El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla. Margaret Way
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Carol se encogió de hombros.
–No sé por qué, pero es lo que creo. He visto a la novia de Steven Prescott. Sexy y poco inteligente. Puede que a él le lleve tiempo reconocerlo, pero me han dicho que no es tonto.
–La típica crisis de la mediana edad –declaró Damon–. A los hombres no les gusta hacerse mayores.
–¿Engañarías tú a tu mujer, Damon?
Damon la miró unos segundos antes de responder:
–Primero, tengo que casarme, Carol. Pero me gusta pensar que soy un hombre que respetaría a su mujer y no la engañaría.
–¿Y todavía no has encontrado a una mujer con la que quieras pasar tu vida?
¿Era su imaginación o se había creado cierta tensión en el ambiente?
–¿Te gustaría saber que quizá la haya encontrado? –los oscuros ojos de Damon inescrutables.
–Espero que no sea Amber Coleman.
–Carol, por favor… –había un brillo burlón en la mirada de él.
–Perdona, no debería haber dicho eso –Carol se mordió el labio inferior.
–Amber y yo somos amigos. Y, en cualquier caso, no tengo prisa por casarme.
–Pero ella sí.
Damon caminó hacia la puerta. Sí, un hombre absolutamente guapo.
–Tengo que irme. Lo he pasado muy bien, Carol. Espero que tú también.
Ella le siguió.
–Sabes que sí. Muchas gracias, Damon.
–Ha sido un placer –Damon bajó la cabeza y la besó en la mejilla–. Buenas noches. Te llamaré cuando acabe de examinar los papeles de tu abuelo. Lew Hoffman, un hombre en quien tu abuelo tenía absoluta confianza quiere conocerte. Como sabes, es el nuevo presidente y el director ejecutivo. Cuando cumplas los veintiún años, tendrás que asumir tus responsabilidades en las reuniones. Marion Ellory está encargándose de la fundación dedicada a las artes. También tendrás que conocerla, pero no hay prisa.
–Tengo mucho que aprender.
–Por suerte, eres inteligente, estás informada y cuentas con un buen olfato. Yo diría que es bastante.
El halago la enorgulleció.
–Quiero emplear bien la fortuna Chancellor, Damon. Quiero ayudar a la gente. Quiero continuar el trabajo de mi abuelo.
Damon notó la seriedad de la expresión de Carol.
–No veo problema.
–No quiero cruzarme de brazos y llevar una vida sin sentido –le dijo ella–. No quiero ser como mi madre, que vive para las fiestas, las funciones sociales y todas esas cosas.
–Tú también vas a tener que ir a fiestas, Carol. No podrías evitarlas ni tampoco podrás llevar una vida normal. Eres joven, hermosa, inteligente y muy rica. Algunos dirían que lo tienes todo.
–Pero yo no –declaró Carol con sinceridad–. Me gustaría llevar una vida normal. Desgraciadamente, el dinero cambia a la gente. Y luego está mi familia. Tú, que los conoces, sabes cómo me trataron. Dios sabe cómo me tratarán a partir de ahora. Troy me ha dejado mensajes, pero no le he contestado.
–¿Qué es lo que quiere? –preguntó Damon súbitamente alertado.
–No sé. No quiero saber nada de él. Me horrorizó la forma en que quiso coquetear conmigo. ¡Somos primos carnales!
–Si te causa problemas, llámame.
–Creo que podré arreglármelas con él, Damon, tú estás muy ocupado. Confía en mí igual que yo confío en ti. Es importante para mí.
Involuntariamente, Damon clavó los ojos en la boca de ella. Al cabo de unos segundos, desvió la mirada.
–Para mí también, Carol. Me alegro de lo que has dicho. Pero no lo olvides, si tienes algún problema, alguna duda, temores… Llámame para lo que sea, da igual la hora.
–¿Y si es en mitad de la noche?
–Da igual, llámame de todos modos –contestó Damon.
Capítulo 4
SEGÚN se acercaba la Navidad, Carol tenía más y más cosas que hacer. Mantuvo prolongadas conversaciones con los consejeros de las empresas de su abuelo alrededor de la mesa de la sala de conferencias, tomando café, bocadillos y pastas. Lo mismo que se había esforzado con los exámenes se esforzaba ahora por comprender el entramado y funcionamiento de Chancellor Group.
Damon, con el fin de aliviar la presión a la que estaba sometida, le sugirió acompañarle al gimnasio al que él iba. El propietario, un antiguo boxeador de pesos pesados, Bill Keegan, era amigo suyo. Él cuidaría de ella.
–Es un tipo estupendo.
–Sí, he oído hablar de él –dijo Carol. Jeff era un forofo del boxeo–. No esperarás que me ponga a boxear, ¿verdad?
–Creo que todas las mujeres deberían hacer cursos de defensa personal, Carol –respondió Damon con absoluta seriedad.
Carol, que estaba en el ojo de los medios de comunicación, podía ser víctima de cualquier loco. Cierto que tenía guardaespaldas, ya se había encargado él de eso, pero a Carol le gustaba sentirse libre, era joven y podía arriesgarse. Ya lo había hecho, según le habían dicho, lo que no le había tomado por sorpresa.
Carol, a regañadientes, aceptó ir con él a conocer a Bill Keegan, que la recibió con una amplia sonrisa.
–No se ría de mí –le dijo ella cuando Bill la miró de arriba abajo frunciendo el ceño.
–Ni se me ocurriría. Escuche, señorita Chancellor…
–Tuteémonos. Mi nombre es Carol.
–Esta bien, Carol. Voy a ayudarte –respondió Bill–. Voy a enseñarte incluso a tirar al suelo a un hombre, cosa que no es tan difícil. Aquí tienes a Damon, por ejemplo, que es un boxeador estupendo y a quien nadie le ha roto la nariz todavía. Empezaremos con movimientos fáciles; después, según vayas progresando, cosas más difíciles. Eres menuda, pero eso no significa que no puedas ser una peligrosa contrincante.
Bill hizo una pausa y sonrió antes de continuar.
–Hace poco vino a verme una mujer también menuda, como tú. Su marido le pegaba. Al final, decidió aprender a devolverle los palos. Acabaron separándose, de lo