Viajar a Japón te rompe la tarde. El Monaguillo - Frikidoctor

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Viajar a Japón te rompe la tarde - El Monaguillo - Frikidoctor No Ficción

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Julio o Fernando. Ni idea de cómo se llamaba. El caso es que Federico empezó a agobiarme como el dependiente de un bazar chino, ese dependiente que te va siguiendo por los pasillos y tú intentas darle esquinazo como un ninja con una bomba de humo.

      Sentía la misma presión que en ese tenso momento en el que el comercial del Círculo de Lectores llamaba al timbre, y tú te quedabas inmóvil en el sofá y le bajabas el volumen a la tele, intentando no hacer ruido para que pensara que no había nadie en casa.

      Al final, como soy más blando que la papada de una suegra, le tuve que decir que sí a envolver la maleta y empezó a darle vueltas como si fuese un kebab. Me la dejó envasada al vacío. Os recomiendo que si aceptáis ese servicio, echéis al bolso un bisturí. Yo por suerte iba con Frikidoctor y siempre lleva uno en el bolsillo.

      Lo siguiente era localizar el mostrador de facturación. Para encontrarlo tienes que ser amigo de Julian Assange. Aquello parece una prueba de Cifras y letras. Después de un rato analizando la información de las pantallas como Tom Hanks en El código Da Vinci, encontramos el nuestro. Iba con muchísimo miedo porque se aproximaba uno de los momentos más tensos del viaje: pesar la maleta.

      Yo soy una persona que tira mucho de vestuario, ya que tengo un físico que se presta a ello. Tengo ropa para cubrir todo el Pantone, y, claro, va sumando, va sumando, y pesa. Además, una de mis apuestas personales es la pana. La pana tiene muchísimas virtudes, pero ligera no es.

      Llegamos al mostrador y un azafato me invitó a poner la maleta en la cinta. Dio diez kilos de más, a once euros el kilo. Estaba a precio de lubina salvaje. Me dijo el hombre que podía vaciarla y repartir el peso con cualquiera de mis compañeros de expedición. Podía elegir entre Frikidoctor, cirujano y guionista de la sección; Kike, nuestro jefe de producción; o JuanG, nuestro cámara y realizador.

      Pero, claro, yo había envasado la maleta como una lata de calamares en salsa americana. De esas latas que cuando las abres te salta el líquido a presión y no lo ves venir. Para no organizar más escándalo, decidí pagar el exceso de peso y poder así enfrentarnos al último reto de la terminal: el control de seguridad.

      No sé si os habréis dado cuenta de que soy una persona nerviosa, inquieta. A mí el estrés no me viene bien. El control de seguridad es algo que no está hecho para mí.

      Me puse en la fila y, cuando me tocaba, se me acercó un vigilante y me dijo que si llevaba líquidos, que si llevaba portátil, iPad, que me quitara los zapatos, que me quitara la correa, que si llevaba algo en los bolsillos, monedas, que el reloj también pitaba… Me llegó toda la información de golpe y no supe gestionarla. Era la misma sensación que cuando tu madre te dejaba solo en la cola del súper, veías que te tocaba pagar ya y ella no llegaba. Así me sentí, desbordado.

      Resulta que llevaba un bote de gomina de más de cien mililitros, y, como no me lo dejaban pasar, me pareció buena idea echármelo de golpe en la cabeza para no desperdiciarlo. Se me puso el pelo como a Josep Pedrerol. Parecía que me habían echado levadura Royal.

      Recuerdo que a Frikidoctor le pitó el bisturí, pero como tiene carné de médico, le dejaron seguir sin problema. Lo que sí le quitaron fue una bolsa de caramelos de café con leche que hace una señora que se quedó viuda. Menos mal que se los confiscaron, porque siempre te ofrece uno de los que lleva en el bolsillo, que están ya como de microondas, y al final te lo comes por compromiso, se te pega en las muelas y te tiras dos horas para poder volver a abrir la boca.

      QUE SE DEJEN DE SUPERGLÚ Y USEN CARAMELO DE CAFÉ.

