Misteriosa Argentina 2. Mario Markic

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Misteriosa Argentina 2 - Mario Markic

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un abismo insondable. Fosas abismales que inspiran poesía. Pero a ellos, ¿solo el mar los enamora?

      La ciudad que dejamos atrás está llena de inmigrantes italianos.

      Mar del Plata creció con el puerto. Mientras navegamos, el barco se balancea y la ciudad desaparece en el horizonte, arriba de la popa, Giacomino se deja arrullar por el vaivén del agua, que no está hoy, precisamente, en uno de sus días mansos y reposados.

      De repente, todos desaparecen de la cubierta. Se echan a dormir en lugares recónditos de esa mínima nave. Mientras la lancha se hunde en el océano nervioso, Giacomino vuela hacia territorios de la infancia.

      Hacia el mar de Sicilia, hacia la minúscula aldea Santa María de las Hadas, donde nació y creció, entre barcas que iban y venían.

      Piensa ahora: “Si fuera más joven, volvería a Sicilia para trabajar diez años y después solo quedarme todo el día mirando el mar. Si fuera más joven, porque ahora si vuelvo, no encuentro a nadie. ¿Quiénes podrían reconocerme? ¿Uno, dos amigos? Los demás ya murieron. Volvería, claro, una vez más, para divertirme un rato, en verano. Eso sí. Pero volvería a Mar del Plata después, porque el invierno allá es malísimo, hay mucha humedad, ya no me gusta. O sea, vuelvo a Sicilia, pero con mis pensamientos. Porque en realidad, desde que vine, nunca volví”.

      Solo converso con el joven capitán, de tanto en tanto.

      Vuelvo a repasar a mis personajes. Voluntades marinas que cargan, como todo ser humano, con sus historias, sus amores, sus dolores.

      ¿Con qué carga el portugués Esmeraldino, el hombre de los mil oficios? Y el portugués, detrás de su jovialidad, carga. Carga con ese rostro curtido por la sal, con las canas que le cubren la cabeza, por no haber hecho pie en ninguno de los oficios que tuvo, con los hijos grandes que estudian para que no les toque vivir lo que a él, con tener que salir al mar de última, porque no hay otro trabajo y no le quedan muchos años activo. Entonces, su jovialidad, su risa pronta parece ser un trabajo de supuesta vitalidad, la simulación de un espíritu joven en un cuerpo ya estragado por los años. “La vida del pescador es muy dura –subraya–. Hay que levantarse a las tres de la mañana. Salís al agua, empezás a agarrar el pescadito, pero muchas veces no hay pescadito. Y uno se viene como se fue, con las bodegas vacías y ahí te quiero ver. Porque en este oficio se va ‘a la parte’. Tiene cuatro partes la lancha: dos partes de red y dos partes de bodega; eso olvidate: se lo lleva el patrón. Lo demás lo tenemos que repartir entre nosotros. Y yo soy uno entre dieciocho marineros. Imaginate”.

      Domingo, atento, da leves toques al acelerador y maneja el timón como un viejo pirata. Giacomino sigue adormilado. Los recuerdos del pasado le atraviesan el corazón. Él nunca está aquí, dicen los demás. A veces lo ven clavar su vista al este, más allá del brumoso horizonte. En un instante supera las veinte mil millas marinas que lo devuelven a Sicilia. “Era pintoresco Santa María, chiquito sí, pero pintoresco”, me cuenta, con el alma lontana.

      De repente, se acaba el silencio y la ensoñación: todos los tripulantes, sin que el capitán les dijera nada, han reaparecido en la cubierta. Calzan sus botas, sus guantes y delantales de goma y el capitán reduce la velocidad para encontrar la primera bandera, el señuelo que dejaron veinticuatro horas atrás para empezar a recoger las redes.

