Viajar a Japón te rompe la tarde. El Monaguillo - Frikidoctor

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Viajar a Japón te rompe la tarde - El Monaguillo - Frikidoctor No Ficción

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      Después del viaje más largo y accidentado del mundo, llegamos a Tokio. ¡Qué ganas! Lo que se te hace más largo es el ratito en el que el avión ya está aparcado y no se deciden a abrir la puerta.

      ¿Qué están haciendo durante todo ese tiempo? Si hemos llegado, ¿por qué no abren? Es como si llegaras de vacaciones al apartamento de la playa en Benidorm, aparcaras y dijeras: «Pues ahora me voy a quedar aquí encerrado al sol veinte minutos con las ventanillas subidas antes de bajarme». No tiene sentido.

      Por fin abrieron. Y como había muchos pasajeros japoneses, estaban todos preparados con su equipaje de mano, listos para salir, como un ejército.

      Unos cuantos pasos más y pisaría la tierra japonesa que tantas glorias me había dado. Pero, como vas a leer, en este viaje todo se complicaba.

      Íbamos andando por la pasarela y salió a nuestro encuentro un japonés bajito, con gafas y peinado con raya en medio, con cara de llamarse Vicente. En realidad igual se llamaba Ryuichi Sakamoto, pero para que le cojáis más cariño le vamos a llamar Vicente.

      Vicente tenía una carpeta en la que había escrito un nombre con letras muy gordas: José Fernando Señarís Romay. Claro, no os suena el nombre. A nadie le suena porque todo el mundo le llama Frikidoctor. Creo que en el colegio ya le llamaban así. Teniendo en cuenta las aficiones del doctor, yo pensaba que se lo llevaban detenido por hacer spoilers de alguna serie japonesa, vamos, sería lo normal, ya le han denunciado muchísimas cadenas, pero no.

      A Vicente se le veía apurado y con cara de pena, como un perro sin cola. Tenía que dar una mala noticia, y los japoneses, que son expertos en atención al cliente, que son más serios que el funeral de un ruso, habían cometido un error. Algo inaceptable en su cultura.

      Habían perdido las maletas de Frikidoctor. Le habían dejado sin ningún equipaje, y, de entre todos los empleados del aeropuerto, le había tocado a Vicente lidiar con el asunto. Se veía que era uno de los peores días de su vida. Se nos quedó allí mirando, tragando saliva. No se atrevía a decir nada, como cuando no te atreves a decirle a tu padre que has roto una lámpara del salón de un balonazo. Recoges los trozos e intentas que no se note, pero se nota, porque en ese hueco ya no hay lámpara. No está, no hay lámpara. Se dan cuenta seguro. Porque no hay lámpara. La lámpara la has roto y ya no hay. No tiene arreglo. Tienes seis años y no sabrías ir a comprar una lámpara para que no se notara.

      Y ya por fin, en un inglés regular y con una cara de pena enorme, más triste que un mono con un plátano de plástico, decidió dar la noticia:

      —Disculpe, señor Señarís, pero no ha llegado su equipaje.

      Yo me preguntaba, ¿y cómo lo sabía? ¡Si nos acabábamos de bajar del avión! Frikidoctor puso cara de estar muy enfadado, la peor pesadilla para Vicente, que, al verlo, nos dijo que le siguiéramos y se puso a andar muy rápido, como para escapar de la indignación. En realidad quería que el mal rato se le hiciera lo más corto posible.

      Mientras los demás recogíamos el resto de las cosas, Vicente sacó un catálogo con todo tipo de maletas para que Frikidoctor dijera cuáles eran las más parecidas a las suyas. Al mismo tiempo, una compañera de Vicente, que yo creo que estaba por él porque le miraba con ojos golosos, ayudaba apuntando la dirección de nuestro hotel en Shibuya.

      ¡A MÍ NO SE ME ESCAPAN ESOS DETALLES! SOY COMO UN SABUESO DEL AMOR.