      Por fin estábamos preparados para subir al avión. Había una cola más larga que cuando salió el Pokémon Rojo. Mientras esperaba me saqué el título de socorrista. Había chiquillos que cuando les tocaba, la cara ya no se parecía a la del pasaporte. Además, volvía a pasar algo parecido a lo del control de seguridad. Antes de subir al avión tenías que llevar el equipaje de mano, la documentación, la tarjeta de embarque… Y todo al mismo tiempo que mirabas tu número de asiento y buscabas el hueco para colocar la maleta. Me estaba saturando como la web de Renfe.

      Por fin, estábamos todos sentados. El primer vuelo era corto, por lo que no me preocupaba tanto el asiento que me tocara. Hacíamos escala en Frankfurt. Desde que me enteré que la escala era allí, ya tenía en mente las famosas salchichas. Pasar por Frankfurt y no comerte una salchicha es como pasar por Jaén y no beberse un vaso de aceite.

      Le pedí a Jorge Salvador que nos dejase tiempo en la escala de Frankfurt para poder pasear por la terminal en busca de un puesto de los que están montados en un carrito para comprarla. La verdad es que el bueno de Jorge me entendió perfectamente.

      Al final fui el único que se la comió. Frikidoctor, Kike y JuanG fueron más conservadores, sabiendo que luego venía un vuelo de once horas, y que la salchicha en el estómago podía hacerse fuerte y tomar el control del cuerpo.

      Fuimos a nuestra puerta de embarque rumbo a Haneda, aeropuerto de Tokio. En este vuelo sí que me preocupaba el asiento, menos mal que el avión estaba medio vacío. Estar once horas en la misma postura solo lo aguanta un youtuber.

      Mi objetivo era conseguir un asiento en salida de emergencia. Encontré uno libre y, cuando me senté, vino la azafata y me dijo algo en inglés. No me enteré de nada. Podía haber dicho que me asomaba un testículo que yo seguiría tan normal. Luego me enteré de que me había preguntado si estaba dispuesto a actuar en caso de emergencia. Viendo la presencia física que tengo, me ofendió la duda.

      Ya lo tenía todo: el asiento perfecto, mis series, música… Estaba preparado para afrontar el largo viaje que teníamos por delante. Además, estaba separado de Frikidoctor. Llegamos a hacer el vuelo juntos y pido la baja.

      Se me sentó al lado un señor que cogió el sueño rápido. Creo que estaba viendo en la pantalla el canal de Teledeporte. Sin embargo, yo estaba nervioso porque mi última experiencia en avión había sido un vuelo a Melilla en un día de mucho levante. Aquello se movía más que un niño después de tragarse un azucarillo.

      QUÉ MAL LO PASÉ…

      Por ahora todo estaba yendo bien, y poco a poco me fui relajando hasta que de repente noté que, como diría Woody de Toy Story, había un amigo en mí. La salchicha de Frankfurt no había dicho su última palabra.

      Para un vuelo tranquilo que tengo, resulta que mi capricho alemán quería un papel protagonista en esta historia. El primer síntoma fue el sudor frío en la espalda. Ahí supe que el tiempo jugaba en mi contra. Pasó la azafata a dar la cena y qué cara me vería que directamente me puso un menta poleo.

      A partir de ahí era una lucha contra el crono. Lo primero que hice fue localizar el baño. Me puse de pie y con paso firme crucé el pasillo, dejando tras de mí numerosos avisos de lo que se venía. Abrí la puerta y supe que había llegado el momento de enfrentarme a una de las escenas más dantescas que un ser humano tiene que afrontar: cagar en el avión. ¿Sabes cuando pintas con un espray de los de grafiti? ¿Sabes cuando vas al autolavado que te cuesta sujetar la manguera de la fuerza que hace? Aquello fue algo impresionante. Lo peor de todo es que me encerré para que no entrase nadie. Tuve que respirar un aire más cargado que en Chernóbil.

      Cuando no me quedó más remedio y tuve que salir, recuerdo a cámara lenta cómo las azafatas vinieron corriendo a clausurar el baño. Lo tuvieron que precintar como en CSI cuando hay un asesinato.

      Volví a mi asiento siendo consciente de que había dejado el baño para que entraran los

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