Maestros de la Prosa - O. Henry. August Nemo

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Maestros de la Prosa - O. Henry - August Nemo Maestros de la Prosa

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puedes hacer nada por ellos, Bob? -preguntó Nancy-. ¡No es justo arruinar la felicidad de dos vidas por un mísero dólar! Él lo hizo para salvarla. ¿Acaso la ley no conoce la compasión?

      -En la jurisprudencia no hay sitio para ella, Nan -dijo Littlefield-, y menos aún en la labor del fiscal, que se atiende a los hechos. Te prometo que el alegato no será furibundo. Pero ese hombre está condenado de antemano. Hay testigos dispuestos a jurar que ha pasado un dólar falso. Y yo tengo ese dólar en el bolsillo, con la etiqueta de «Prueba A». En el jurado no hay ningún mexicano, y declararán culpable a míster Truco sin pestañear siquiera.

      * * *

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      La tarde se presentaba perfecta para cazar chorlitos y, con la excitación del deporte, fueron olvidados el caso de Rafael y el dolor de Joya Treviñas. El fiscal y Nancy Derwent dejaron atrás la ciudad y recorrieron cinco kilómetros por un camino de blanda hierba verde, para después atravesar el declive de un prado hacia una apretada hilera de árboles que bordeaban el arroyo de Piedra. Más allá se extendía Long Prairie, lugar ideal para cazar chorlitos. Al acercarse a la corriente, oyeron, a su derecha, el galope de un caballo y vieron a un jinete de pelo negro y piel atezada que cabalgaba hacia los árboles en una línea sesgada, como si hubiese estado siguiéndolos.

      -He visto a ese hombre en algún sitio -dijo Littlefield, que era buen fisonomista-, pero no recuerdo exactamente dónde. Supongo que será algún ranchero que ha tomado un atajo.

      Pasaron en Long Prairie una hora, disparando desde el calesín. Nancy Derwent, una activa muchacha del Oeste criada al aire libre, estaba encantada con su escopeta de doce cartuchos. Había cobrado el doble de piezas que su compañero.

      Iniciaron el regreso con un trote tranquilo. A unos cien metros del arroyo de Piedra un hombre emergió entre los árboles en dirección a ellos.

      -Parece el mismo que hemos visto antes -observó Nancy.

      Al acortarse la distancia que los separaba, el fiscal del distrito, con los ojos fijos en el jinete, tiró bruscamente de las riendas. El sujeto había sacado un Winchester de la funda que llevaba en la silla y se lo acomodaba en el brazo.

      -¡Ahora te reconozco, México Sam! -farfulló Littlefield-. Eras tú el que hacía sonar los cascabeles en aquella carta tan amable.

      México Sam se ocupó de no dejar lugar a dudas. Era ducho en el manejo de armas de fuego, de modo que cuando se encontró a una distancia apropiada para un fusil, pero demasiado grande para una escopeta, apuntó con el Winchester y abrió fuego sobre los ocupantes del calesín.

      La primera bala se incrustó en el respaldo del asiento, en el espacio de cinco centímetros que había entre los hombros de Littlefield y miss Derwent. La segunda pasó entre el tablero y el pantalón del fiscal.

      El fiscal instó a Nancy a que se agachara. Ella estaba un poco pálida, pero no hizo preguntas. Poseía ese instinto de la gente de frontera, que acepta las situaciones de emergencia sin gastar palabras superfluas. Empuñaron las armas, y Littlefield tomó apresuradamente un puñado de los cartuchos que había en una caja y se lo metió en el bolsillo.

      -Mantente detrás de los caballos, Nan -ordenó-. Ese tipo es un rufián que hace años mandé a prisión. Pretende vengarse. Sabe que a esta distancia no le podemos hacer daño.

      -Muy bien, Bob -dijo Nancy con firmeza-. No tengo miedo. Pero cúbrete tú también. ¡So, Bess! ¡Quédate quieta!

      Acarició la melena de Bess. Littlefield preparó su escopeta mientras rogaba que el forajido se aproximara.

