Mariposas de invierno. Julià Guillamon

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Mariposas de invierno - Julià Guillamon страница 6

Автор:
Серия:
Издательство:
Mariposas de invierno - Julià Guillamon

Скачать книгу

escribió en un dibujo: era muy pequeño, no iba todavía al colegio. «¿Sabes lo que he visto? —le digo a Cris cuando llego a Barcelona—. Zygaenas. Y aquella planta que crece pegada al suelo, tiene las hojas rizadas y una gran flor seca en el centro; los campesinos las clavaban en las puertas de sus casas». Hacía meses que la habían cortado y todavía se abría y cerraba, si el tiempo era húmedo o seco. «¿Cómo se llamaba?». «Una carlina». «Exacto: yo soy tu carlina».

      Las hormigas aladas

      Antes de que existiera Kill Bill estaba Will-Kill: una empresa de control de plagas de la calle Luchana, en Poblenou, junto a la casa de mis padres. Tenían una oficina en una planta baja, con una puerta de cristal glaseado con el nombre en letras rojas. Disponían de un utilitario, con las ventanas de atrás cubiertas y encima, otra vez, el nombre: Will-Kill. Cuando vi en el cine Naked Lunch, de David Cronenberg, basada en la novela de William Burroughs, me imaginaba al personaje del exterminador de plagas que roba el insecticida (su mujer se lo inyecta para drogarse) como un empleado de aquella empresa misteriosa. Años después, ya no vivía en el barrio, encontré de nuevo la oficina de cristales glaseados de Will-Kill y un coche con la ventana cegada en Horta, junto al Pavelló de la República, donde iba a investigar.

      «No la cojas, que está llena de piojos», me decía mi madre cuando una golondrina caía del nido y la encontrábamos en medio de la calle. «No toques esa porquería con las manos». «Vas a coger una tisis galopante». La tisis galopante era el summum de la enfermedad. Si sudabas mucho, si bebías agua helada, si dormías con el culo al aire. Inmediatamente después venía la intoxicación con mistos Garibaldi: nosotros les llamábamos rascaparets (‘rascaparedes’). El hijo de unos clientes del hostal, que tenían puestos en el mercado, murió envenenado por estos mistos. Eran unos petardos muy simples: una tira de papel basto con unas uñas de fósforo. Unos niños, por San Juan, se los refregaron por los brazos: querían ser fosforescentes. Para que se pegaran mejor, uno de ellos lo remojó con la lengua. El fósforo blanco le destruyó el hígado. Lo he leído en una carta al director de La Vanguardia, del 25 de junio de 1968: no sé si debía ser el hijo de nuestros clientes, porque no aparece el nombre. La noticia de la muerte no se llegó a publicar nunca. Prohibieron los mistos Garibaldi, pero cuando yo era chico todavía vendían tiras de papel con pequeñas uñas de petardo: mi madre me los dejaba comprar, pero siempre me contaba la historia del niño que se había muerto. El rascaparets ha sido el único petardo que de verdad me ha gustado.

      Las hermanas del chico jugaban con nosotros en la ca­­lle, por la noche. La pequeña, Mireia, empezaba una historia de miedo que le hacía mucha gracia: «Era una vez un Drácula… y bla, bla, bla». El hijo de la peluquera, Pepe Gallo, explicaba un caso que hace poco he recordado. Era un chico de pueblo, que cumplía su servicio militar. La perspectiva de entrar en el Ejército, a los diecinueve o veinte años, nos tenía aterrorizados. Cada año, en el mes de julio, se celebraba la Fiesta de los Quintos, en la que se recogía dinero para pagar el viaje hasta las casernas lejanas. Es el primer día: los quintos están en el patio, en formación. El teniente grita: «El ocho». Nadie responde. Vuelve a gritar, autoritariamente, una y otra vez: «¡El ocho!». En la fila, firmes, el chico piensa: «Pobre el que tingui l’otxo. Jo rai, que tinc el vuit!» (‘Pobre el que tenga el ocho, a mi plín, que tengo el vuit’ —vuit en catalán es ocho—). Yo digo una tontería que he aprendido en casa —«Pepeta, el cor em peta!». «Tant si et peta com si no et peta em dic Carmeta!» (‘Pepita me peta el corazón. Te pete o no te pete, me llamo Carmeta y no Pepeta’)— que ahora comprendo que debía ser el fragmento de un vodevil de Josep Santpere que mi abuelo vio en el Paralelo, con una visión cáustica del amor masculino. De pronto todos los niños se levantan del poyo y corren bajo la farola de Can Son. Han visto una nube de hormigas aladas, que caminan por la pared y vuelan en torno a la luz. Yo intento colocarme junto a la chica que más me gusta, que se llama Merche. En la terraza del hostal, el padre del niño muerto apura el café y la copa de coñac. Ve a los niños acelerados con las hormigas y dice con voz de bajo: «Mañana lloverá».

