Susurran tu nombre. Alex North
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Pero Jake parecía tan asustado que de pronto cobré consciencia de la distancia que nos separaba de la puerta de entrada. Del ruido del agua mientras se llenaba la bañera. Si hubiera entrado alguien mientras estábamos arriba en el baño, ¿lo habría oído?
—No tienes por qué preocuparte. —Me esforcé para que mi tono de voz sonara firme—. Jamás permitiría que te pasara nada. ¿Por qué estás tan preocupado?
—Tienes que cerrar las puertas —dijo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que tienes que cerrarlas con llave.
—Jake…
—Si dejas la puerta entreabierta, a los susurros tendrás que estar alerta.
Sentí un escalofrío. Jake parecía espantado y aquel verso que acababa de pronunciar no era precisamente algo que pudiera ser de su propia creación.
—¿Y eso que significa? —dije.
—No lo sé.
—¿Dónde lo has escuchado?
No respondió. Pero entonces me di cuenta de que no era necesario.
—¿Te lo dijo la niña?
Asintió y meneé la cabeza, confuso. Jake no podía haber oído aquella frase tan rara en boca de alguien que no existía. ¿Y si me había equivocado en el Club 567 y resultaba que la niña era real? ¿Y si Jake había dicho adiós sin darse cuenta de que la niña ya había salido? Pero cuando llegué, estaba solo en la mesa. Debía de haber sido cualquiera de los otros niños, intentando asustarlo. Y por la expresión de su cara, había funcionado.
—Estás completamente seguro, Jake. Te lo prometo.
—¡Pero no estoy vigilando la puerta!
—No —dije—. Ya la vigilo yo. Y no tienes que preocuparte por nada. Me da igual lo que te hayan contado. Escúchame bien a mí: no pienso permitir que te pase nada. Jamás.
Estaba escuchándome, al menos, aunque no estaba del todo seguro de que hubiera conseguido convencerlo.
—Te lo prometo. ¿Y sabes por qué no pienso permitir que te pase nada? Porque te quiero. Muchísimo. Incluso cuando discutimos.
Eso provocó un amago de sonrisa.
—¿Me crees? —dije.
Asintió, algo más tranquilo.
—Perfecto. —Le alboroté el pelo y me levanté—. Porque es verdad. Buenas noches, cariño.
—Buenas noches, papá.
—En cinco minutos vuelvo a subir para ver cómo estás.
Apagué la luz, salí de la habitación y bajé la escalera lo más silenciosamente posible. Pero en vez de dejarme caer en el sofá como me habría gustado, me detuve delante de la puerta de entrada.
«Si dejas la puerta entreabierta, a los susurros tendrás que estar alerta».
Chorradas, evidentemente, y daba igual dónde las hubiera escuchado. Pero aquellas palabras seguían preocupándome. Y del mismo modo que pensar en aquella niña siguiéndonos hasta nuestra casa me había hecho sentirme incómodo, ahora no podía sacarme de la cabeza la imagen de la niña sentada al lado de Jake, con su pelo disparado hacia un lado, aquella sonrisa extraña dibujada en su cara y susurrándole al oído palabras para darle miedo.
Y decidí cerrar con la cadena de seguridad.
Diez
El inspector Pete Willis había pasado el fin de semana a bastantes kilómetros de Featherbank, caminando por el campo y removiendo con un palo todos los matorrales que encontraba. Había inspeccionado también todos los setos. Y de vez en cuando, si en los campos no había vegetación sobresaliente, había saltado por encima de los cercados y rastreado la hierba.
Cualquiera que estuviera observándolo, lo habría tomado por un senderista, y a todos los efectos, suponía que eso era. De hecho, había decidido considerar aquellas expediciones como caminatas y excursiones, una forma más de llenar el tiempo para un hombre mayor. Al fin y al cabo, ya habían pasado veinte años de aquello. Pero aun así, una parte importante de él seguía concentrada. Y más que capturar la belleza del mundo que lo rodeaba, examinaba sin cesar el suelo en busca de fragmentos de hueso y restos de tela.
Pantalón azul de chándal. Camiseta tipo polo, negra.
Por algún motivo que desconocía, siempre acababa teniendo fijación con las prendas.
Por mucho que intentara no pensar en ello, Pete no olvidaría jamás el día que vio aquellos horrores en el interior del edificio anexo a la casa de Frank Carter. Cuando después volvió al departamento, estaba aún tambaleándose por la experiencia que acababa de vivir. Pero en cuanto cruzó las puertas de apertura automática, se sintió algo más aliviado. Cuatro niños habían muerto asesinados. Y a pesar de que Carter seguía en paradero desconocido por el momento, el monstruo tenía por fin un nombre —un nombre real, no el que le habían puesto los periódicos— y aquel cabrón ya no provocaría más víctimas. En aquel momento, creía que la pesadilla estaba a punto de terminar.
Pero entonces había visto a Miranda y Alan Smith sentados en la recepción. Incluso ahora, seguía visualizándolos con una claridad soberana. Alan iba vestido con traje y estaba sentado con la espalda erguida, con la mirada perdida y las manos formando un corazón entre sus rodillas. Miranda tenía las manos debajo de los muslos y estaba inclinada hacia su marido, descansando la cabeza sobre su hombro, con su larga melena castaña cubriéndole el pecho. Era última hora de la tarde, pero parecían agotados, como esos viajeros de largo recorrido que intentan dormir en cualquier lugar donde pueden sentarse.
Tony, su hijo, había desaparecido.
Y veinte años después de aquella tarde, seguía desaparecido. Frank Carter había conseguido permanecer huido durante un día y medio antes de ser finalmente arrestado cuando se localizó su furgoneta aparcada en una carretera rural, a más de ciento cincuenta kilómetros de Featherbank. Las pruebas forenses demostraron que Tony Smith había sido retenido en aquella furgoneta, pero no se encontró ni rastro del cuerpo del niño. Y a pesar de que Carter reconoció haber matado a Tony, se negó a revelar dónde había enterrado sus restos.
Las semanas siguientes se consagraron a la inspección de la inmensa cantidad de rutas posibles que Carter podía haber seguido, siempre con resultados infructuosos. Pete había estado presente en varias de las expediciones. Con el tiempo, el número de buscadores había ido menguando hasta que ahora, dos décadas después, él era el único que aún continuaba buscando. Incluso Miranda y Alan Smith habían seguido adelante. Ahora vivían lejos de Featherbank. Si Tony siguiera con vida, tendría ahora veintisiete años. Pete sabía que Claire, la hija de Miranda y Alan, nacida durante los tumultuosos años posteriores al suceso, acababa de cumplir dieciséis años de edad. No culpaba a los Smith por haber rehecho su vida después