Mariposas de invierno. Julià Guillamon
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Si lo vieras detenido sobre una hoja no lo reconocerías: completamente gris, con unas aguas negras en las alas, la trompa y los cuernos escondidos. Peludo: sin aquella consistencia de caracol volador que encanta a los niños. Como el travesti deslumbrante de aquel cuento de Terenci Moix, que sorprenden en el lavabo, calvo y sin peluca. «¿Recuerdas el año que tuvimos en el pasillo, durante todo el invierno, aquella Catocala conversa?», le digo a Cris, que está frente a la mesa, en su silla de ruedas. Es una mariposa que se parece un poco al abejorro: un triángulo gris que, al abrir las alas, se ensancha y deja ver una combinación anaranjada. Pasábamos poco tiempo en el piso de Arbúcies. De lunes a viernes estábamos en Barcelona. Los sábados y los domingos los pasábamos en el bosque. Cuando parábamos en casa, trasteábamos en la cocina, cenábamos o escuchábamos música en el comedor, o nos encerrábamos en las habitaciones a leer y a escribir. Nos acostábamos temprano. Los insectos entraban por las ventanas y rondaban por el piso. Cuando descubrí la Catocala conversa, en la pared, cerca del techo, la toqué con la punta del dedo para saber si estaba viva. Inició un movimiento de rotación y se detuvo en seguida. Una mañana, cuando empezaba el buen tiempo, desapareció. A la hora de volver a Barcelona, la noche del domingo, abrí la ventana Gravent de la cocina, como hacía siempre que quedaban insectos por casa, para que siguiera la corriente de aire y saliera volando.
El zapatero Plein Ciel
«¡Qué fuerte, todavía no habían construido los pisos de la Rectoría!». Mis tíos, que filmaron la película de Super-8, hace tiempo que dejaron de venir regularmente a Arbúcies: no saben cuáles son los pisos de la Rectoría. «¡Y se ve la antigua serradora de Can Torrent!». Más adelante, cuando dejó de funcionar, en el portón clavaban con chinchetas los carteles de la Orquesta Maravella. Eran unas chinchetas plastificadas, cada vez de un color diferente. En los grandes plátanos de la subida hacia la ermita de la Piedad, junto al campo de fútbol, también colgaban carteles de la fiesta mayor con chinchetas de esas. Las arrancaba con una moneda y llegué a tener un montón. Eran unos colores preciosos, verde pálido o naranja claro, como los de las carrocerías de los coches franceses de la época, que conocíamos a través de las miniaturas Norev que mis tíos nos traían de Andorra. Una prima de mi madre, que se llamaba Maria Dolors, se había casado con un murciano muy simpático que hablaba un catalán plagado de palabras francesas. Pasaban una tarde a vernos al hostal: venían de Toulouse para pasar unos días en Viladrau, el pueblo de sus padres. Cada verano llevaban un coche distinto: un Simca Aronde Plein Ciel, un Citroën 6-8, un Peugeot 404. En casa decían que eran de segunda mano y que los cambiaban cada año para impresionarnos. Leí que, en los años sesenta, la artista Paule Marrot escribió una carta al presidente de la Renault en la que criticaba los colores de sus coches. A raíz de esa carta la contrataron para definir la gama de colores de la carrocería y del interior del modelo Dauphine.
La carretera nueva aún no existía. Can Torrent tenía un gran jardín y, al fondo, la serradora. El huerto de la Rectoría ocupaba media manzana. «Asunción vendió una franja de huerto que tenía, sin la cual no se podía abrir la carretera nueva», decía mi madre, que muy de tarde en tarde tenía la manía de los reproches y que siempre decía Asunsión. «¡El partido que le sacó a aquel bancal!». La calle quedaba cortada en ca la Conxa, una perfumería con unos grandes escaparates y unos escalones donde nos sentábamos los niños a ver pasar la gente que subía por la calle del Vern. El marido de Conxa tenía un Citroën «Pato» negro, con cromados brillantes, y a veces lo sacaba del garaje para airearlo y presumir un poco.
