Un amor robado. Dani Wade
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Su padre sonrió.
–No –sacó una foto de la carpeta–. ¿Has oído hablar del diamante Belarus?
–No –las joyas no le interesaban.
–Es un diamante azul de dos quilates que un príncipe ruso regaló a nuestra familia antes de que se instalara en Luisiana, después de haberse marchado de Francia. Cuando era joven y alocado, hice con él un anillo de compromiso para una mujer que no se merecía nada tan especial.
Era la primera noticia que tenía Blake de aquel asunto. Estudió la fotografía de la joya.
–¿Estuviste prometido antes de casarte con mi madre?
–Con la hija de una importante familia de Luisiana, ya casi extinguida, Jacqueline Landry. El compromiso duró menos de un año.
–¿Te dejó plantado?
Si no hubiera sido así, Armand habría tomado medidas para recuperar lo que era suyo.
Su padre lo miró como si se sintiera ofendido por la pregunta.
–Ella tomó la estúpida decisión de marcharse y llevarse el anillo. Ese diamante pertenece a nuestra familia. Es mío.
No se trataba de una joya que Armand pudiera dejar en herencia a sus hijos, sino de otra cosa. ¿Dinero?, ¿orgullo? ¿Después de tantos años? Seguramente no.
–Pues no deberías habérselo regalado.
–Le mandé varias cartas exigiéndole que me lo devolviera, pero me las devolvieron sin abrir.
–A pesar de mi limitada experiencia en la ruptura de compromisos, ella estaba en su derecho.
–¡Maldita sea, no es momento de sarcasmos! Quiero ese anillo y lo tendré. Y me lo vas a conseguir.
–¿Cómo? Ni siquiera sabes si la hija de Jacqueline lo tiene.
–No hay registro de que se haya hallado ni vendido, lo que implica que sigue en posesión de la familia. Tienes que buscar a esa mujer y hacer que te lo devuelva.
–¿Esperas que la convenza para que me devuelva un diamante que era de su madre?
–Hallarás el modo de conseguirlo. Estoy seguro de que un hombre como tú, que ha seducido y abandonado a muchas mujeres a lo largo de los años, no tendrá problemas para cumplir esa misión. Podrás emplear las escasas habilidades que has cultivado en tu vida.
Blake tuvo que reconocer que esas palabras le dolían, a pesar de que procedieran de su padre, incapaz de decir nada bueno de él. Claro que las otras habilidades que había desarrollado las tenía ocultas bajo la fachada de su vida despreocupada.
–Esas mujeres sabían dónde se metían.
–Esta no lo sabrá. Y te prohíbo que se lo expliques… hasta después, claro. Si quieres contarle que le has robado un anillo para salvar a tu hermana es asunto tuyo.
Armand le entregó la carpeta con la seguridad de alguien que se saldría con la suya.
–Léelo y dime algo.
–No puedo hacerlo.
–Y hay otra condición –dijo su padre como si no lo hubiera oído–. Hasta que hayas acabado, solo podrás ver de vez en cuando a Abigail. Después será toda tuya. Firmaré lo que sea necesario para que ya no dependa de mí y podrás darle la educación que te parezca.
A Blake le subió la bilis a la garganta. No estaba seguro de lo que esperaba al volver a entrar en aquella casa, pero nada de lo dicho en aquella conversación estaba dentro de lo previsto. ¿Qué iba a hacer él, que se había pasado la vida evitando deliberadamente esa clase de responsabilidad, para educar a un niña epiléptica?
Como si le adivinara el pensamiento, su padre sonrió.
–¿Estás seguro de que un playboy como tú estará a la altura?
–¿Estás dormida?
Madison Landry se despertó sobresaltada. Le avergonzaba que su jefa en la Maison de Jardin la hubiera pillado durmiendo.
–Lo siento –tartamudeo–. Últimamente no duermo bien.
–No pasa nada –dijo Trinity Hyatt sonriendo–. Sobre todo porque es tu día libre. ¿Cómo es que estás aquí?
Madison trató de evadirse con una débil justificación.
–Siempre hay mucho que hacer.
Y era cierto.
La organización benéfica, que daba refugio y educación a mujeres y niños maltratados, era un caos controlado. Cuando no había que hacer la colada, había que rellenar solicitudes de trabajo, organizar una recaudación de fondos o cualquier otra cosa.
Madison no iba a reconocer que había ido allí para distraerse, no porque hubiera trabajo.
No quería hablar de sus noches en blanco. Recordaba los últimos y dolorosos días de su padre. Soñaba que lo oía intentando respirar, enfermo de neumonía. Sentía una enorme gratitud hacia el médico que había accedido a visitarlo en casa, después de su negativa a ir al hospital.
De todos modos, la expresión de comprensión de Trinity le indicó que probablemente ya lo sabía. Y su jefa no evitaba hablar claro.
–Siento que sufras insomnio. Me pasó lo mismo cuando mi madre murió. No conseguía que el cerebro se me desconectara.
–Es un problema. Además, es difícil volver a dormir bien después de tanto tiempo sin poder hacerlo.
–¿Cuántos años cuidaste a tu padre? –preguntó Trinity mientras recorría la habitación con la vista.
A fin de cuentas, había sido su despacho. Lo había dejado para ocuparse de Hyatt Heights, la empresa de su difunto esposo, quien, junto a sus padres, había fundado la Maison de Jardin en Nueva Orleans. Pero, al hacerse cargo de la empresa, Trinity ya no tenía tiempo para dirigir la organización benéfica, sobre todo después de que los familiares de su esposo la hubieran demandado para quedarse con su herencia.
Y Madison estaba en el lugar adecuado, en el momento justo. Conocía a Trinity desde que era adolescente, ya que iba a ayudarla siempre que podía. Por desgracia, la enfermedad de su padre se lo impedía a veces. Pero cuando Trinity dejó la Maison, confió a Madison la tarea de dirigirla, a pesar de su edad, porque sabía que tenía una gran experiencia de la vida.
Trinity volvió a mirar a Madison.
–Diez años. Pero solo tuvo problemas de sueño y movilidad los cinco últimos.
–Madison –dijo Trinity con una voz tan suave que la tranquilizó, a pesar de que odiaba hablar de aquello–, te das cuenta de que es totalmente normal que no estés bien, ¿verdad?
La esclerosis múltiple era una enfermedad