      Estuve a punto de decirle a Vicente que le pidiera salir a su compañera, porque era el típico despistado que no se daba cuenta de esas cosas, no reconocía las señales, pero tampoco quise jugar a ser Dios cambiando así el destino de una persona.

      Parecía que el viaje no podía empezar peor, pero, de repente, sucedió un milagro. Frikidoctor levantó la vista y al fondo de la terminal, al lado de la cinta transportadora y pegadas a la pared, estaban sus maletas.

      ¡Cuando se lo dijo a Vicente no se lo podía creer! Alguien habría sacado las maletas por error, y las había dejado allí, solas, huérfanas de padre. Vicente y Anita, llamémosla así porque ya es casi como de nuestra familia, salieron corriendo felices y contentos y trajeron las maletas de Frikidoctor como dos potrillos trotando por un prado.

      Todos los nervios y la vergüenza por haber dado un mal servicio al cliente dieron paso a una enorme sensación de alivio. Incluso Vicente correspondió a la mirada de Anita con una media sonrisa de Brad Pitt japonés, como diciendo, a esta la tengo en el bote.

      AMOR AMOR,

      ¡QUÉ BONITO!

      Seguro que a estas alturas se han casado ya por el rito sintoísta y tienen un chiquillo: Pedrito. Eso es así porque Vicente, en cuanto coge confianza, aunque no lo parezca, es un tigre.

      Por fin salimos del aeropuerto y había que ir al hotel. Necesitábamos coger un taxi muy grande, también llamado furgoneta, pero eso no iba a ser problema. En Tokio tienen de todo, furgonetas también.

      Yo ya lo sabía porque las había visto en los dibujos animados de Oliver y Benji, y, por cierto, estaba deseando ver un campo de fútbol japonés. En mi cabeza eso tenía que ser más grande que el bolsillo de un payaso, porque los chiquillos se tiraban casi veinte minutos corriendo para ir de portería a portería. Los partidos duraban una semana. Yo no veo eso bien. Una semana sin ir al colegio cada vez que hay partido. Al final, con ese sistema, es complicado que los niños se saquen la selectividad.

      Cuando iba a agarrar la puerta para abrirla, ¡resulta que se abría sola!, y me pasó como cuando vas a dar la mano a alguien, no te ve, y te quedas cuajado sin saber muy bien qué hacer, agarrando el aire, con una sensación de que te falta algo que dura un ratito.

      El taxi japonés no es como el taxi español. El japonés está lleno de tapetes de ganchillo para poner en el cabecero de cada asiento, pero no un tapete cualquiera, a lo loco. Son tapetes blancos de abuela, de esos que ponen en los sofás de sus casas.

      Teniendo en cuenta que Tokio tiene una de las mayores flotas de taxis del mundo, ¿querrá eso decir que los japoneses ponen a trabajar a sus abuelas de sol a sol haciendo tapetes? Yo dejo aquí este tema para por si alguien quiere investigarlo. Ya se lo he mandado a Gloria Serra de Equipo de Investigación, pero por lo que sea dice que no lo ve. ¡Cómo cuenta las cosas Gloria, eh! ¡Cómo pone énfasis, la tía!: ¡Qué ocultannnn! ¿Qué nos escondennnn? ¿Por qué no nos quieren contestarrrr? Seguro que habéis leído esto con la voz de Gloria. Son cosas misteriosas que pasan… ¡Se lo voy a decir a Iker Jiménez!

      Nada más sentarte dentro, te das cuenta de que para ser taxista japonés tienes que ser un genio de la informática. Hay instaladas un montón de máquinas distintas: el GPS, dos móviles, una centralita, un traductor digital y más cosas que ni él sabe para qué las quiere.

      Con un taxi japonés puedes hacer aterrizar una nave espacial. Pero a pesar de tantos trastos, tantos cacharros como tenía, el muy pájaro nos llevó al centro en hora punta por la M-30 de Tokio, y si ya se nos había echo largo el viaje en avión y el incidente de las maletas del aeropuerto, imaginaos un atasco en la capital japonesa.

      Cuando

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