Lado a lado. Edward T. Welch
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“Dios, tú no tienes corazón”. Él era silencioso y temeroso de Dios. Algunos lo consideraban tímido. Rara vez los vecinos lo escuchaban hablar, aun así dirían que era un buen vecino.
Cuando fue expulsado de su hogar y reubicado en un gueto Húngaro, él era la misma vieja persona, como si nada hubiera cambiado. Pero cuando fue llevado en un camión que era demasiado pequeño para la docena de personas que llevaba, cuando el viaje iba en su segundo y después tercer día sin agua, cuando los guardias abrían las puertas cada pocas horas y al azar golpeaban con las culatas de sus rifles las débiles cabezas, y cuando morían personas a su alrededor, su corazón finalmente respondió.
Sus circunstancias dominaban la batalla interna.
“Dios todo poderoso, ¿por qué nos has hecho esto a nosotros? ¿No tienes corazón, no tienes sentimientos? ¿No tienes ojos para ver? ¿No tienes oídos para escucharnos? Eres malvado, Oh Señor, tan malvado como el hombre.”4
Ese fue el final de su conversación. Él acuso a Dios y sintió que no había nada más que decir. En lugar de pedir prestadas las palabras de los salmos de David, el respondió con su propio anti-salmo, y se aferraba a ello.
Aquí hay una mejor alternativa:
“Nada ha cambiado”. Un padre de cuatro hijos, de cincuenta y cuatro años de edad, tenía una larga historia de caminar con Jesús. Una de sus rutinas era leer un salmo cada día, y el Salmo 22 era uno de sus favoritos. Debido a que él había hecho esto por décadas, estaba acostumbrado a hablar honestamente con el Señor en cualquier circunstancia, y él, también, podía resumir sus reacciones en unas pocas palabras.
Durante un examen de rutina, su doctor notó una lesión muy irregular en su hombro, a la cual efectuó una biopsia y envió a un laboratorio de patología para hacer algunas pruebas. El resultado estaría listo en diez días. El doctor estaba claramente preocupado y sugirió que el paciente regresara a la oficina para tratar los resultados y considerar cuáles tratamientos pudieran ser de ayuda.
Diez días después acudió al médico acompañado de su esposa. El doctor fue directo al grano.
“Tengo malas noticias. La lesión es cancerosa”.
“¿Qué quiere decir esto? ¿Cuál es el tratamiento y pronostico?”
“Es un melanoma maligno—uno de los cánceres más agresivos. En este momento, los únicos tratamientos que tenemos son
experimentales y no han mostrado gran éxito”.
“¿Y el pronóstico?”
“Lo siento mucho. Por lo general la esperanza de vida es de entre nueve y doce meses”.
Agradeció al médico por ser claro, directo e intentar ayudar.
Agendaron una cita de seguimiento para hablar sobre los tratamientos experimentales. Él y su esposa dejaron la oficina y lloraron juntos.
Sus primeras palabras fueron, “Nada ha cambiado”.
A la vista de las peores circunstancias posibles para él y su familia, él dijo, “Nada ha cambiado”. Su corazón y su claro conocimiento de Jesús tomaron el control de la conversación interna y esencialmente dijeron esto: “Si tú crees que las noticias de mi muerte van a cambiar mi confianza en el amor de Dios hacia mí, no lo harán. Su Hijo dio Su vida por mí. ¿Por qué pensaría que Él me ama menos ahora? Él me amaba ayer cuando todo parecía ir bien. Nada ha cambiado—Él me ama también hoy”.
Esa fue la palabra final. Había tanto que hacer y habría muchas lágrimas adelante. En efecto, pidió oración de su familia y amigos—por fe, por esperanza, por amor—pero jamás reconsideró esa conversación inicial, aun cuando murió, rodeado por su familia un año más tarde.
Aquí está el mejor ejemplo: “¿Por qué me has desamparado?”. Jesús ha ido delante de nosotros y nos muestra cómo responder a las dificultades— cómo tener la conversación del corazón con Dios. Así es como Jesús respondió a Su sufrimiento:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?
Dios mío, clamo de día, y no respondes;
Y de noche, y no hay para mí reposo (Salmo 22:1–2).
Llantos honestos, abiertos al Padre—esa fue su forma de responder a las dificultades. Comienza con preguntas. ¿Por qué está sucediendo esto? ¿Por qué estás tan lejos? ¿Por qué no respondes?
Las palabras de Jesús, en medio de su desesperación, parecen impactantes, sin embargo, Él autoriza el uso de estas mismas palabras en nuestras dificultades. Lo que es especialmente importante es que no se está quejando o desafiando a Dios. No, Él está clamando y dirigiendo Sus palabras al Dios que hace promesas y cumple promesas; quien realmente escucha. Hacer esto es más difícil de lo que parece, dada nuestra tendencia de interiorizar nuestro dolor.
Ya que no tiene sentido que Su Padre estuviera en silencio y distante, Él continúa:
Pero tú eres santo,
Tú que habitas entre las alabanzas de Israel.
En ti esperaron nuestros padres;
Esperaron, y tú los libraste.
Clamaron a ti, y fueron librados;
Confiaron en ti, y no fueron avergonzados (v. 3–5).
Su clamor al Padre va en muchas direcciones. Él alaba al Padre y habla de tiempos de desesperación en el pasado de Israel, cuando Dios los rescató y los liberó. Jesús lucha las batallas espirituales siempre dirigiendo la conversación hacia las fiables y comprobadas palabras y a los actos de Su Padre. No hay caos aquí—la voz del Padre tiene autoridad clara sobre todas las otras.
Pero tú eres el que me sacó del vientre;
El que me hizo estar confiado desde que estaba a los pechos de mi madre.
Sobre ti fui echado desde antes de nacer;
Desde el vientre de mi madre, tú eres mi Dios. (v. 9–10)
Así, en medio de Sus terribles circunstancias, clama a Aquel quien escucha y actúa:
Mas tú, Jehová, no te alejes;
Fortaleza mía, apresúrate a socorrerme…
Sálvame de la boca del león (v. 19–21).
Y la conversación continúa, progresa de peticiones de ayuda a declaraciones de liberación. Estas declaraciones alcanzan su cenit cuando Jesús une el pasado, presente y futuro, incluso desde la cruz, y termina su petición con estas palabras: “Sálvame de la boca del león” (v. 21).
Por tanto, Jesús hace pública Su alabanza y considera las certezas del futuro:
Anunciaré tu nombre a mis hermanos;
En medio de la congregación te alabaré.