Anuario de ecología integral y desarrollo saludable. Adrián Beling
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Así, desde que Carson alzara la primera voz de alarma hace casi 6 décadas, y a pesar de un diagnóstico progresivamente severo y sustentado en bases científicas cada vez más sólidas y convergentes, no sólo no se ha detenido la degradación de la biosfera a nivel global (¡no digamos ya revertido!), sino que se ha acelerado. (Ceballos et al., 2015; IPCC, 2014; Rockström et al., 2009; Steffen, Broadgate, Deutsch, Gaffney, & Ludwig, 2015; UN Environment, 2019).
Tanto o más llamativo que este desarrollo estremecedor, sin embargo, resulta el hecho de que, ante semejante evidencia, en las definiciones sociales de sustentabilidad y el discurso político respecto a la cuestión ecológica se observa un desarrollo inverso: definiciones cada vez más amplias y laxas, y una política cada vez más permisiva y cortoplacista. En efecto, en los años de 1960 y 1970 la problemática ambiental fungió como un catalizador de crítica social, como atestiguan numerosos textos y debates de la época; basten como ejemplo el Informe «Límites al Crecimiento» al Club de Roma (Meadows et al., 1972) o su alter–ego local, «Catástrofe o nueva Sociedad», el Modelo Mundial Latinoamericano de la Fundación Bariloche (Herrera et al., 1976). Desde mediados de la década de 1980, en cambio, numerosos estudios han mostrado la tendencia a responder a críticas y alertas ambientales con herramientas técnicas y económicas neoclásicas (i.a. Brulle, 2010; Dobson, 2007; Dryzek, 2005; Hopwood, Mellor, & O’Brien, 2005; Morin, Orsini, & Jegen, 2015). Este repertorio de respuestas, que no cuestionan las matrices institucionales y socioculturales de las sociedades capitalistas de consumo y proponen ajustes incrementales para enfrentar los problemas ambientales, pueden subsumirse bajo la etiqueta conceptual de una «modernización ecológica» (Hajer, 1997; Mol, Sonnenfeld, & Spaargaren, 2009).
En consecuencia, observamos un auténtico viraje en la comprensión de la sustentabilidad: de ser concebida como problema socioeconómico y cultural pasa a entenderse como un problema tecno–gerencial, lo que exime de un planteamiento de fondo acerca del derrotero histórico y horizontes futuros de las sociedades modernas, y deposita toda esperanza en la promesa mesiánica del avance tecnológico y de una gestión eficiente de un problema que se entiende como apolítico y acultural. El sociólogo alemán Ingolfur Blühdorn se ha referido a este viraje semántico como la transición de un pensamiento ecologista guiado por la pregunta «¿cómo debemos adaptar nuestro modo de vida para hacerlo compatible con las condiciones ecológicas que permiten la reproducción de la vida?», a un pensamiento post–ecologista que invierte la pregunta anterior: «¿cómo podemos sostener nuestro modo de vida que se sabe insostenible, ignorando las condiciones ecológicas que permiten la reproducción de la vida por el mayor tiempo posible?». La escalada (scaling up) del predicamento socio–ecológico global parece tener, pues, un correlato en el discurso «verde» convencional que va en sentido opuesto (downscaling).
Hasta que, en 2015, el viejo «pensamiento ecologista» al que se refiere Blühdorn encuentra un nuevo e insospechado vocero en el líder del estado más pequeño del mundo y de mil trescientos millones de católicos: el Papa Francisco publica su carta encíclica Laudato si’, que rápidamente trascendió la esfera eclesial y fue comentada en círculos políticos, activistas, académicos y empresarios, haciéndola la encíclica más citada de la historia de la Iglesia católica a menos de cuatro años de su publicación. Laudato si’atrajo tanto elogios como críticas, pero lo cierto es que no dejó a nadie indiferente.
La propuesta de una «ecología integral»
La prescripción de Francisco para revertir esta situación no recorre, sin embargo, la misma huella que el discurso «verde» convencional: Esto, a su vez, exige «una radical conversión ecológica» en las formas de relacionarse con la naturaleza, con la Madre Tierra, con el proceso productivo, con el consumo y con la desigual distribución de los bienes naturales y tecnológicos. A esta forma de entender el problema socio–ecológico contemporáneo y de abordarlo, Francisco lo llama «ecología integral».
