Educación, filosofía y política en la Argentina 1560-1960. Juan Carlos Pablo Ballesteros
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Los hechos históricos tienen una verdad metafísica que consiste, simplemente, en que ocurrieron como ocurrieron. Pero cuando son narrados por la historia, actividad que solamente es posible a partir de la escritura, no pueden separarse de la interpretación que hacemos de los mismos. Hannah Arendt tiene razón en Verdad y política cuando escribió que la historia es, ante todo, interpretación, hechos construidos de tal modo que se transforman en un relato desde una cierta perspectiva. Así, en nuestra historia no hay dudas sobre muchos hechos, hay solamente dudas sobre cuál es la interpretación más adecuada de los mismos.
Para que la historia sea “maestra de la vida”, como proponía Cicerón, los hechos pasados deben ser fecundos para comprender nuestro presente. Una buena síntesis de este concepto se reflejó en un cartel que mostraba un inmigrante africano en Londres hace unos años en medio de disturbios y protestas: “Nosotros estamos aquí porque ustedes estuvieron allá”. En nuestro caso los últimos doscientos años de nuestra realidad social y política están marcados por la mentalidad divisoria creada por los intelectuales de principios del siglo XIX. En la década de 1920 la Argentina era, en muchos aspectos, entre ellos el económico, uno de los países más importantes del mundo, con una prosperidad que parecía no tener límites. Realmente da pena ver la mediocridad y la poca significancia de nuestro país actual. ¿Qué pasó? ¿Cómo pudo degradarse un país que tenía riquezas naturales envidiables y una población medianamente culta, con un desarrollo científico en ciernes? Las causas son muchas, pero no fueron ajenas dos entre las más importantes: una clase alta irresponsable, que fruto de su instrucción anteponía el bienestar personal al bien común, y el enfrentamiento de parcialidades irreconciliables que se inició ya con el de Moreno con Saavedra, que representaban ideas que nunca buscaron la conciliación. Parafraseando a Lincoln, la Argentina es una casa dividida contra sí misma; una “sociedad de opositores”, según la expresión de Ernesto Sábato. Este trabajo intenta mostrar la evolución de las ideas e instituciones que tuvieron la responsabilidad de formar personas decentes y abiertas a la comprensión de ideas diferentes sin renunciar a las propias, salvo que reconocieran que aquellas eran más razonables. Lamentablemente, en general, fracasaron porque no hubo un diálogo filosófico verdadero sino seguimiento de modas que rechazaban a las anteriores y la influencia de posturas políticas que no siempre tuvieron por objeto el interés y la unidad nacional.
Capítulo I
La filosofía, la política y los comienzos de la historia educacional argentina
La objetividad y la valoración de los hechos históricos
La Historia es una ciencia y, como toda ciencia sus conocimientos, deben tener validez universal, para lo cual deben ser objetivos. Sin embargo, como suele ocurrir en las llamadas Ciencias Humanas (lo mismo suele ocurrir con las Ciencias Sociales), el que la enseña (e incluso el que la estudia) lo hace desde una perspectiva personal, interpretando los hechos desde sus propios principios o creencias. No obstante, es necesario hacer el mayor esfuerzo posible por lograr la objetividad, que se encuentra en la realidad misma del hecho histórico (que ocurrió como ocurrió, más allá de nuestras interpretaciones). En los hechos o acontecimientos, no en palabras o conceptos. La necesaria contextualización incluye el nuevo uso que, con el tiempo, tienen los términos que se refieren a hechos históricos, para comprenderlos en el significado que tenían para los usuarios de entonces, ya que las palabras cambian de sentido o significado según el uso que se les da a lo largo de la historia.
