Misteriosa Argentina 2. Mario Markic
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La madre de Perón murió en Comodoro Rivadavia en 1952.
En Camarones, el vaivén del mar alisa las formas agresivas de las piedras de la costa, como una eterna ceremonia de purificación.
El todopoderoso Perón no se olvidó de aquel niño Roberts cuando un día de diciembre de 1973 obtuvo una audiencia en la Casa Rosada. Más aún: lo recibió como un amigo cercano y permanente pese a que habían pasado medio siglo sin verse.
Corre 1974 y Perón, viejo y con el cuerpo estragado por varias dolencias, ya está discurriendo sobre la cercanía de la muerte. También en esos momentos, sus pensamientos se van lejos de Buenos Aires.
Va por su tercera presidencia, pero su movimiento de masas está envuelto internamente en una lucha a muerte entre sectores de izquierda y derecha que ya no puede controlar.
Tiene setenta y ocho u ochenta años −eso nadie lo sabe− y, de tanto fumar, los pulmones deshechos. Una neumonía complica el cuadro clínico, del que ya no se repondrá.
Su cielo se vetea de penumbras. Son los momentos en que el ser humano presiente el final y vuelve a los afectos más queridos e inocentes. Al principio de todo.
En su lecho de enfermo recibe a aquellos que contarán su historia. Descorre las brumas de la memoria y dice a Enrique Pavón Pereira, su biógrafo, sabiendo que le queda poco tiempo de vida…
–Y bueno, m’hijo. Ya va siendo hora de pensar en volver a nuestros pagos…
–¿A qué se refiere? ¿Cuáles son nuestros pagos, general?
–¡Cómo! ¿Usted no sabe acaso que nosotros somos de la Patagonia?
Al irme de Camarones, ese pueblito costero arrullado por el mar frío de Chubut pensé: de todos los hombres que hacen historia se cuenta la gloria y el ocaso con lujo de detalles. La exaltación y el escarnio están a la venta en todas las librerías y son suficientemente conocidas bajo la forma de libros o películas.
Pero Camarones me había dado la historia viva de un hombre. . . en la edad de la inocencia.
3
Redes en el mar
Mar del Plata es una ciudad de dos mundos: el del ocio y el del trabajo. Ambos conviven en el verano. En esos días, uno ve, cualquier madrugada, en la banquina de los pescadores, las lanchas amarillas que parecen desperezarse. El sol todavía no ha aparecido; por el contrario, algunas estrellas se demoran en la agonía de la noche cuando para los pescadores el trabajo ya ha comenzado.
Embarcar en esas lanchas es todo un desafío. Eso es lo que hice, una mañana fresca, con el cielo todavía con su tinte azulado en evolución. Las otras lanchas se mecían en la banquina. Los inconfundibles hombres de mar se metían en sus asuntos: asuntos simples, como arreglar las redes para salir de cacería.
Miraba, antes de la partida, unas doscientas embarcaciones pintorescas, de noble madera, veteranas de mil tormentas. Sus capitanes italianos habían pasado más tiempo sobre ellas que en sus hogares.
La vida de estos hombres es un misterio a desentrañar.
En mis apuntes, rescaté algunas singularidades. Por ejemplo, cómo el mar con sus tempestades y su calma condiciona sus vidas. Y eso se refleja en sus estados de ánimo.
El mar tranquilo y sereno frustra al pescador, porque su incursión se convierte en apenas un paseo. Ese es el momento en que los primeros italianos que recalaron en el puerto −napolitanos y sicilianos, la gran mayoría− manifestaban su nostalgia por la tierra lejana con sus cantos.
Pero cuando el mar demuestra bravura, entonces, tensos y atentos, aprovechan su oportunidad.
A río revuelto, ganancia del pescador.
Miraba los nombres de las lanchas. Grandes, en las proas: allí estaba el origen italiano y la acendrada religiosidad de sus capitanes. El mar exige respeto y ellos invocan protección.
La lancha que me lleva a rescatar las redes que la tripulación desplegó el día anterior a unos quince kilómetros de la costa está pronta: todos confían en que habrán quedado atrapados muchos tiburones.
El joven capitán prepara la partida. Uno a uno, semblanteo a mis personajes. Daniel y Carlos, los más jóvenes, parecen serios y reservados, pero solo lo parecen. Esmeraldino Correa, el portugués, es la clase de hombre que dio la vuelta al mundo de los oficios. Manejó cámaras de cine en Lomas de Zamora, fue mecánico, chofer de micros de larga distancia y camionero. Hasta que, ya casado, llegó a Mar del Plata en 1970 y vendió galletitas hasta que no le quedó más remedio que hacerse a la mar.
Domingo Pennisi (o Penizzi), el joven capitán, heredero de una dinastía que empezó en Sicilia, cuando aún existía la Atlántida, se dice: hijo de pescador, nieto de pescador, navega desde hace seis años y desde hace dos está al frente del timón.
Y Giacomino. Giacomino Penizzi (o Pennisi), tío del capitán. Su rostro está marcado por la sal del Mediterráneo, tiene tantas estrías que parece un mapa carretero. Su vida es el mar. Quien no conoce al festivo y, de a ratos, melancólico Giacomino de la banquina del puerto, no conoce a los pescadores de Mar del Plata.
Fue uno de los últimos inmigrantes italianos en llegar a la Argentina, en 1947, cuando Italia todavía estaba arrasada por la Segunda Guerra Mundial y el padre, que ya vivía en Mar del Plata, mandó a buscar a sus hijos: ninguno de ellos, se juramentó, volvería a sufrir otra guerra.
Allí voy, a navegar paralelo a sus ansias, a sus sueños, a sus desventuras.
El día despierta. Y el barquito, más frágil que una sombra, abandona el puerto.
El perfil de Mar del Plata se hunde en el Atlántico. No es que uno sienta verdadera aprensión al mar, pero no es menos cierto que la sombra de la tragedia ronda en torno de esas frágiles embarcaciones de madera: “Acá sabés que salís −recalca el portugués− y nada más. A mi mujer siempre le digo que salgo, pero no sé si vuelvo”.
La tragedia rozó de cerca a Giacomino en el invierno de 1985, cuando volvían, un atardecer, y el barco embistió un banco de arena y empezó a hacer agua. “Éramos ocho personas, y tuve mucho miedo –rememora–. No sabía qué hacer, así que me subí al palo para salvarme. Mis compañeros, que ya habían tirado una balsa al agua, me llamaban desesperados para que los acompañara. Es que yo estaba paralizado, porque no sabía nadar. Al final me rescataron a la fuerza y fuimos remando hasta el faro de Punta Mogotes. El mar es traicionero acá. Salimos con tiempo bueno y de repente se pudre todo y volvemos como podemos, en medio de una tormenta. Acostumbrarse a esto es jodido, conozco a muchos que después de una noche mala no quieren volver a embarcarse”.
A todos los tripulantes de mi barco la cotidiana travesía marina los convierte en personas que, después de los consabidos mates, se ensimisman: uno