      La tarea es pesada: la red se va enrollando en dos cilindros dispuestos sobre estribor. A medida que la red va subiendo, los peces son desenredados y quedan sobre cubierta, coleando, semiasfixiados y en la agonía final: cada uno de ellos cae con el vientre abierto por un certero tajo del cuchillo de los pescadores. Cuando la red termina de ser levantada, es doblada y prolijamente depositada en la bodega.

      Todo el trabajo se hace sin pérdida de tiempo. El capitán vigila las tareas y apura a su gente. El cielo se ha vuelto borrascoso y no quiere tener problemas antes de terminar el trabajo. Y mucho menos a la vuelta.

      Primero una bandera, después otra y así. “Tiramos cinco tramayos, con cinco anclas para que vayan al fondo y señaladas por cinco banderas que flotan para saber dónde están. Y al otro día −dice el portugués− volvemos rezando porque haya pescaditos… pero a veces no hay pescaditos y el viaje de regreso parece un cortejo fúnebre”.

      Pero hoy sí hay pesca.

      Frenéticamente, vamos por el mar, bandera tras bandera.

      Aunque el sol intenta rasgar las nubes, empieza a llover. Un leve arcoíris se insinúa, como queriendo abrirse paso entre los grises de allá al fondo. El capitán apura cada vez más a la tripulación, a los gritos, porque la lancha empieza a bambolearse peligrosamente, las olas vienen más altas y Pennisi cada vez tiene que maniobrar más rápidamente: timón y acelerador, acelerador y timón.

      Ya está arriba la última red, ya está llena de peces la bodega y los cajones de la cubierta. “¡Nos vamos! ¡Nos vamos!”, grita el capitán anunciando el regreso.

      El mar se transforma en un gran baldío gris.

      Entre hoyadas, navegamos bajo la lluvia. Allí vamos, empujados por el viento en una especie de rapidez melancólica.

      Otras lanchas volvían. Parecían ser tragadas por el mar, pero en la medida que trepábamos, las olas volvían a aparecer, mínimas, sobre la superficie. Para ellas, a nosotros nos pasaba lo mismo.

      El perfil neblinoso de Mar del Plata se hundía también al frente y volvía a aparecer, cada vez más definido, cada vez más gratificante.

      Yo miraba por los bordes de la embarcación, hacia abajo.

      Esas montañas líquidas convertían a nuestra lancha en un dibujo de historieta y pensé en el mar, en lo que siempre estuvo.

      Tal vez, antes que la nada.

      El mar, algo propicio para las abstracciones.

      El mar, lo que no volverá a pasar, lo que ya no sucederá más a partir de este mismo momento. Me sentí un soñador a plena luz del día, mientras Mar del Plata ya no se hundía.

      En tierra, el efecto de la navegación se hacía sentir no bien la lancha atracó en la banquina. Todavía mareado por el vaivén, caminé mirando las lanchas que regresaban a casa.

      Los pescadores estaban felices, descargando los peces, hablando a los gritos, silbando, cantando. Otros seguían tejiendo redes sobre la banquina. Las lanchas estaban mudas, apenas cabeceando sobre el agua oscura. Emergían de tanto en tanto lobos marinos reclamando comida. Todavía, una vez más, después de despedirme, me di vuelta.

      Esmeraldino, el portugués, todavía me saludaba. Giacomino andaba lejos de aquí, de donde podía verse su figura, acaso en su añorada Sicilia, sonreía.

      Una llovizna fina caía sobre el puerto.

      4

      Los templarios de la Patagonia

       Esto que les voy a contar es, digámoslo así, medio loco: hay una cofradía que sostiene que el cáliz de la Última Cena, en el que Cristo dio de beber a los apóstoles −también llamado Santo Grial− está escondido en algún lugar cercano a las costas de Río Negro.

      Para más datos: el misterio involucra especialmente a la enigmática Orden de los Caballeros del Temple, que habrían sido los custodios de esa reliquia de la cristiandad y que la trasladaron cruzando el Atlántico desde Europa, mucho antes de que Cristóbal

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