Yo recordaba unas matas de Dondiego de noche y unas piedras redondas, de río, que marcaban el límite del huerto: levantabas las piedras y surgían unas decenas de zapateros (Pyrrhocoris apterus). Parecían zulús. Tenían forma de escudo, aquellos escudos largos, que cubren hasta las rodillas, un poco ovalados, con dos triángulos y dos círculos pintados. El fondo es rojo y los dibujos, negros. Detrás del escudo, que parece una máscara gigante, la cabeza y las patas. Centenares de insectos, guerreros fervorosos que te subían por las manos y se lanzaban de cabeza al vacío. Seguramente el párroco ya había vendido el terreno, quizás era el último verano del huerto de la Rectoría.
Después vino el año de las cabañas. Todas las noches, los chicos nos citábamos en el descampado y construíamos una cabaña con maderas y cartones. El padre de uno de los chavales trabajaba en las carrocerías y trajo unos recortes de plexiglás. «Es un vidrio que quema», nos explicábamos admirados unos a otros. Lo utilizábamos para iluminar el interior de la cabaña: un trozo de plexiglás atado con un alambre. A punto de excavar los fundamentos en el solar, vino el verano de las hogueras (me escapaba porque mi madre sufría por mí, encerrada siempre en el hostal, y me tenía prohibido acercarme al fuego), y después ya edificaron los pisos.
Las mariposas de las flores secas
«¿Qué estamos haciendo aquí?». Cris preside la mesa. Pau y yo estamos sentados uno a cada lado. «¡Es agosto!», dice, como si nos leyera el pensamiento. Y empieza a llorar desconsoladamente: con los ojos cerrados y un rictus en la boca, parece la máscara de la tragedia. A estas horas estaríamos comiendo en el apartamento, yo subiría al monte Tifell, en Llançà, nos encontraríamos al cabo de un par de horas en la playa, sería el primer fin de semana de las vacaciones. «Cris —le digo—, nos estamos curando». Al día siguiente Pau se quedará a hacerle compañía y yo subiré al Matagalls, una de las cimas más altas del Montseny. Hace dos años que no voy. ¿Cómo podíamos pensar que después del verano no íbamos a regresar? Volvíamos de la playa y empezaba la temporada de las setas; cuando llegaba el frío empezábamos las excursiones largas. De buena mañana llego al Figaró, en el tren-escoba que devuelve a casa a los que cierran las discotecas. Salgo de la estación, me pierdo, mal orientado por los carteles que marcan los senderos de Largo Recorrido. Entro en una gasolinera de la Repsol y el mozo me dice que el único camino para llegar al castillo es una pista asfaltada. «Por la pista, no». Pero luego sigo su trazado: curvas y más curvas hasta llegar al pie del castillo del Tagamanent.
Un año, con mi amigo Albert, dejamos el coche en Collformic y recorrimos a pie todo el Pla de la Calma. Llegamos hasta el caserío de Bellver, que ahora es restaurante; nos perseguía una gran tormenta. Encontramos a un viejo, un pastor que tiempo atrás debió sufrir un ataque de apoplejía. En la Diputación de Barcelona le permitían vivir en la casa como guarda del parque. Le pedimos que nos dejara cobijarnos en la casa. Nos dijo cinco o seis veces que no, pero no hicimos el mínimo movimiento que indicara que íbamos a salir a la intemperie y nos quedamos en aquella habitación oscura, sin decir nada, una hora o más, hasta que amainó la tormenta.
Había olvidado que los tallos de las zarzas reptan y que las puntas tiernas de sus ramas invaden el camino. Había olvidado que existía el orégano. Cada año me sabía mal marcharnos de Arbúcies, en la montaña, a Llançà, en la costa, en el momento en que florecía el orégano, porque en Llançà no hay. Cuando regresábamos a Arbúcies, en el mes de octubre, solo encontraba flores quemadas. En una flor de cardo, de un violeta fluorescente, encuentro dos gitanillas (Zygaena filipendulae). Negras, con un reflejo azulado y unos topos rojos, como zapatos de flamenco. En otra flor de cardo, dos gitanillas más, acopladas. En el camino de vuelta me fijaré a ver si aún están. Todo el día copulando en un cardo seco. Pero por la tarde el cielo está cubierto, las nubes se despliegan con ronquidos intestinales. Las mariposas, los coleópteros y los abejorros han desaparecido de las flores.
«¿Qué has visto?», me preguntaba Pau cuando era pequeño y yo volvía sudoroso y contento de rodar solo por la montaña. «Una empusa, un vuelo de perdices, un zorro que llevaba en la boca una comadreja. Una pareja de comadrejas