Hay varias formas de explicar qué es la Historia. A mí me parece mejor la hecha no por un historiador sino por un sobresaliente escritor clásico: don Miguel de Cervantes Saavedra: “Historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir.” Quijote, I, IX. Esta descripción brinda muchos elementos para comprender también “para qué sirve” la historia de la Educación Argentina. Ya Cicerón había escrito que la historia es “maestra de la vida”, no solamente porque nos explica cómo sucedieron las cosas sino, sobre todo, porque nos dice qué puede pasar en el futuro. Quienes tienen una interpretación determinista de la historia sostienen que a iguales causas iguales consecuencias. La historia tendría un sentido que los hombres no pueden modificar, por lo que una correcta lectura del presente nos indicaría inexorablemente qué pasará en el futuro. No acepto esta interpretación determinista. Pero la historia sí nos muestra que, cuando algo sucede muchas veces de la misma forma, es al menos probable que vuelva a suceder de modo parecido. Así, si en un país o lugar determinado se han realizado dos o tres reformas educativas con similar contenido y finalidad, y éstas han fracasado, la historia nos indica que es probable que, si volvemos a hacer lo mismo, obtendremos el mismo resultado.
Johan Huizinga escribió que la historia es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuentas de su pasado. Pero esto debe hacerse sin ideologismos de facción, sin partidismos interesados y sin resentimientos que puedan perturbar el juicio libre del historiador. Solamente así se puede comprender el pasado y entender el presente, para prevenir el futuro.
Los juicios de valor son perfectamente lícitos en el juicio histórico (un personaje o un hecho determinado a uno le parece bien y a otro puede parecerle lo contrario). España pobló y gobernó América desde el sur de los actuales Estados Unidos hasta el extremo sur de la actual Argentina; a algunos esto le resultará bueno y a otros malo, pero la realidad (lo objetivo) es que este hecho efectivamente ocurrió. La conferencia de Juan C. Probst La instrucción primaria entre nosotros durante la época hispánica es muy ilustrativa sobre esto: se pueden valorar de distinta forma los hechos históricos, pero nunca deben ser tergiversados o negados.1 Escribe allí Probst: “La historia es investigación y reconstrucción del pasado. El historiador debe poner los datos sueltos que la investigación le ha proporcionado, en relación causal con la totalidad, para llegar así a un concepto claro y objetivo del conjunto. ¡Tarea difícil y hasta imposible de realizar en términos absolutos! Pues es evidente que la objetividad absoluta es, dada nuestra constitución orgánica, un postulado irrealizable, tanto en el terreno de la historia como en el de las demás ciencias. La objetividad tiene que ser siempre relativa, pero esto sí, nuestro saber debe corresponder a la realidad de los fenómenos hasta donde sea posible al espíritu humano con la ayuda de todos los recursos a su disposición.”2
La ciencia histórica, continúa Probst, ofrece dificultades particulares en este sentido. No nos hallamos desinteresados e insensibles frente a las actividades humanas que impulsan la historia. Subjetivamente otorgamos nuestra simpatía a las ideas y a los fines que consideramos más dignos de nuestro esfuerzo, damos nuestra preferencia a las tendencias y a las personas que los sostienen, a las épocas donde dominan y prosperan. “Contra este influjo de nuestra parcialidad subjetiva tenemos que ponernos constantemente en guardia, del mismo modo que el juez, por más simpatía que tenga por el acusado, no debe desechar o pasar por alto los indicios que lo condenan. Un historiador que no es capaz de superar esta unilateralidad, no merece el nombre de tal; no es un hombre de ciencia, sino un polemista”.3
Cuando formulamos juicios de valor que se basan en nuestras convicciones éticas, políticas, religiosas o sociales, y que arraigan hondamente en nuestra concepción del mundo, sostiene Probst, la objetividad es no sólo imposible, sino hasta inconveniente, pues quitaría a nuestra labor de reconstrucción del pasado la espontaneidad, el entusiasmo y la pasión que debe animar toda obra humana.
Si se formula, por ejemplo, un juicio de valor sobre una época de la historia, la divergencia de criterios es perfectamente aceptable y legítima. Un historiador puede sostener que el reinado de Carlos III fue funesto para España,