E-Pack Bianca y deseo agosto 2020. Varias Autoras

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para él eran el yate o una litera en unos barracones. Un palacio suntuoso con criados sirviéndole en todo momento era su última opción. La vida de su hermano había sido esa, pero Luca había entrado en las fuerzas especiales de Madlena, donde creía que podía ser más útil a su gente. Nunca había pensado que su separación de Pietro sería tan definitiva, ni que los recuerdos compartidos se verían teñidos por el dolor de saber que le había fallado a su hermano.

      –Pareces triste y enfadado –comentó Samia con el ceño fruncido–. ¿Es culpa mía? ¿He dicho algo que te ha molestado?

      –No estoy triste.

      –Me alegra oírlo. Ser italiano solo puede ser motivo de celebración.

      Él dudaba entre marcharse y poner fin a aquel encuentro, o quedarse y permitir que Samia lo distrajera de los recuerdos de su hermano, que amenazaban con astillarle la mente. Después de que su abuela enviudara y se fuera a vivir su vida, Pietro lo había criado y cuidado, ¿y dónde estaba él cuando su hermano lo necesitaba?

      –Toda esa pasta deliciosa…

      –¿Qué? –preguntó él, con voz dura.

      La intrusión de Samia en su pena lo había sobresaltado. ¿Pasta? De todas las cosas que ella podía haber nombrado de Italia, el arte, la música, la arquitectura y los hermosos paisajes, su mente había ido directa a un plato de comida. Luca resopló y movió la cabeza.

      –Seguro que tienes tanta hambre como yo –insinuó ella.

      –¿Tú tienes hambre?

      –¿Tú qué crees? –bromeó Samia–. Pero no tengo dinero suficiente y es imposible que nos den de comer aquí, aunque pudiera pagarlo. No hay ni una mesa libre.

      Luca no le llevó la contraria, aunque solo tenía que levantar una mano para que les prepararan una mesa en el acto.

      –¿Hamburguesa? –sugirió ella.

      Él siguió su mirada hasta el paseo marítimo, donde había un puesto de hamburguesas a la sombra.

      Un mensaje en el teléfono lo distrajo un momento. Era de uno de sus asesores en Madlena. Le comunicaba que llevarían al yate una de las cajas rojas diseñadas para contener documentos relacionados con asuntos de Estado importantes.

      Contestó al mensaje.

      «Quiero que investiguéis algo más. A una persona. Solo los puntos clave».

      A continuación escribió el nombre de Samia.

      –¿Has terminado? –preguntó ella con una mirada de desaprobación, cuando él se guardó el teléfono en el bolsillo.

      –Mi mundo nunca duerme –contestó él.

      –¡Pobrecito! –exclamó ella. Se volvió hacia la salida.

      –Creía que tenías hambre. ¿No vienes conmigo? –preguntó él.

      Ella se encogió de hombros.

      –No te conozco de nada. Quizá debería largarme –comentó.

      –Solo puedes decidirlo tú. ¿Tienes hambre o no?

      –Sí, pero…

      –Pero ¿qué? –preguntó él, impaciente.

      –Si voy contigo, tienes que aceptar esto.

      Luca miró el billete de diez euros que ella le ponía en la mano.

      –Sé lo que cuestan las cosas en esta ciudad –insistió ella–. Es un lugar genial para enterarte de lo que ocurre, pero no para comer fuera.

      –Tú no eres periodista, ¿verdad?

      Ella se echó a reír.

      –¿Por qué? ¿Tienes algo que ocultar?

      –¿Y tú?

      Ella lo miró de soslayo.

      –Ahora los dos sentimos curiosidad –repuso ella con una sonrisa.

      En los oídos de él resonaron campanadas de alarma. Estaban tan cerca, que captaba sin problemas el olor a flores silvestres de Samia y el calor de su cuerpo.

      –No sé cómo puedes estar tan serio –musitó ella–. A mí me resulta imposible no sonreír en Saint-Tropez.

      «Pero con marcadas ojeras», pensó él.

      –Hace sol y el cielo es azul brillante. ¿Qué puede no gustarte de esto? –preguntó ella.

      –¿Una mujer que no deja de hacer preguntas? –sugirió él.

      Ella rio y se colgó la mochila que había dejado en el suelo. Echaron a andar entre las mesas.

      –Sospecho que para ti navegar no es solo un trabajo –comentó ella.

      Él miró al exterior, donde la bahía de Saint-Tropez brillaba tranquila al sol, como un disco azul brillante con puntos plateados, en el calor tembloroso de la tarde.

      –No –contestó, recordando las largas noches silenciosas en el mar, bajo un cielo azul-negro cuajado de estrellas, y los locos días de viento en que los delfines saltaban delante de la proa–. Navegar para mí no es solo un trabajo.

      –No me extraña que te miren todos –comentó ella cuando llegaron a la salida–. Se mueren de envidia, y yo también. ¡Qué maravilla trabajar a bordo de un yate! ¿El tuyo está aquí? ¿Podemos ir a verlo cuando hayamos comido algo?

      –Está atracado más adentro en el agua.

      –¡Oh! –ella parecía decepcionada–. ¿Cuál es? –se puso la mano en los ojos a modo de visera y siguió la mirada de él–. ¿Es broma? ¿Trabajas en el Black Diamond? Todos en la ciudad hablan de él. ¿No es uno de los yates más grandes que hay en el mar?

      El más grande.

      –Leí un artículo sobre él. Si pudieras conseguirme un trabajo a bordo, sería un sueño hecho realidad.

      –Puedo intentarlo –contestó él.

      No era mala idea. Una distracción como ella era justo lo que necesitaba antes de volver a su casa a cumplir con su deber.

      –Estoy impresionada –admitió ella–. Todos los demás son inmaculadamente blancos y tú navegas en el invento del diablo.

      –Es negro –asintió él.

      –Y gigantesco.

      –Más grande de lo normal –musitó Luca con sequedad.

      –Me alegro de que no trabajes en uno de esos edificios flotantes de cinco pisos. Encajas perfectamente en el negro. Tienes pinta de pirata. Solo te faltan un pendiente de aro y un loro en el hombro.

      «Empieza el juego»,

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