Huellas del pasado. Catherine George
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–Entonces, volvamos al bar a hablar de negocios. Discúlpame. Iré a pedir el café –Luc la acomodó ante una mesita y fue a la barra.
Portia se dio cuenta de que había dicho algo que no debía, así es que resolvió morderse la lengua de ahora en adelante. Luc había rehusado hablar de negocios durante la comida y ahora era el momento, antes de volver a Londres. Afuera llovía a cántaros, notó apesadumbrada.
–Estás pensativa –dijo Luc al volver.
–Estaba mirando cómo llueve. Me temo que tenemos poco tiempo. Es un viaje considerable hasta Londres.
–Ya sé –le cubrió la mano con la suya–. Pasa la noche en Ravenswood, Portia, y parte mañana a la mañana.
Conque Jean Christophe Lucien Brissac no era diferente del resto de los hombres. Portia retiró la mano abruptamente, completamente sorprendida por el descubrimiento de que sentía la enorme tentación de decir que sí.
–No, no puedo –dijo–. Estoy acostumbrada a conducir con cualquier tiempo. ¿te parece que discutamos Turret House o ya has tomado la decisión?
–No le pedía que compartieras mi habitación, señorita Grant –dijo con frialdad–. Mi interés era su seguridad, nada más.
–Por supuesto –mortificadísima, Portia comenzó a recoger sus documentos y meterlos en el portafolio–. De todas maneras, no esperaba una respuesta en firme hoy. Si fuera tan amable de ponerse en contacto conmigo cuanto antes para informarme de su decisión. Mientras tanto…
–Mientras tanto, siéntate y toma el café –dijo Luc, en tono serio –. Te confundes conmigo. Y me insultas.
–¿Que te insulto? –lo miró interrogante.
–Sí. No suelo meterme en la cama de las mujeres a la fuerza. Ni siquiera mujeres tan atractivas e interesantes como tú.
–Disculpa –dijo Portia rígidamente, calmándose un poco.
Durante un momento, reinó el silencio.
–Desde ahora, intentaré ser cuidadoso.
–¿Por qué?
–Cuidadoso para no ofenderte.
–No me puedo permitir ofenderme. Eres el cliente –dijo sencillamente.
–Y quieres que compre una propiedad que llevas tiempo sin poder vender –su sonrisa se hizo maliciosa.
Adiós a sus esperanzas de vender Turret House sin reducir el precio.
–Por supuesto –dijo resignada.
Luc se entretuvo un rato más comparando sus notas con la información que ella tenía.
–Consideraré mis opciones –dijo finalmente, elevando un poco la voz sobre el ruido del concurrido bar–, luego, esta noche, cuando llegues a Londres, te llamaré por teléfono y te comunicaré mi decisión.
–Si piensas pasar la noche aquí, no es tan urgente –respondió, reprimiendo un salto de alegría. Estaba segura de que iba a comprar–. Me puedes llamar a la oficina por la mañana.
–Dame tu teléfono –negó con la cabeza–. Te llamaré esta noche.
Portia dudó un instante, luego garabateó un número en una hoja de su agenda y se lo dio.
–Gracias –dijo él y lo metió en su cartera– Y ahora, te llevaré a Ravenswood.
Afuera, echaron una carrera hasta el coche.
–¡Mon Dieu, qué tiempo! –exclamó Luc, al ajustarse el cinturón de seguridad.
–No siempre está así –le aseguró sin aliento–. El clima de aquí es el mejor del Reino Unido.
–¡No parece una buena recomendación!
Portia sonrió, deseando que le dijera algo sobre su decisión, pero la prudencia la hizo callarse. Si se daba cuenta de que estaba desesperada por vender, querría un buen descuento, suponiendo que quería la casa. Le escrutó el perfil, pero no pudo adivinar nada.
Cuando llegaron al aparcamiento de Ravenswood, Portia rehusó su invitación a entrar antes de partir a Londres.
–Prefiero irme ahora y llegar cuanto antes.
–¿Cuánto se tarda? –preguntó Luc, mirando la lluvia con el ceño fruncido.
–No lo sé. Con este tiempo, me temo que más de lo habitual.
–Te llamaré a las diez. ¿Habrás llegado para entonces?
–Espero que sí –Portia alargó la mano–. Gracias por la habitación y mi cena. Y también por la comida. Cuando traté de pagar me dijeron que ya lo habías hecho.
–Nunca permito que una mujer pague –le estrechó la mano.
–Una actitud que te trae problemas a veces, supongo.
–Nunca, hasta ahora –se llevó la mano a los labios–. Au ‘voir, Portia Grant. Te llamaré más tarde. Conduce con cuidado.
–Como siempre. Adiós.
Al alejarse, miró por el retrovisor, pero notó con desilusión que no se quedaba fuera a verla partir. No había ningún motivo para que lo hiciera, se dijo con severidad. Y además, sólo un tonto se quedaría empapándose en la lluvia.
Aunque conociese poco a Jean–Christophe Lucien Brissac, algo estaba muy claro. No era ningún tonto.
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