Huellas del pasado. Catherine George

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Huellas del pasado - Catherine George Bianca

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posible.

      –Pero eso es lo que acordamos con el señor Parrish, mademoiselle. Quedó claro que alguien me acompañaría a inspeccionar la propiedad.

      –Como le dije, cancelaré mis planes particulares y me encontraré con usted en Turret House, Monsieur Brissac –le aseguró Portia–, pero la habitación no es necesaria. Estoy acostumbrada a conducir –aunque Ben Parrish fuese uno de los socios fundadores, se las tendría que ver con ella cuando volviese de esquiar.

      –No creo que sea sensato en este caso. Tendrá que estar disponible el domingo por la mañana temprano. Me vuelvo a París esa misma mañana.

      –Como usted lo desee, Monsieur Brissac –no tuvo más remedio que acceder, aunque juró vengarse de Ben.

      –Gracias, mademoiselle. ¿Me repite su nombre, por favor?

      –Grant.

      –A demain, señorita Grant.

      Hasta mañana. Un mañana que amenazaba ser muy distinto a los planes que había hecho. Portia colgó, se aseguró que la oficina estuviese cerrada y se fue a casa.

      Su casa era un piso en un edificio en Chiswick, con una fabulosa vista del Támesis y una hipoteca igual de fabulosa. El apartamento, una reciente adquisición con grandes habitaciones que todavía no había acabado de amueblar, tenía una vista panorámica. Portia lo adoraba. Toda su vida, de alguna forma u otra, había vivido con gente. Pero en cuanto se mudó al piso vacío, Portia experimentó una sensación de libertad tan fantástica, que no le molestaba ni un minuto pasado o futuro de los años de duro trabajo que hacían posible disfrutar de su caro refugio.

      A pesar de sus protestas al exigente Monsieur Brissac, Portia no tenía nada que cancelar. Sus planes eran alquilarse unos vídeos, pedir su comida favorita y no hacer nada en todo el fin de semana. Sola. Algo que los hombres de la oficina consideraban extremadamente excéntrico.

      –Una mujer como tú –le había informado Ben Parrish una vez–, tendría que estar alegrándole la vida a algún tipo con suerte.

      Una opinión que Portia consideraba típicamente machista. Le gustaba su vida tal como era y la parte social generalmente era bastante activa. Pero, como Ben Parrish sabía perfectamente, le tocaba estar de guardia ese fin de semana por si a algún cliente rico se le ocurría ver una de las caras propiedades que Whitefriars vendía. Lo único que le molestaba era que la propiedad en cuestión fuese Turret House.

      –Eres rara –se había quejado su amiga Marianne una vez. Trabajaba para una revista de modas, salía con unos y con otros y recurría a Portia para llorar en su hombro cada vez que alguno le rompía el corazón–. Lo único que te importa es tu trabajo y este piso. Sólo te falta un gato para convertirte en una solterona empedernida.

      –No me gustan los gatos. Y la palabra «solterona», señorita Taylor, no se considera políticamente correcta.

      –¡Tampoco es aplicable a ti, querida, pero podría serlo si no tienes cuidado!

      Portia se fue a casa, tomó un baño, comió algo y luego abrió su portafolio y, a desgana se sentó a leer el folleto sobre Turret House. Los últimos dueños la habían renovado totalmente, pero le sorprendía que el francés tuviese interés en ella. Turret House estaba en perfectas condiciones, según Ben Parrish, pero era grande, cara, mal situada y tampoco era un edificio atractivo, a menos que a uno le gustase el gótico. La habían construido para la suegra del dueño de Ravenswood y su arquitectura era típicamente victoriana. Ravenswood se había convertido en un elegante hotel y Turret House en una propiedad separada, demasiado grande para una familia. Portia miró el folleto con una opresión en el pecho. El día siguiente sería una penosa prueba para ella y además una perfecta pérdida de tiempo. El hombre echaría una mirada a la casa, se encogería de hombros al estilo francés y saldría corriendo a tomar el avión a París al día siguiente. Se alegró al pensarlo, porque así ella podría despedirse de Turret House para siempre y seguir con su fin de semana tal como lo había planeado.

