Maestros de la Prosa - O. Henry. August Nemo

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Maestros de la Prosa - O. Henry - August Nemo Maestros de la Prosa

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párrafo para decir que esta extraordinaria escena puede ser presenciada todas las noches en numerosos cafés de la ciudad de Nueva York. Toneladas de cerveza han sido consumidas en el desarrollo de teorías que la expliquen. Algunos han conjeturado apresuradamente que todos los budistas de la ciudad se apresuran a refugiarse en los cafés al caer la noche. Este aplauso de la canción “rebelde” en una ciudad norteña realmente confunde un poco; pero la cuestión no es insoluble.

      La guerra con España, que durante muchos años fue una generosa cosecha de menta y sandías; algunos vencedores de tiro largo en el hipódromo de Nueva Orleáns y los brillantes banquetes ofrecidos por los ciudadanos de Indiana y Kansas, que componen la sociedad de Carolina del Norte, han hecho del Sur más bien una “moda” en Manhattan. Su manicura le balbuceará suavemente que el dedo índice de su mano izquierda le recuerda muchísimo al de un caballero de Richmond, Virginia. ¡Oh, sin duda! Pero muchas damas tienen ahora que trabajar... la guerra, usted sabe.

      Cuando se estaba ejecutando Dixie, un joven de cabellos negros surgió de algún lado con un grito de guerra de los Mosby y agitó frenéticamente su sombrero de blando borde. Luego se perdió entre el humo, se dejó caer en la silla desocupada de nuestra mesita y sacó un paquete de cigarrillos.

      La velada estaba en el período en que desaparece la reserva. Uno de nosotros mencionó tres Würzburgers al mozo; el hombre de cabellos obscuros agradeció que lo incluyeran en el pedido, dibujando una sonrisa y efectuando un movimiento de cabeza. Me apresuré a formularle una pregunta, porque deseaba poner a prueba una teoría que había elaborado.

      -¿Tendría usted inconveniente -comencé- en decirme de dónde procede?...

      El puño de E. Rushmore Coglan golpeó la mesa y el estrépito me sumió en el silencio.

      -Discúlpeme -dijo él-, pero esa es una pregunta que no me agrada oír nunca. ¿Qué importa de dónde procede un hombre? ¿Es justo juzgar a un hombre por su dirección postal? Caramba, he visto personas oriundas de Kentucky que odian el whisky; virginianos que no eran descendientes de Pocahontas; indianos que no han escrito una novela; mexicanos que no usan pantalones de terciopelo con dólares de plata cosidos a lo largo de las costuras; ingleses divertidos; yanquis pródigos; sureños impasibles; occidentales estrechos de criterio y neoyorquinos demasiado ocupados para detenerse una hora en la calle a observar un empleado de almacén manco colocando arándanos en bolsas de papel. Dejen que el hombre sea hombre y no le pongan trabas con la etiqueta de ninguna zona.

      -Perdóneme -dije-, pero mi curiosidad no era del todo inútil. Conozco el sur, y cuando la banda toca Dixie me agrada observar. Me he formado la idea de que el hombre que aplaude este fragmento con especial vehemencia y ostensible lealtad regional, es invariablemente un nativo de Secaucus, Nueva Jersey, o el distrito comprendido entre Murray Hill Lyceum y el río Harlem, es decir, esta ciudad. Estaba por poner a prueba mi opinión preguntándole a este caballero, cuando usted me interrumpió con su propia... larga teoría debo confesarlo.

      El hombre de cabellos obscuros habló y se puso de relieve que su pensamiento se movía también a lo largo de su propia serie de surcos.

      -Me agradaría ser una pervinca -dijo misteriosamente-, estar en el extremo de un valle y cantar turalúralú.

      Esto, evidentemente, era demasiado obscuro, de manera que me volví hacia Coglan.