      La mariposa del rayo de sol

      Han abierto el kiosco: la plancha de madera que tapaba la ventana sirve ahora de mostrador. Los hombres toman carajillos y los niños, Coca-Cola. Sirven café de un termo, conservan las bebidas en un cubo con hielo. Por los altavoces se oye carraspear una música. Han cubierto con tierra los regueros que se forman cuando llueve. Ayer estuvimos corriendo por el campo en bici y aún estaban. Mañana, si vamos a tirar unos chuts, nos dará impresión ver las rayas de cal medio borradas, como si también nosotros fuéramos futbolistas. En las porterías donde acostumbramos a jugar han puesto redes, hechas con cuerdas finas y resistentes. La gente se distribuye en torno a la barandilla de hierro. El equipo del pueblo viste como el Athletic de Bilbao: camiseta a rayas blancas y rojas, pantalón negro, calcetines a rayas. El escudo está cosido un poco bajo, entre el pezón y el ombligo. El portero va de negro, con dos rayas que se cruzan en punta sobre el pecho, y lleva rodilleras de fieltro. El otro equipo viste azul y grana como el Barça. Cuando se tiran al suelo para interceptar la pelota, los jugadores levantan una nube de polvo. El extremo izquierdo es bajito, tiene la cara con líneas de expresión muy marcadas y luce un ligero tupé. Durante la semana trabaja de camarero en Can Torres. La gente le grita por el nombre y anima: «¡Cedeá, Cedeá!». El nombre oficial es Club Deportivo Arbucias.

      Un chut lejano golpea en uno de los ángulos de la capilla de la Piedad: el balón rebota y sale disparado. Un tiro, esta vez cercano: el portero sale con poca decisión y la pelota entra llorando. Cambian el número del Visitante en el cartel patrocinado por Coca-Cola. Sacamos de centro, el balón se acerca al área, un defensa pega un pepinazo y, como este año ya no está el edificio de los Colegios Nacionales, la pelota pasa por encima de la cerca, va a parar a la pista que rodea el campo y baja rodando hasta el río.

      Un chaval sale a buscar la pelota. Atención a esas ortigas. Las hojas de color oscuro, serradas, el tronco cubierto de pelillos blancos, que son los que escuecen: si tocas solo la hoja no pasa nada. Más abajo, el río Chico se encuentra con la riera de Arbúcies, bajan a la tornería Casadesús y siguen hacia los grandes caseríos. La plataforma con el campo de fútbol tapa el camino y crea una umbría perfecta. Con plátanos que, como sucede siempre con los árboles que crecen en terrenos escalonados, parece que se estiren para no quedar disminuidos, y ponen la copa a la altura del suelo más alto. En el tramo de riera detrás de Can Ros —que es una casa más señora que las otras, que mira a la puerta de la capilla—, se esconde un pequeño acueducto. Los arcos están cubiertos de matas de helecho rojo, frondosas y elegantes. El helecho rojo crece siempre sobre superficies verticales; cuando intentas traspasarlo a un tiesto, echa en falta el desequilibrio y empieza a perder foliolos.

      Bajo los plátanos apenas entra el sol. En un recodo hay un banco verde, moteado de musgo. A su lado, desde hace años, se oxida una lata de aceite lubrificante. Al pie de los plátanos crecen ortigas, zarzas, una pequeña palmera: todo atado por matas de madreselva y nueza negra. Espera un momento: en una hoja de ortiga, a la que llega un rayo de sol que se ha filtrado entre las hojas, una mariposa (Limenitis reducta) despliega las alas para absorber el calor. Es pequeña y negra, con una raya blanca terminada en punta, como la camiseta del portero del cda. Se oye gritar a la gente —«¡Gol!»—. Después, vuelve a arrancar la megafonía: descanso.

      La mosca del casco de cerveza

      Antonieta la del Brasil está de visita, pero como mi abuela y mi madre andan atareadas en la cocina, va dando vueltas, ociosa, por el hostal. Ha venido a buscarme al patio, donde juego con las botellas y se sienta, como yo, en un cajón de bebidas. En los años cincuenta era vecina de mis abuelos en el barrio de Gràcia de Barcelona, con su marido y el niño, Paquito. El marido debía haber muerto recientemente porque Antonieta viste de negro de la cabeza a los pies: blusa negra, falda negra y el pelo muy negro, teñido. Cuando estuvimos en Río con Cris, muchos años después, nos llamó la atención que las mañanas que la temperatura bajaba de los veinticinco grados las mujeres

Скачать книгу