La idea de «ecología integral» instala con claridad la necesidad de poner en el centro del debate sobre la sustentabilidad las interdependencias entre sociedad y ecología, es decir, el entramado inextricable entre procesos biogeofísicos y sociales. A diferencia del discurso «verde» convencional, no se concentra en el «medioambiente» como un espacio discreto que se gestiona mediante políticas públicas, tecnologías y producción científica. En su lugar, «[u]na estrategia de cambio real exige repensar la totalidad de los procesos, ya que no basta con incluir consideraciones ecológicas superficiales mientras no se cuestione la lógica subyacente en la cultura actual» (LS §197). Así, en la «ecología integral» convergen cuatro ecologías: la ambiental, la político–social, la cultural–mental y la espiritual. La dimensión técnico–científica es necesaria, pero no suficiente, además de ser duramente criticada por su carácter ilusorio y por su hybris (entre otros, Bassey & Kopp, 2018; Giraldi, 2019; Huesemann & Huesemann, 2011).
Pero la ecología integral no sólo descentra la tecnología y la economía como dimensiones dominantes de la sustentabilidad, sino que introduce, además, la dimensión espiritual como eje transversal. Como dice Arturo Escobar (en Beling & Vanhulst, 2019, p. 125): «Hoy nos damos cuenta de que los doscientos años de secularización obligatoria impuesta por Occidente nos han llevado a una crisis que no es solamente ambiental, climática, energética, de alimentos, sino también una crisis de significados, una crisis espiritual». En respuesta a esta crisis, Francisco propone vivir «una espiritualidad para alimentar una pasión por el cuidado del mundo; porque no será posible comprometerse en cosas grandes sólo con doctrinas sin una mística que nos anime, sin unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria» (LS §216). Al mismo tiempo, «[l]a espiritualidad ya no puede pensarse si no es siempre en relación con la Tierra y con la justicia social». Pero se trata de una espiritualidad en dialogo con la ciencia, lo que «es especialmente importante en este momento histórico, por ejemplo, como contrapropuesta a cierto discurso religioso norteamericano que reniega de la ciencia» (Escobar, en Beling & Vanhulst, 2019, p. 129).
Es decir, la ecología integral representa una manera diferente de relacionarse tanto con la naturaleza –somos parte de ella; no estamos por encima de ella como sus dueños, sino integrados a ella como miembros de la comunidad de la vida– como con la Tierra, entendiéndola no como un baúl de recursos, sino como algo vivo: la Madre Tierra o Gaia, como la bautizara James Lovelock (2007). Así, «el ser humano es Tierra (LS §2), pero Tierra que siente, piensa, ama y venera» (Boff, prólogo a Beling & Vanhulst, 2019); y los bienes y servicios que nos proporciona la Tierra no deben ser entendidos como recursos, sino como sus bondades, como dicen los andinos, que nos sustentan a nosotros y a todo lo que entendemos por la «realidad». Formulado por lo negativo, las lesiones infringidas a la naturaleza han de ser consideradas como delitos contra la conexión sistémica de todos los seres vivos, incluidos los humanos, y su correlato teológico como «pecados ecológicos», categoría introducida por el Documento final del Sínodo Amazónico, celebrado en Roma en octubre de 2019 (Santa Sede, 2019, §82).
La ecología integral como crítica social
El abordaje integral del problema ambiental que propone Laudato si’ sin mayor esfuerzo a una verdad evidente: que, si deseamos un medioambiente distinto, será necesario crear una sociedad diferente; un cambio fundamental en la episteme moderna construida «en el olvido de la vida». Como dice Mike Hulme (2015, p. 2), la narrativa de ecología integral que promueve el Papa Francisco
ofrece una poderosa crítica […] del mundo que los humanos han construido para ellos mismos. Es un mundo impulsado por un paradigma tecno–económico patológico y un «mercado deificado», en el que los pobres son marginados, la solidaridad es socavada y la avaricia triunfa sobre la justicia.
Así,