Misteriosa Argentina 2. Mario Markic
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¿Les anticipo algunos de los lugares que van a recorrer? ¡Con todo gusto!: Moisés Ville, en Santa Fe; la meseta de Somuncurá, en Río Negro, cerquita de Las Grutas; la plácida y bella Tandil, que fue fundada como “Fuerte Independencia”; el fértil Alto Valle del Río Negro –también Carmen de Patagones, en su desembocadura−; el enigmático cerro Uritorco, allá por Capilla del Monte, en el norte cordobés; y el rincón de La Pampa, en el que creció como médico René Favaloro y ese monte Pena donde esparcieron sus cenizas doloridas.
Claro, entre tantas historias no faltan algunas en las que los protagonistas son animales, desde los mencionados plesiosaurios, monstruosos como el “Nahuelito”, hasta caballos andantes –Gato y Mancha− y desde Purvis, perro guardián al que Sarmiento temía más que a su dueño, hasta terosaurios, los verdaderos dinosaurios voladores puntanos.
Enigmas, misterios, fantasmas, secretos guardados entre pocos, incógnitas que todavía no han sido reveladas, preguntas que tal vez no tienen respuesta cierta…, ese fino hilo que separa la ciencia de la ficción irrumpe una y otra vez en estas páginas originales, que traen al papel retazos del país y sus hombres y mujeres. Entonces, con la obsesión siempre de intentar definir las cosas, al prologarlo nos preguntamos: ¿es este un libro de crónicas? Tal vez sea así y estemos teniendo el gusto entonces de editar las mil y una crónicas argentinas o, quizás, una singular selección de “crónicas de la Argentina y los argentinos”.
De lo que sí estamos seguros es de que usted, que tiene en sus manos Misteriosa Argentina 2, comenzará una asombrosa excursión, desde el primer capítulo de este segundo “diario de viaje”, con el placer de conocer rincones nuevos de la Argentina. Permítase, en consecuencia, no solo leer sus narraciones, sino también poner en juego sus sentidos: saborearlas, olerlas, recibir sus fragancias y texturas, palpar cada una de sus singularidades. Decíamos en el primer volumen que Misteriosa Argentina era como la “gira mágica” que inmortalizaron Los Beatles.
La Argentina es infinita y, si se quiere, eterna, y no es siempre sencillo contar para recorrerla con un guía de excepción. Nuevamente le proponemos que ajuste su cinturón y, suavemente, ponga primera, para disfrutar de estas páginas.
Ricardo de Titto
Historiador
1
La Jerusalén argentina
Cada vez que veo la impresionante fachada del ex Hotel de los Inmigrantes en el barrio de Retiro, compruebo que estoy en la puerta de entrada de la Argentina moderna, la que se hizo con los sueños de nuestros bisabuelos y abuelos, que bajaron de los barcos con solo el equipaje a cuestas. Y que, con defectos y virtudes, vinieron a hacerse la América y terminaron haciendo… la Argentina.
Lo que más impresiona del hotel son los peldaños de las escaleras de mármol, gastados por el trajinar de los miles de personas que convivían durante una semana, como mucho. Había “cama caliente”; después, a la calle, a buscar trabajo.
Ningún otro país en el mundo, incluidos los Estados Unidos, recibió en menos de cincuenta años un aluvión inmigratorio semejante. Una idea que nos aproxima a la fantástica Babel en que se convirtió Buenos Aires es esta: en 1914, circulaban ocho diarios de distintas colectividades en la ciudad. Es que, por entonces, el treinta por ciento de los habitantes del país era extranjero.
Si bien la española y la italiana fueron las colectividades que aportaron más inmigrantes al país de los argentinos, las colonias agrícolas más definidas de la época estuvieron constituidas por suizos y alemanes en Santa Fe y Entre Ríos, y lo mismo puede decirse de los judíos, que se adaptaron tan bien a la tierra que dieron origen a pueblos enteros y a nuevas leyendas, como la de los gauchos judíos.
