La distancia del presente. Daniel Bernabé
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CiU y PNV se abstuvieron. Coalición Canaria y UPyD votaron en contra. La pléyade del resto de partidos, encabezada por IU y ERC, se ausentaron de la votación. Aquel viernes de septiembre fue el día en el que lo que sucedió en 2010, la capacidad de los mercados de imponer su agenda económica a un Gobierno democráticamente elegido, se hizo ley a propuesta de ese propio Gobierno para intentar evitar la intervención de la Unión Europea sobre las cuentas de nuestro país.
La propia votación en sí misma ya fue un acontecimiento prácticamente inédito en nuestra democracia. Tan solo existía el precedente de 1992, cuando se modificó la carta magna para adaptarla a la capacidad de voto de los extranjeros comunitarios. Lo cierto es que durante décadas se habían puesto diferentes reformas encima de la mesa, como la de la sucesión real para permitir que el heredero sea el primer nacido, independientemente de que sea o no varón, en una especie de progresismo simbólico y de conjuración de los episodios carlistas del siglo XIX. La dificultad es que cualquier reforma que afecte a lo que se consideran los principios básicos o la estructura del Estado no requiere tan solo del procedimiento ordinario, la aprobación por una mayoría de tres quintos, sino del agravado que implica varios trámites parlamentarios, unas nuevas elecciones generales y una ratificación final en referéndum. Desconocemos si la ruptura del techo de cristal para las princesas primogénitas podría tener un impacto notable en la vida de los ciudadanos, sí que la reforma del artículo 135 liquidó el espíritu social de nuestra Constitución.
Las leyes, sobre todo las de mayor importancia, no son el producto tan solo de las intenciones de los hombres de Estado, como así narró la historia oficial nuestra Transición, sino el resultado de un complicado equilibrio de fuerzas entre actores con intereses discordantes. Así, artículos como el 128, «Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general», fueron la constatación sobre el papel de que a finales de los setenta la izquierda como expresión política del movimiento obrero tenía un peso del que en 2011 carecía. La reformulación del 135, de hecho, dejaba este y otros artículos como simple arqueología legal.
Además, en aquella votación se rompió también la mitología del consenso constitucional al dejar fuera a los nacionalistas, que aprovecharon para pedir la inclusión de una salida para la autodeterminación, y de la exigua izquierda. La explicación no entra dentro de la categoría moral, lo que se debe hacer, sino de la práctica, lo que se puede hacer, demostrando que quien ostenta el poder solo llega a acuerdos, comparte ese poder, cuando su capacidad de imponerlo está limitada por las circunstancias, a menudo sociales. En España, en 2011, asistimos a una inédita y numerosa movilización social, que sin embargo carecía de capacidad para ser un actor político. Las leyes regulan el poder, pero a la vez son la expresión del dominio del mismo.
Si esta votación se produjo el 26 de agosto, tres viernes antes, el día 5, Jean-Claude Trichet, el presidente del Banco Central Europeo, envía una carta estrictamente confidencial a Zapatero, también firmada por Miguel Ángel Fernández Ordoñez, gobernador del Banco de España. Tras salir la correspondencia a la luz a finales de 2014 pudimos enterarnos de que el BCE exigía al Gobierno sustituir la negociación colectiva por los acuerdos de empresa, abolir las cláusulas de ajuste de los sueldos a la inflación y rebajar las indemnizaciones por despido. Asimismo, también se asumía que el Gobierno debía tomar medidas respecto a las finanzas públicas, entre las que se encontraba lo que contenía la reforma del 135.
¿Qué implicó reformar el artículo 135? En primer lugar, que todas las administraciones públicas se tenían que adecuar al principio de estabilidad presupuestaria, y, en segundo lugar, que el pago de los intereses de la deuda tenía prioridad absoluta. Dicho así quizá suena hasta razonable, sobre todo si compramos el argumento de que la crisis fue debida a que «gastamos más de lo que teníamos».
Como vimos en el anterior capítulo, la crisis no fue de un recorrido único desde 2008, sino que tuvo su onda sísmica en 2010 en algo que ya no eran las consecuencias de un crecimiento económico basado en el crédito, como una forma del sector bancario de multiplicar sus ganancias, incluso a costa de poner en riesgo su propia supervivencia, sino que tuvo más que ver con los movimientos de los fondos especulativos y las agencias de calificación, cabezas de la misma hidra, para aprovechar la debilidad de los Estados periféricos europeos y así hacer un negocio de magnitud incalculable con la especulación contra la solvencia de su deuda pública.
La ortodoxia neoliberal, asumida por las autoridades europeas, explicaba este latrocinio a gran escala con la asunción de que cuanto mayor gasto tenían los Estados, mayor necesidad de financiación externa requerirían, obviando la fiscalidad y las propias políticas económicas expansivas, pero sobre todo la certeza de un Estado para devolver esa propia deuda. Así se justificaba que los análisis de las agencias de calificación no eran parte de la espiral del pánico que hundía el valor de esa deuda y disparaba el de sus intereses, sino una forma de medir lo confiable que era un país para pagar los intereses de su deuda soberana.
Lo que se obviaba es que los Estados habían funcionado bajo escenarios de déficit, cuando podían compensar su balanza con política monetaria, ahora en manos del BCE. Se asimiló el modelo empresarial al estatal, como si los Estados se vieran obligados a tener beneficios, para que los que hacían negocio con su sistema de financiación de emisión de bonos no se preocuparan, cuando realmente esos especuladores eran los que habían acrecentado el problema. La primera pregunta es si servicios esenciales vinculados a los derechos sociales como la sanidad o la educación deben tener beneficios. La segunda es la superposición de las necesidades del mercado por encima de la propia democracia, ¿de qué valen las propuestas económicas de tal partido si, aun siendo consideradas óptimas por la ciudadanía en unas elecciones, no se pueden aplicar?
En el Congreso, la izquierda del PSOE era meramente testimonial, ya que IU tenía dos diputados, junto a los catalanes de ICV, y formaba grupo parlamentario con ERC, con tres parlamentarios. Gaspar Llamazares, líder de IU que ocupaba su único escaño en el Parlamento, bloqueó las enmiendas de CiU para que la votación fuera sobre el texto original y señalar así el carácter unívoco de la reforma por parte de los dos grandes partidos, en aquel momento absolutamente hegemónicos. «Ahora hay que estar en el Pleno. Luego denunciar y recurrir el golpe del PP-PSOE al Tribunal Constitucional. Y por la tarde marchar en manifestación»[14], expresó el líder de IU en referencia a la convocatoria que el 15M había planteado para ese viernes.
Al grito de «ahora no es Tejero, son Rajoy y Zapatero», los indignados marcharon ayer entre Atocha y la plaza de Neptuno para protestar por lo que llaman «mercadocracia», que, como denuncian, habría suplantado a la democracia. En el extremo opuesto, la canciller alemana, Angela Merkel, de quien proviene la idea de incluir el principio de estabilidad financiera en las constituciones europeas, felicitó ayer en persona en París al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Lo hizo también a distancia el miércoles, y se unieron a ella la OCDE, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, y agencias de calificación como Moody’s[15].
Este párrafo quizá resuma a la perfección los actores y la contradicción que estaba encima de la mesa. De un lado, un sujeto político en formación, los indignados, tan plural como abstracto, tan dinámico en su respuesta como difuso en su propuesta, incapaz en todo caso aún de marcar la agenda. Del otro, unos partidos mayoritarios que habían confirmado de forma brutal la acusación bicéfala de las plazas. Más allá lo que era un tsunami de presión entre los líderes de