      -He dado la vuelta al mundo doce veces -dijo-. Conozco un esquimal, de Upernavik, que pide a Cincinati sus corbatas, y he visto un pastor de cabras, en Uruguay, que ganó un premio en un certamen de acertijos de alimentos para desayuno, de Battle Creek. Pagué durante todo el año el alquiler de una habitación en Cairo, Egipto, y otra en Yokohama. Tuve las chinelas esperándome en un salón de té en Shanghai y no me fue necesario decir en qué forma debía cocinar los huevos en Río de Janeiro o Seattle. Es un mundo enormemente pequeño. ¿De qué sirve jactarse de ser del norte o del sur, de la casa solariega del vallecico o de la avenida Euclid, Cleveland; de Pike’s Pike o Fairfax Country, Virginia; de Holligan’s Fíats o cualquier otro sitio? El mundo será mejor cuando dejemos de embobarnos con algún enmohecido pueblo, o con diez acres de pantano, simplemente porque ha dado la casualidad de que hemos nacido allí.

      -Parece ser usted un genuino cosmopolita -dije con admiración-. Pero también parece que usted sería capaz de desacreditar el patriotismo.

      -Es una reliquia de la edad de piedra -declaró Coglan cálidamente-. Somos todos hermanos: chinos, ingleses, zulúes, patagones y los pobladores de la curva del río Kaw. Algún día todo este orgullo mezquino por una ciudad, un estado, una zona o país desaparecerá y todos seremos ciudadanos del mundo, como debiéramos ser.

      -Pero, mientras usted deambula por tierras extranjeras -insistí-, ¿su pensamiento no retrocede hacia algún sitio... algún querido y...

      -No; hacia ningún sitio -interrumpió E. R. Coglan de manera impertinente-. El pedazo de materia terrestre, esférico y planetario, ligeramente aplastado en sus polos y conocido como la Tierra, es mi morada. En el extranjero me he encontrado con muchísimos ciudadanos a los que los guiaba algún objetivo. He visto hombres de Chicago navegando, en góndolas, en Venecia, en noches de luna, y fanfarronear por sus canales de desagüe. He conocido a un sureño que, al ser presentado al rey de Inglaterra, le proporcionó, sin pestañear, la información de que su tía abuela, por parte de su madre, estaba relacionada políticamente con los Perkinse de Charleston. Me vinculé a un neoyorquino que fue secuestrado, para obtener un rescate, por unos bandidos afganos. Su familia envió el dinero y el hombre regresó con el agente a Kabul. “¿Afganistán? -le dijeron los nativos por intermedio del intérprete-. Bueno, no es tan lejos, ¿no le parece?” “Oh, no lo sé”, repuso él, y comenzó a hablarles de un cochero de la Sexta Avenida y Broadway. Esas ideas no me agradan. No estoy ligado a nada que no tenga ocho mil millas de diámetro. Anóteme como E. Rushmore Coglan, ciudadano de la esfera terrestre.

      Mi cosmopolita me dijo un largo adiós y me dejó, pues creyó ver a un conocido, a través de la charla y el humo. Por consiguiente, quedé con el aspirante a pervinca, que fue reducido a Würzburger sin mayor habilidad para expresar sus aspiraciones, para encaramarse, melodioso, en la cima de un valle.

      Permanecí reflexionando sobre mi evidente cosmopolita y preguntándome cómo había hecho el poeta para perderlo. Era mi descubrimiento y yo creía en él. ¿Cómo era esto? “Los hombres que surgen de ellos trafican por todas partes, pero adhieren a los límites de sus ciudades como el niño a la falda de su madre.”

      No ocurre así con B. Rushmore Coglan. Con todo el mundo para él...

      Mis preocupaciones fueron interrumpidas por un tremendo ruido y una discusión, que se produjeron en otra parte del café. Por sobre las cabezas de los parroquianos sentados vi a B. Rushmore Coglan y a otra persona desconocida para mí, trabados en una terrible lucha. Reñían como titanes, entre las mesas; rompíanse los vasos y los hombres Cogían sus sombreros y eran derribados; una trigueña gritó y una rubia comenzó a cantar Teasing.

      Mi cosmopolita defendía el orgullo y la reputación de la Tierra cuando los mozos se acercaron a ambos combatientes, con su famosa formación de prismas volando, y los echaron, mientras aún se resistían.

      Llamé a McCarthy, uno de los garçons franceses, y le pregunté el motivo del conflicto.

      -El hombre de corbata roja (era mi cosmopolita) -me repuso-, se enojó a causa de las cosas que el otro tipo decía acerca de los holgazanes callejeros y el abastecimiento de agua del pueblo del que aquel procede.

      -Caramba -dije confundido-, ese individuo es un ciudadano del mundo... un cosmopolita... Él...

      -Es oriundo

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