      Pero México Sam pensaba cumplir la venganza sin arriesgarse. No tenía nada de chorlito. Su ojo experto trazó una circunferencia imaginaria alrededor del área de alcance de una escopeta y se mantuvo dentro de esa línea. Movió su caballo a la derecha y, en el momento en que los acosados buscaban cambiar de posición detrás de los arreos de sus equinos, traspasó de un tiro el sombrero del fiscal. En una ocasión calculó mal y sobrepasó el margen. La escopeta de Littlefield relampagueó y México Sam agachó la cabeza ante el inofensivo rocío de los perdigones. Algunos de éstos alcanzaron al caballo, que enseguida retrocedió a la línea de seguridad.

      El forajido volvió a hacer fuego. Nancy Derwent dejó escapar un grito apagado. Littlefield se volvió con los ojos encendidos y vio que la muchacha tenía un hilo de sangre en la mejilla.

      -No estoy herida, Bob... Ha sido una astilla. Creo que ha dado a uno de los radios de la rueda.

      -¡Dios! -rugió Littlefield-. Si por lo menos tuviera perdigones zorreros.

      El rufián aquietó a su caballo y apuntó cuidadosamente. Fly lanzó un bufido y cayó con su arnés, herido en el cuello. Bess, convencida de que ya no se trataba de cazar chorlitos, logró desengancharse y se alejó a galope tendido. México Sam atravesó de un balazo el costado de la cazadora de Nancy.

      -¡Échate! ¡Échate! -gritó Littlefield-. Más cerca del caballo... Cuerpo a tierra... Así -casi la aplastó contra la hierba detrás del cuerpo caído de Fly. Por más extraño que parezca en ese instante le volvieron a la mente las palabras de la joven mexicana: «Si alguna vez estuviera en peligro la muchacha que amas, acuérdate de Rafael Ortiz».

      Littlefield soltó una exclamación.

      -¡Asómate sobre el lomo del caballo y dispárale, Nan! ¡Dispara todo lo rápido que puedas! No conseguirás nada, pero mantenle ocupado un minuto mientras pongo en práctica una idea.

      Nancy miró de reojo a Littlefield y le vio sacar el cortaplumas del bolsillo y abrirlo. Luego se dispuso a obedecer las órdenes y comenzó a disparar una y otra vez sobre el enemigo.

      México Sam esperó pacientemente a que acabaran los inocuos fuegos de artificio. Tenía mucho tiempo y ninguna intención de recibir una perdigonada en el ojo mientras, con un poco de cautela, pudiese evitarlo. Se cubrió el rostro con el recio sombrero Stetson hasta que cesaron los tiros. Luego se acercó más y apuntó meticulosamente a lo que podía ver de sus víctimas detrás del caballo.

      Ninguna de ellas se movía. Espoleó a su animal para que avanzara. Vio que el fiscal hincaba una rodilla en tierra y apuntaba cuidadosamente. Se bajó el sombrero y aguardó la leve andanada de bolitas.

      El disparo tronó pesadamente. México Sam suspiró, se dobló en dos y cayó muy despacio de su caballo, como una serpiente de cascabel sin vida.

      A las diez de la mañana siguiente se inició la sesión del tribunal y fue convocado el proceso de la Unión contra Rafael Ortiz. El fiscal del distrito, con un brazo en cabestrillo, se puso de pie y se dirigió al juez.

      -Si su señoría lo permite -dijo-, desearía solicitar el sobreseimiento del caso que nos ocupa. Aun cuando el acusado pudiese ser culpable, el gobierno no tiene en sus manos pruebas suficientes para llevar adelante el proceso. La moneda falsa a causa de la cual éste fue iniciado ya no se encuentra disponible como evidencia. Por lo tanto solicito que la demanda sea anulada.

      Durante el intervalo de mediodía Kilpatrick visitó la oficina del fiscal.

      -Vengo de echarle una mirada al viejo México Sam -dijo el ayudante del sheriff-. Han traído el cadáver. La verdad es que el viejo México era un hueso duro. Los muchachos se preguntan con qué le disparó usted. Algunos dicen que han de haber sido clavos.

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