Susurran tu nombre. Alex North

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Susurran tu nombre - Alex North HarperCollins

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pueda entrar un monstruo, ¿qué otra alternativa le queda que trepar y entrar por otra vía?

      Una estupidez.

      —Ahí fuera no hay nadie, Jake.

      —¿Puedo dormir contigo esta noche, papá? ¿Por favor?

      Suspiré para mis adentros. Era evidente que Jake no pensaba dormir solo en su habitación y era demasiado tarde o demasiado temprano para ponerse a discutir. No sabía si tarde o temprano. Lo más fácil era ceder.

      —De acuerdo. Pero solo esta noche. Y sin moverse mucho, ¿vale?

      —Gracias, papá. —Cogió su Estuche de Cosas Especiales y me siguió—. Te prometo que no me moveré mucho.

      —A ver si es verdad. ¿Y qué me dices de robarme la manta?

      —Eso tampoco lo haré.

      Apagué la luz del pasillo y nos metimos en la cama, Jake en el que tendría que haber sido el lado de Rebecca.

      —¿Papá? —preguntó—. ¿Estabas teniendo una pesadilla?

      Cristales rotos.

      Mi madre chillando.

      Un hombre gritando.

      —Sí —respondí—. Supongo que sí.

      —¿Y de qué iba?

      El sueño se había desdibujado un poco, pero era tanto un recuerdo como una pesadilla. Me veía yo de pequeño, caminando hacia la puerta que daba acceso a la cocina de la casa en la que me había criado. En el sueño, era tarde, y el ruido de la planta de abajo me había despertado. Me había quedado en la cama tapado hasta arriba con las mantas y agazapado de miedo, intentando simular que todo iba bien, aun sabiendo que no era así. Al final, había bajado de puntillas las escaleras, no por el deseo de ver qué estaba pasando, sino atraído por ello, sintiéndome pequeño, aterrado e impotente.

      Recordaba haberme aproximado por el pasillo oscuro hacia la cocina iluminada, haber oído los gritos procedentes de allí dentro. La voz de mi madre sonaba enojada pero sin subir el tono, como si creyera que yo seguía durmiendo e intentara mantenerme al margen de todo aquello, pero la voz del hombre era potente e indiferente. Las palabras de los dos se solapaban. Era imposible saber qué estaban diciendo, pero yo sabía que eran cosas desagradables y que la discusión iba en aumento, acelerándose hacia algo realmente espantoso.

      La puerta de la cocina.

      Llegué a ella justo a tiempo de ver la cara colorada del hombre, contorsionada por la rabia y el odio, en el momento en que lanzaba con todas sus fuerzas un vaso contra mi madre. A tiempo de verla apartarse, aunque demasiado tarde, y de oírla gritar.

      Fue la última vez que vi a mi padre.

      Hacía muchísimo tiempo, pero el recuerdo seguía ascendiendo a la superficie de vez en cuando. Seguía abriéndose paso a tientas hasta lograr desenterrarse.

      —De cosas de mayores —le dije a Jake—. A lo mejor te lo cuento algún día, pero no era más que un sueño. Y no pasa nada. Tenía un final feliz.

      —¿Qué pasaba al final?

      —Pues que aparecías tú.

      —¿Yo?

      —Sí. —Le alboroté el pelo—. Y entonces te ibas a dormir.

      Cerré los ojos y nos quedamos tanto rato en silencio que di por sentado que Jake se había quedado dormido. En un momento dado, extendí el brazo hacia el lado y descansé la mano sobre la colcha, por encima de él, como si quisiera asegurarme de que seguía allí. Los dos juntos. Mi pequeña y herida familia.

      —Susurros —dijo Jake en voz baja.

      —¿Qué?

      —Susurros.

      Su voz sonaba tan remota que pensé que ya estaba soñando.

      —Que en la ventana se oían susurros.

      Doce

      «Tiene que darse prisa».

      En el sueño, Jane Carter le susurraba por teléfono a Pete. Su voz sonaba débil y apremiante, como si estuviera diciendo la cosa más aterradora del mundo.

      Y estaba haciéndolo, de todos modos. Por fin.

      Pete estaba sentado en su despacho y el corazón le aporreaba el pecho. Había hablado con la esposa de Frank Carter varias veces a lo largo de la investigación. La había esperado disimuladamente a la salida de su trabajo o había caminado a su lado por calles concurridas, siempre procurando no ser visto con ella en algún lugar que pudiera conocer su marido. Era como si hubiera estado haciendo intentos encubiertos de convertirla en espía, lo cual imaginaba que no se alejaba mucho de la verdad.

      Jane había proporcionado coartadas a su marido. Lo había defendido. Pero desde el primer encuentro que había tenido con ella, Pete había visto claro que, con toda la razón del mundo, le tenía un miedo aterrador a Frank, y había puesto todo su empeño en convertirla: en convencerla de que podía hablar con él sin correr riesgos. De que podía retirar lo que había dicho y contar la verdad sobre su marido: «Hable conmigo, Jane. Y me aseguraré de que Frank no pueda hacerles más daño, ni a usted ni a su hijo».

      Y parecía que estaba dispuesta a hacerlo. Con los años, el miedo se había metido en el cuerpo de Jane Carter de tal manera que, incluso en aquel momento, llamándolo por teléfono sin aquel cabrón en casa, era incapaz de hablar más fuerte que en un susurro. Ser valiente no equivale a no tener miedo, Pete lo sabía muy bien. Ser valiente exige la presencia del miedo. Y, por lo tanto, incluso con aquella subida de adrenalina, incluso con la sensación de que el caso empezaba a cerrarse, reconoció la valentía que implicaba aquella llamada.

      —Le dejaré entrar —susurró la mujer—, pero tiene que darse prisa. No tengo ni idea de cuánto tardará.

      En realidad, Frank Carter nunca volvió a aquella casa. En cuestión de una hora, estaba abarrotada de agentes de policía y detectives especializados y se lanzaría una alerta para localizar a Carter y la furgoneta que conducía. Pero en aquel momento, Pete se dio prisa. El viaje hasta la casa le llevó solo diez minutos, pero fueron los más largos de su vida. Incluso con un equipo de refuerzo a sus espaldas, se sentía solo y asustado cuando llegó allí, como el protagonista de un cuento de hadas en el que el monstruo está ausente pero puede regresar en cualquier momento.

      Una vez dentro, las manos temblorosas de Jane Carter abrieron la puerta que daba acceso al anexo con las llaves que le había robado previamente a su esposo. En la casa reinaba el silencio y Pete sintió una sombra cerniéndose sobre ellos.

      La cerradura se abrió.

      —Ahora apártense, por favor, los dos.

      Jane Carter se quedó en medio de la cocina, con su hijo escondido detrás de sus piernas, y Pete se cubrió la mano con un guante y abrió la puerta.

      No.

      Al instante, percibió el olor

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