Cómo ser feliz a martillazos. Iñaki Domínguez
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Dicho esto, este libro no es realmente un libro de autoayuda sino más bien, como reza el subtítulo, un manual de antiayuda. Para empezar, hay que tener muy claro que no necesitamos ayuda, que lo necesario es sincronizar nuestros intereses con los del devenir objetivo (externo) y sentir, así, un flujo de energía revitalizador que, en el fondo, somos nosotros mismos, y que es antagónico al mundo fijo y elaborado de las ideas. No se trataría de adaptarse al mundo exterior, sino de crear una sintonía entre nuestra vocación y las dinámicas del mundo, encontrar ese elusivo punto de enlace entre el sujeto y el objeto, entre universo interior y exterior, que solo la acción puede proporcionar.
Mi libro es un manual de antiayuda también en otro sentido. Los libros de autoayuda muchas veces nos dicen lo que queremos oír y es, precisamente, a través de la adulación que nos vemos debilitados, puesto que no afrontamos nuestras carencias. Uno no crece al alimentar sus propias ficciones sino al enfrentar ciertas verdades. Como dijo Sigmund Freud, un sabio cuya influencia se hará notar en este libro: «Las multitudes no han conocido jamás la sed de verdad. Demandan ilusiones, a las cuales no pueden renunciar. Dan siempre preferencia a lo irreal sobre lo real, y lo irreal actúa sobre ellas con la misma fuerza que lo real».1 Sería conveniente, pues, a guisa de apoyo, dotar a las personas, no de ficciones, sino de altas dosis de realidad.
1. Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, Santiago Rueda Editor, 1953 (1921), p. 19.
2. Precedentes clásicos de la autoayuda: los estoicos
Ya que hablamos de autoayuda, no está de más hacer una pequeña relación histórica del fenómeno, cuyas raíces encontramos en los primeros albores de la llamada cultura occidental.
Para empezar, debemos decir que la obra maestra de la autoayuda es la Ética a Nicómaco (siglo iv a. de C.), del gran Aristóteles de Estagira. La ética es la disciplina que analiza las buenas y malas conductas con relación a la moral. La moral es, a su vez, una estructura simbólico-afectiva que regula y determina las relaciones sociales entre personas para que en una determinada comunidad reine el orden y el concierto. Cuando Aristóteles afirmaba que el hombre es «un animal político», quería decir que es un animal de la polis, de la comunidad, es decir, un animal social, gregario. Para los griegos de la época la polis lo era todo. Al margen de la misma, uno estaba perdido. De ahí que uno de los más terribles castigos consistiera en ser desterrado. El ostracismo implicaba una cierta muerte de la identidad, del yo consciente. La identidad individual es, en un altísimo grado, el producto de nuestro entorno. Vernos desconectados del medio es algo extremadamente doloroso, además de fuente de innumerables patologías psicológicas. Es por todo esto que el bienestar entre los griegos estaba asociado a lo social y, por tanto, a lo moral, como columna vertebral de toda sociedad. De acuerdo con este patrón, solo podemos gozar de bienestar cuando nos conducimos moralmente, es decir, cuando estamos adecuadamente adaptados a nuestro hábitat.