El objetivo de buena parte de aquella inmigración era labrar la tierra y ocupar los espacios vacíos y, la verdad, eso dio –como todo lo que pasa en la Argentina− un resultado a medias. Es más: casi la mitad de los cinco millones de extranjeros que llegaron al puerto de Buenos Aires entre 1880 y 1913 volvieron desencantados a su tierra.
Modelo de adaptación a aquel país fue “la pampa gringa”. He vuelto una y otra vez a Santa Fe y a sus campos fértiles. Refresco así mi memoria que está alimentada en gran parte por la historia de mi país.
Esperanza era la palabra mágica. Y a Esperanza, esta pampa rasa e infinita, es adonde ellos llegaron; más exactamente, “Colonia Esperanza”. En el Museo de la Colonización, todo en su interior nos recuerda el esfuerzo, el trabajo, la vida doméstica de los primeros mil doscientos inmigrantes que formaron una comunidad −la primera colonia organizada del país− e impulsaron la epopeya.
Roberto Leonardi, entre el economista y el sociólogo, me traslada al pasado de Esperanza y me explica la razón por la que se formaron aquellas primeras colonias agrícolas. “Era el tiempo de Urquiza presidente –rememora−. Después de la batalla de Caseros, la Confederación Argentina, que tenía sede de gobierno en Paraná, necesitaba recursos financieros. ¿Y quién los tenía? El puerto de Buenos Aires. Por eso, una de las cuestiones geopolíticas fue crear una serie de colonias agrícolas que permitieran generar recursos. Este proyecto nace en 1853 y se concreta en 1856”.
En Europa había un excedente de población y una crisis agrícola acentuada. Y nuestra constitución, como está clarito en su Preámbulo, abría los brazos a todos los que quisieran venir a trabajar. Había un contexto, entonces. Y apareció un hombre de negocios, un comerciante, llamado Aarón Castellanos, capaz de traer inmigrantes para una provincia que necesitaba de manos laboriosas. El gobierno aportaba la tierra, un rancho para vivir, herramientas, semillas para cultivar y ganado. Los gastos del viaje, desde Europa hasta Santa Fe, pasajes, alimentos y vestimentas los pagaba el empresario; a cambio, recibía una extensión de tierra en la provincia para establecer una estancia ganadera.
¿Y los colonos? Debían devolverle a Castellanos el dinero que él había gastado en el traslado. Para esto, tenían que entregarle un tercio de la cosecha anual durante cinco años. El gobierno provincial también les exigía el cultivo de la tierra y la devolución en dinero de lo que había gastado en ellos. Luego de cinco años, las familias colonizadoras se convertían en propietarias de la tierra que ocupaban, siempre que hubieran cumplido con las obligaciones. Así fue que llegaron suizos, franceses, alemanes, algunos belgas, algunos luxemburgueses. Eran muy pocas las familias, unas doscientas.
Me subí a un avión solo para comprobar claramente en la geografía algo distintivo, que Roberto Leonardi se ocupó de clarificar. “Es un paisaje muy particular, una geometría que no vas a encontrar en otra parte del país. Ves el dibujo de pequeñas propiedades, parcelas simétricas, todas iguales, ese capitalismo agrario donde el pequeño productor tiene un rol fundamental: la creación de una identidad”.
Y es cierto: Santa Fe, a diferencia de Buenos Aires, no albergó latifundios, aunque tuvo sus estancieros de vieja data, ni se hizo con terratenientes: sus tierras están trabajadas, sobre todo, por pequeños y medianos propietarios.
Naturalmente, no fue un lecho de rosas. Los inmigrantes vinieron a pelear el pan. Hombres, mujeres y niños de distintas regiones de Europa confluyeron en esta pampa desierta, incluso, con sus diferencias a cuestas. Eso me lo contó en la plaza de Esperanza, donde hay una curiosa fuente de agua de color púrpura, el historiador José Iñiguez: “Esperanza fue un experimento que sirvió de madre de colonias. Había católicos y protestantes. Había una calle central, de tierra, claro. Los del lado oeste hablaban alemán; los del lado este, francés. Después de Esperanza se