      Era una soleada tarde de febrero cuando tomó la autopista al día siguiente para dirigirse al oeste. Hizo una buena media y llegó al cruce que llevaba a Ravenswood y Turret House con tiempo para la cita. Al tomar la curva hacia Turret House, que conocía tan bien, Portia se sintió peor aún. Pero cuando bajó la velocidad para entrar en la avenida de la casa, controló su aprensión. Su ojo profesional notó el renovado esplendor de los portones y el aspecto cuidado de los jardines mientras conducía por el empinado camino lleno de curvas. Por fin, aunque quería retrasar el encuentro, se encontró cara a cara con la casa.

      Portia apagó el motor, pero se quedó en el coche un rato. Tenía tiempo hasta que llegase el cliente e intentó olvidarse de sus sentimientos y mirar con ojos de comprador a la casa, cuyas ventanas ojivales relucían con los últimos rayos del sol poniente, que también encendía en fuego el rojo ladrillo. Era un típico edificio de la época, reflejando el mal gusto del rico industrial que compró el elegante palacio de Ravenswood para su aristocrática mujer y rápidamente hizo construir Turret House a tres millas de distancia para quitarse a su suegra del medio.

      Ya que no podía retrasarlo más, Portia se bajó del coche temblando más de aprehensión que de frío. Se ajustó el cinturón del largo abrigo blanco y se caló el gorro de cosaco sobre los ojos antes de agarrar el portafolio y cruzar la terraza hacia la puerta de entrada. Hizo una profunda inspiración, abrió la puerta con la llave y dio la luz, aunque la sorpresa la detuvo en el umbral. Había visto las fotos, pero le resultó extraño que faltase la vieja alfombra roja y que las baldosas blancas y negras luciesen toda su austera belleza. También la escalera había recuperado su antiguo esplendor, ya que la madera, despojada de la oscura capa de pintura, mostraba su artística talla en la cálida luz que se filtraba por la ventana del rellano. El vestíbulo resultaba mucho más pequeño de lo que ella recordaba. Pero, lo más importante era que estaba vacío. No había fantasmas.

      Casi borracha de alivio, Portia recorrió el resto de las habitaciones, encendiendo luces y apreciando la calidad de las alfombras y los cortinajes. Era una pena que no estuviese amueblada, ya que así hubiese sido más fácil de vender. En la planta superior todo era tan distinto que parecía otra casa. Habían convertido las habitaciones más pequeñas en cuartos de baño conectados a las estancias más grandes y una luminosa pintura había reemplazado la lúgubre oscuridad anterior. Portia miró la hora antes de bajar. El cliente se había retrasado una hora. Y no le gustaba la idea de quedarse sola en Turret House una vez anochecido.

      Tampoco podía mirar sola las habitaciones de la torre. Sólo pensarlo le dio un escalofrío. Se dirigió a la alegre cocina. Ojalá que Monsieur Brissac trajese a su mujer. La hermosa habitación completamente amueblada, que parecía sacada de una revista de decoración, sería un buen gancho para una mujer. Una moderna cocina de gas había reemplazado a la anterior. Antes había una a carbón, con el esmalte claro rayado por el uso. Portia se quedó mirándola muy quieta. Había sido un trabajo ímprobo cargarla y limpiarla.

      Una voz la sacó de su ensoñación. Salió de la cocina para encontrarse a un hombre en el vestíbulo mirando hacia arriba, irradiando impaciencia.

      –¿Monsieur Brissac?

      Se giró de golpe, y la impaciencia desapareció al verla. Se inclinó levemente.

      –Pardon. La puerta estaba abierta, así es que entré. Se retrasó mi avión. Lamento haberla hecho esperar.

      –Mucho gusto –dijo Portia con corrección.

      Él no habló durante unos momentos mientras la miraba

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