera del alcance de la voz y de la vista: -¡Ese Grimaud ha gritado muy tarde! - dijo Porthos, que tenia muchas ganas de hacer caer su mal humor sobre alguien.

      Grimaud iba a responder para excusarse. Athos alzó el dedo y Grimaud se calló.

      -¿Habrías entregado la carta, Aramis? - dijo D’Artagnan.

      -Estaba totalmente resuelto - dijo Aramis con su voz más aflautada : si hubiera exigido que le fuera entregada la carta, le habría presentado la carta con una mano, y con la otra le habría pasado mi espada a través del cuerpo.

      -Eso me esperaba - dijo Athos ; por eso me he lanzado entre vos y él. En verdad, ese hombre es muy imprudente al hablar así a otros hombres; se diría que no se las ha visto más que con mujeres y niños.

      -Mi querido Athos - dijo D’Artagnan-, os admiro, pero después de todo estábamos en culpa.

      -¿Cómo en culpa? - prosiguió Athos-. ¿De quién es este aire que respiramos? ¿De quién este océano sobre el que se extiende nuestras miradas? ¿De quién esta arena sobre la que estamos tumbados? ¿De quién esta carta de vuestra amante? ¿Son del cardenal? A fe mía que ese hombre se figura que el mundo le pertenece; estáis ahí, balbuceante, estupefacto, aniquilado; se hubiera dicho que la Bastilla se alzaba ante vos y que la gigantesca Medusa os convertía en piedra. Veamos, ¿es que acaso es conspirar estar enamorado? Vois estáis enamorado de una mujer a la que el cardenal ha hecho encerrar, queréis apartarla de las manos del cardenal; es una partida que jugáis con Su Eminencia: esa carta es vuestro juego; ¿por qué ibais a mostrar vuestro juego a vuestro adversario? Eso no se hace. ¿Que él lo adivina? En buena hora. Nosotros adivinamos el suyo de sobra.

      -De hecho - dijo D’Artagnan-, lo que vos decís, Athos, está lleno de sentido.

      -En tal caso, que no vuelva a tratarse de lo que acaba de ocurrir, y que Aramis prosiga la carta de su prima donde el señor cardenal le ha interrumpido.

      Aramis sacó la carta de su bolso, los tres amigos se acercaron a él y los tres lacayos se reunieron de nuevo junto a la damajuana.

      -No habíais leido más que una o dos líneas - dijo D’Artagnan ; empezad, pues, la carta desde el principio.

      -Encantado - dijo Aramis.

      «Querido primo, creo que me decidiré a partir para Stenay, donde mi hermana ha hecho entrar a nuestra pequeña criada en el convento de las Carmelitas; esa pobre muchacha está resignada, sabe que no se puede vivir en ninguna otra parte sin que esté en peligro la salvación de su alma. Sin embargo, si los asuntos de nuestra familia se arreglan como nosotros deseamos, creo que ella correrá el riesgo de condenarse, y que volverá junto a aquellos a los que echa de menos, tanto más cuanto que sabe que se piensa siempre en ella. Mientras tanto, no es damasiado desdichada: todo cuanto desea es una carta de su pretendiente. Sé de sobra que esa clase de géneros pasa difícilmente por entre las verjas; mas, después de todo, como ya os he dado pruebas de ello, querido primo, no soy demasiado torpe y me haré cargo de esa comisión. Mi hermana os agradece vuestro recuerdo fiel y eterno. Ha sentido por un instante una gran inquietud; mas, finalmente, se ha tranquilizado algo ahora, tras haber enviado a su agente allá a fin de que nada imprevisto ocurra.

      Adiós, mi querido primo, dadnos nuevas de vos con la mayor frecuencia que podáis, es decir, cuantas veces creáis poder hacerlo con seguridad. Recibid un abrazo.

      Marie Michon.»

      -¡Cuánto

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