Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
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—¿Quién habla por ahí de amor?—preguntó el conde de M…
—El doctor P… —contestó una voz.
—¡Ah! ¡Es curioso! ¿Y qué dice el doctor?
—Que el amor es una congestión cerebral de carácter benigno que se puede curar poniendo al enfermo a dieta, aplicándole sanguijuelas y usando de sangrías moderadas.
—¿Así opina usted, doctor?
—Claro que sí; por más que conceptúo preferible la posesión. Ese sí que es el remedio más eficaz.
—Está bien; pero supongamos que ésta no se consigue y que en tal trance no acudimos a usted, que ha hallado la panacea universal, sino a alguno de sus colegas, menos prácticos que usted en la terapéutica, y que le espetamos esta pregunta concreta: «¿Podemos morirnos de amor?»
—Eso no se pregunta a los médicos, sino a los enfermos—repuso el doctor.—Respondan ustedes, señoras, y ustedes también, caballeros.
Arduo por demás era el problema y, como no podía menos de esperarse, dividiéronse las opiniones. Los jóvenes, que creían tener sobrado tiempo para morir de desesperación, respondieron que sí; los viejos, cuya vida pendía ya de un ataque de gota o de un simple catarro, contestaron que no; las mujeres se limitaron a hacer un gesto de duda. Eran demasiado altivas para negar y sobrado sinceras para afirmar.
A todo esto empeñábanse todos en explicar sus votos respectivos; así, que no había manera de entenderse.
—¡Ea!—dijo el conde de M… —Yo voy a dilucidar la cuestión.
—¿Usted?
—Sí, señores, yo mismo.
—¿Cómo?
—Explicándoles a ustedes el amor que mata y el amor que no trunca la existencia.
—¿Así, pues, hay varios amores?—preguntó una mujer que era tal vez, de todas las presentes, la que menos debiera haber hecho tal pregunta.
—Sí, señora—respondió el conde.—Crea usted que costaría trabajo enumerarlos. Pero vamos al asunto. Aún no son las doce; de modo que disponemos de unas horas. Está cayendo una copiosa nevada; aquí nos calentamos ante un fuego magnífico, y ustedes forman un auditorio muy de mi gusto; conque, prepárense a oírme. ¡Augusto! Ordene usted que cierren bien las puertas y tráigame aquel manuscrito que usted sabe.
Obedeció el interpelado, que era el secretario del conde, joven amable y distinguido, del cual se susurraba que podía ser acreedor a un título más íntimo; y, a la verdad, el paternal cariño que el conde le mostraba parecía justificar esta creencia.
La palabra manuscrito originó un movimiento de impaciente curiosidad y todo el mundo se dispuso a escuchar con religiosa atención.
—Perdonen ustedes—dijo el conde.—No hay novela sin prólogo, y yo debo concluir el mío. Adelantándome a toda sospecha he de advertir en primer término que nunca inventé yo nada. Explicaré cómo ha venido a mis manos ese manuscrito. Hace año y medio fui nombrado albacea de un amigo mío, y al registrar y clasificar sus papeles me topé con unas Memorias. El, como médico que era, escribió en ellas una especie de autopsia… (No hay que asustarse, señoras; me refiero a una autopsia moral, a una de esas autopsias del corazón que a ustedes les gustan tanto.) Con esas Memorias encontré otro diario de distinta letra, unido a sus recuerdos del mismo modo que la biografía de Kressler anda confundida con las meditaciones del gato Muur. Yo conocía aquella letra: era la de un joven a quien había visto muchas veces en casa de mi amigo, por ser éste tutor del tal mancebo. Los dos manuscritos, que sueltos resultaban incomprensibles, completábanse mutuamente constituyendo una historia que me pareció muy… ¿cómo diré?… muy humana. Interesome mucho, a causa tal vez del escepticismo que me atribuyen… ¡Felices aquéllos a quienes se crea una reputación, sea cual fuere!… Decía, pues, que a causa del escepticismo que se me atribuye, casi nunca encuentro cosas que me interesen, y viendo que ese relato me había subyugado el corazón en absoluto… (perdone usted, doctor; yo bien sé que propiamente hablando, esa víscera nada tiene que ver en tales asuntos; pero por fuerza hay que valerse del lenguaje corriente para hacerse entender). Juzgué pues, que una historia que de tal modo me había cautivado tenía que embelesar también a mis contemporáneos. Y además, ¿a qué ocultarlo? no era la vanidad del todo ajena a mi propósito: ambicionaba el título de escritor aunque para alcanzarlo hubiese de perder mi fama de hombre de ingenio, como le sucedió a M… aquel consejero de Estado a quien todos ustedes conocen. Me puse a la tarea de ordenar ambos diarios y enumerar sus hojas colocándolas de modo que la narración fuese inteligible; borré después los nombres propios, que sustituí por otros muy diferentes, y puse todo el relato en tercera persona, acabando por encontrarme con dos tomos bastante voluminosos…
—Que usted no hizo imprimir porque aún viven los personajes de esa historia. ¿No es así?
—Ni por pienso. De los dos personajes principales, el uno murió ya hace año y medio, y el otro salió de París hace dos semanas; y yo les creo a ustedes sobrado atareados y olvidadizos para conocer a un muerto y a un ausente, por mucha semejanza que exista en los retratos. Dista mucho de ser ése el motivo que me ha impulsado a ocultar los nombres de ellos.
—¿Pues cuál es?
—¡Chitón! No se lo digan ustedes a Lamennais, ni a Béranger, ni a Alfredo de Vigny, ni a Soulié, ni a Balzac, ni a Deschamps, ni a Sainte-Beuve, ni a Dumas. Me han dicho que cuente con uno de los primeros sillones que queden vacantes en la Academia a condición de que siga sin escribir absolutamente nada. Así que esté nombrado, recobraré mi libertad de acción y haré de mi capa un sayo. Augusto—prosiguió el conde, dirigiéndose al joven, que acababa de entrar con el manuscrito,—siéntese usted y lea: le escuchamos.
Obedeció Augusto, tomando asiento en el acto, y cuando todos nos hubimos acomodado bien para ser, como suele decirse, todo oídos y no perder detalle del relato, el joven comenzó así su lectura:
Capítulo 1
Al dar las diez de la mañana de uno de los primeros días de mayo del año 1838, se abrió la puerta cochera de un pequeño palacio de la calle de los Maturinos para dar paso a un joven montado en magnífico corcel de pura raza inglesa. Tras él y a la debida distancia salió un criado vestido de negro y montado también en un caballo de pura sangre, pero visiblemente inferior al primero.
No había más que ver a aquel jinete para clasificarlo entre los que, sirviéndonos de una palabra de la época, llamaremos lechuguinos. Era un joven que aparentaba tener unos veinticuatro años, y vestía con estudiada sencillez, que revelaba en él esos hábitos aristocráticos que se adquieren desde la cuna y que no puede crear la educación en aquellos que no los posean ya de un modo natural.
Forzoso es reconocer que su fisonomía estaba en perfecta consonancia con su apostura y su traje, y que no era fácil el imaginar facciones más elegantes que las de su rostro orlado de negros cabellos y negras patillas que le servían de marco y al que prestaba un carácter altamente distinguido la mate y juvenil palidez que lo cubría. Cierto es que dicho joven, último