Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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-Y esperemos que no sea muy tarde - dijo Porthos ; esta mañana han colgado a un espía que ha declarado que los rochelleses estaban con los cueros de sus zapatos. Suponiendo que tras haber comido el cuero se coman la suela, no sé qué les quedará para después, a menos que se coman unos a otros.
-¡Pobres imbéciles! - dijo Athos vaciando un vaso de excelente vino de Burdeos, que sin tener en aquella época la reputación que tiene hoy, no por eso la merecía menos-. ¡Pobres imbéciles! ¡Como si la religión católica no fuera la más ventajosa y agradable de las religiones! Da igual - prosiguió tras haber hecho chascar su lengua contra el paladar-, son gentes valientes. Mas ¿qué diablos hacéis, Aramis? - continuó Athos-. ¿Guardáis esa carta en vuestro bolsillo?
-Sí - dijo D’Artagnan-, Athos tiene razón, hay que quemarla.
Quién sabe si el señor cardenal no tiene un secreto para interrogar a las cenizas…
-Debe tener uno - dijo Athos.
-Pero ¿qué queréis hacer con esa carta? - preguntó Porthos.
-Venid aquí, Grimaud - dijo Athos.
Grimaud se levantó y obedeció.
-Para castigaros por haber hablado sin permiso, amigo mío, vais a comer este trozo de papel; luego, para recompensar el servicio que nos habéis hecho, beberéis este vaso de vino; aquí tenéis la carta primero, masticad con energía.
Grimaud sonrió y con los ojos fijos sobre el vaso que Athos acababa de llenar hasta el borde, trituró el papel y lo tragó.
-¡Bravo, maese Grimaud! - dijo Athos-. Y ahora tomad esto; bien, os dispenso de dar las gracias.
Grimaud tragó silenciosamente el vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo hablaban durante todo el tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser mudo era menos expresivo.
-Y ahora - dijo Athos-, a menos que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de hacer abrir el vientre de Grimaud, creo que podemos estar casi tranquilos.
Durante este tiempo Su Eminencia continuaba su paseo melancólico murmurando entre sus mostachos.
-¡Decididamente es preciso que estos cuatro hombres sean míos!
Capítulo 52 Primera jornada de cautividad
Volvamos a Milady, a la que una mirada lanzada sobre las costas de Francia nos ha hecho perder la vista un instante.
La volvemos a encontrar en la posición desesperada en que lo hemos dejado, ahondando un abismo de sombrías reflexiones, sombrío infierno a cuya puerta ha dejado casi la esperanza; porque por primera vez duda, porque por vez primera siente miedo.
En dos ocasiones le ha fallado su fortuna, en dos ocasiones se ha visto descubierta y traicionada, y en estas dos ocasiones ha sido contra el genio fatal enviado sin duda por el Señor para combatirla contra lo que ha fracasado: D’Artagnan la ha vencido a ella, esa invencible potencia del mal.
El la ha engañado en su amor, humillado en su orgullo, hecho fracasar en su ambición, y ahora la pierde en su fortuna, la golpea en su libertad, la amenaza incluso en su vida. Es más, ha alzado una punta de su mascara, esa égida con que ella se cubre y que la vuelve tan fuerte.
D’Artagnan ha alejado de Buckingham, a quien ella odia como odia a todo cuanto ha amado, la tempestad con que lo amenazaba Richelieu en la persona de la reina. D’Artagnan se ha hecho pasar por de Wardes, hacia quien ella sentía una de esas fantasias de tigresa, indomables como las tienen las mujeres de ese carácter. D’Artagnan conocía ese terrible secreto que ella juró que nadie conocería sin morir. Finalmente, en el momento en que acaba de obtener una firma en blanco con cuya ayuda iba a vengarse de su enemigo, esa firma en blanco le es arrancada de las manos, y es D’Artagnan quien la tiene prisionera y quien va a enviarla a algún inmundo Botany Bay, a algún Tyburn infame del océano Indico.
Porque indudablemente todo esto le viene de D’Artagnan; ¿de quién procederían tantas vergüenzas amontonadas sobre su cabeza si no es de él? Sólo él ha podido transmitir a lord de Winter todos esos horrendos secretos, que él ha descubierto uno tras otro por una especie de fatalidad. Conoce a su cuñado, le habrá escrito.
¡Cuánto odio destila! Allí inmóvil, con los ojos ardientes y fijos en su cuarto desierto, ¡cómo los destellos de sus rugidos sordos, que a veces escapan con su respiración del fondo de su pecho, acompañan perfectamente el ruido del oleaje que asciende, gruñe, muge y viene a romperse, como una desesperación eterna a impotente, contra las rocas sobre las cuales está construido ese castillo sombrío y orgulloso! ¡Cómo concibe, a la luz de los rayos que su cólera tormentosa hace brillar en su espíritu, contra la señorita Bonacieux, contra Buckingham y, sobre todo, contra D’Artagnan, magníficos proyectos de venganza, perdidos en las lejanías del futuro!
Sí, pero para vengarse hay que ser libre, y para ser libre, cuando se está prisionero, hay que horadar un muro, desempotrar los barrotes, agujerear el suelo; empresas todas estas que puede llevar a cabo un hombre paciente y fuerte, pero ante las cuales deben fracasar las irritaciones febriles de una mujer. Por otra parte, para hacer todo esto hay que tener tiempo, meses, años, y ella… , ella tiene diez o doce días, según lo dicho por lord de Winter, su fraterno y terrible carcelero.
Y, sin embargo, si fuera hombre intentaría todo esto, y quizá triunfaría. ¿Por qué, pues, el cielo se ha equivocado de esta forma, poniendo esta alma viril en ese cuerpo endeble y delicado?
Por eso han sido terribles los primeros momentos de cautividad: algunas convulsiones de rabia que no ha podido vencer han pagado su deuda de debilidad femenina a la naturaleza. Pero poco a poco ha superado los relámpagos de su loca cólera, los estremecimientos nerviosos que han agitado su cuerpo han desaparecido, y ahora está replegada sobre sí misma como una serpiente fatigada que reposa.
-Vamos, vamos; estaba loca al dejarme llevar así - dice hundiendo en el espejo, que refleja en sus ojos su mirada brillante, por la que parece interrogarse a sí misma-. Nada de violencia, la violencia es una prueba de debilidad. En primer lugar, nunca he triunfado por ese medio; quizá si usara mi fuerza contra las mujeres, tendría oportunidad de encontralas más débiles aún que yo, y por consiguiente vencerlas, pero es contra hombres contra los que yo lucho, y no soy para ellos más que una mujer. Luchemos como mujer, mi fuerza está en mi debilidad.
Entonces, como para rendirse a sí misma cuenta de los cambios que podía imponer a su fisonomía tan expresiva y tan móvil, la hizo adoptar a la vez todas las expresiones, desde la de la cólera que crispaba sus rasgos hasta la de la más dulce, afectuosa y seductora sonrisa. Luego sus cabellos adoptaron sucesivamente bajo sus manos sabias las ondulaciones que creyó que podían ayudar a los encantos de su rostro. Finalmente, satisfecha de sí misma, murmuró:
-Vamos, nada está perdido. Sigo siendo hermosa.
Eran, aproximadamente, las ocho de la noche; Milady vio una cama; pensó que un descanso de algunas horas refrescaria no sólo su cabeza y sus ideas, sino también su tez. Sin embargo, antes de acostarse, le vino una idea mejor. Había oído hablar de cena. Estaba ya desde hacía una hora en aquella habitación, no podían tardar