En su Ética a Nicómaco, el célebre filósofo ofrece enseñanzas sobre el justo medio, incluyendo una aportación que, a mi parecer, es de lo más interesante: la idea del buen hábito. De acuerdo con ella, todo en la vida es cuestión de hábitos. Si nos esforzamos por conducirnos del mejor modo, a pesar de que al principio nos cueste, tras algo de práctica dichos hábitos pasarán a ser como una segunda naturaleza. Una vez adquirida la costumbre, la realización de actos antes considerados complejos se llevará a cabo de modo inmediato, irreflexivamente. Lo cierto es que el poder del hábito es verdaderamente eficaz. Según el célebre escritor japonés Yukio Mishima, paladín de la acción como medio de vida: «La experiencia nos enseña que ninguna técnica de acción puede resultar efectiva hasta que la práctica reiterada ha logrado inculcarla en las zonas inconscientes de la mente».1
Algunas teorías afirman que el instinto es, en el fondo, tan solo un hábito tan reiterado que se ha convertido, no ya en una segunda naturaleza, sino en esa primera naturaleza que nos condiciona de modo decisivo. Como el perro de Pavlov al que se le condiciona para que salive al oír una campanita, los instintos serían hábitos que, replicados innumerables veces desde las profundidades inmemoriales de la prehistoria humana, determinan gran parte de nuestra vida. Sea o no cierta esta teoría, es evidente que los hábitos son parte ineludible de nuestra identidad, pues sirven para cimentarla; y que la madurez y la existencia adulta —en muchos sentidos, más saludable que la niñez o la juventud—, consiste, básicamente, en adquirir unos hábitos adecuados que nos permitan afrontar nuestra vida cotidiana.
En este sentido, la obra ética de Aristóteles representa una filosofía de la acción. A través de nuestra acción en el mundo moldeamos nuestro carácter en direcciones favorables. No es a través del mero pensamiento que nos sentimos mejor, sino que son nuestras acciones, repetidas de modo constante, las que nos hacen mejores y, por tanto, más felices.
No obstante, es la filosofía estoica, surgida en el decaer de la Antigüedad, la que de veras sirve de predecesora a los tan abundantes libros de autoayuda actuales. La importancia del estoicismo en el mundo antiguo comienza tras las conquistas de Alejandro Magno y la instauración de su reino helenista ecuménico. Gracias a la colonización helena, la ciudad estado o polis perdió su posición, disolviéndose en favor de una forma de organización sociopolítica más amplia y universal. La falta de unas directrices adecuadas de conducta, antes mejor fijadas en la pequeña comunidad de la polis, hizo que las filosofías éticas y prácticas cobrasen un enorme protagonismo. El ciudadano de un imperio más vasto se sentía confuso ante unos nuevos e inabarcables horizontes, que eran la fuente de una ansiedad antes inexistente.
Podemos afirmar que algo similar ocurre a día de hoy. En una sociedad globalizada, en la que los patrones culturales tradicionales, más rígidos y estrechos, pierden su eficacia, las personas se sienten desorientadas y necesitan nuevas directrices que pauten el comportamiento. Es a causa de esa desorientación que los libros de autoayuda son cada vez más demandados. Tanto en el caso del estoicismo tradicional como en el de la autoayuda contemporánea, la lección esencial consiste en aprender a «lidiar favorablemente con el dolor».2 En ambos casos se trata, no de transformar la realidad a través de la acción, sino de aceptar una realidad dolorosa de la mejor manera posible.3
La cultura puede ejercer como sustitutivo del instinto natural, pues impone ciertas normas que han sido somatizadas por todos nosotros: asimiladas tan profundamente que tienen un peso incluso en la fisiología del sujeto social. Por eso hablo más arriba de la moral como una «estructura simbólico-afectiva». Pensemos, por ejemplo, en cuando transgredimos cierta norma moral. En esos casos es posible que sintamos culpa o vergüenza por nuestros propios actos, algo que tiene consecuencias en nuestro organismo: nuestro ritmo cardíaco aumenta, nos sonrojamos o nos sentimos físicamente abatidos. La transgresión moral puede incluso desembocar en efectos físicos más graves como los que retrata Fiódor Dostoyevski en su inmortal obra Crimen y castigo (1866). En cuanto el protagonista de la novela, Raskólnikov, comete un asesinato para poner a prueba su independencia con respecto a la moral dominante, es presa de todo tipo de trastornos físicos y psicológicos que terminan por obligarle a redimir su acto de violencia entregándose a las autoridades para expiar sus pecados en un presidio siberiano.
Dicho esto, vemos que los antiguos vinculaban el bienestar de cada persona a una existencia en armonía con las leyes culturales del entorno social. La adecuación a ese instinto moral era esencial. En este sentido, los mejores pensadores estoicos sabían muy bien que el hombre debía esforzarse, a través de toda una