Misteriosa Argentina 2. Mario Markic

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Misteriosa Argentina 2 - Mario Markic

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de veinticinco mil kilómetros cuadrados, la meseta de Somuncurá, el probable escondite, por ser el lugar más cercano a la costa −a unos cuarenta kilómetros del balneario Las Grutas− es más grande que la provincia de Tucumán.

      Entonces, lo primero que hice fue un sobrevuelo, para observar, desde el aire, un punto en el mapa al que llaman Fuerte Argentino, pero que los antiguos cartógrafos denominaron “El antiguo fuerte abandonado” y, en francés, “Ancien Fort Abandonné”.

      Pero nada, no es posible encontrar nada.

      La cofradía tiene algo de razón en sus elucubraciones sobre el esquivo cáliz de Cristo: en principio, nunca hubo ningún fuerte español, ni edificado por los argentinos, en ese sitio.

      O sea que, desde el aire, en ese lugar, solo se ve un sugerente peñón rocoso, que penetra en el mar, con un acantilado de cien metros y que, casi, casi se parece a una isla. Pero es una península y tiene muy plana la superficie, como si alguien la hubiera arrasado a propósito. Se deja ver desde las playas de Las Grutas, cuyas mareas son muy distantes unas de otras, y, de hecho, todos los turistas preguntan de qué se trata ese extraño dibujo costero.

      Pero es hora de hablar de estos supuestos visitantes preco­lombinos.

      ¿Quiénes fueron los templarios?

      La Orden de los Caballeros del Temple fue una de las más famosas órdenes militares cristiana de la Edad Media. Fundada en 1118 por nueve caballeros liderados por el francés Hugo de Payens tras la Primera Cruzada, se mantuvo activa por casi dos siglos.

      Tuvieron una gran influencia ante los papas −solo les respondían a ellos− y por distintas bulas se les otorgó la concesión de recaudar dinero: podían construir fortalezas e iglesias propias, formaban a sus propios capellanes y sacerdotes y tenían derechos sobre las conquistas en Tierra Santa. Apenas cincuenta años más tarde de su fundación, se extendían por tierras de toda Europa y eran multimillonarios. Llegaron a gestionar una compleja estructura económica dentro del mundo cristiano. Para algunos, fueron los creadores del banco y de los cheques.

      Más que cruzados, en realidad eran monjes guerreros –y de los bravos−, que usaban como distintivo un manto blanco con una cruz roja grabada en pecho y espalda.

      Su misión era custodiar a los cristianos en las peregrinaciones santas hacia la explanada de Jerusalén. Y como acampaban al pie del Templo de Salomón, de allí tomaron el nombre de “templarios”.

      De estas cosas me fue hablando el “Flecha”, un guía muy simpático e hiperactivo, que conocí en el balneario y que me llevó en su camión guerrero canadiense de la Segunda Guerra Mundial hasta los acantilados del fuerte.

      Él también forma parte de la cofradía de seguidores de los templarios y después de andar varias horas a los tumbos, a veces en el mar, a veces en la arena de la playa, o por dunas que subían y bajaban, llegamos al acantilado y trepamos sus 130 metros con bastante esfuerzo.

      “Este paisaje es increíble –me dijo, al llegar arriba, mirando el mar−. ¿No creés en nada de esto, no?”.

      Le contesté que tenía la mente abierta a todo, pero lo que se contaba de los templarios en la Patagonia era como fantástico. La orden desapareció antes de que Colón llegara a América, o sea que ellos tendrían que haber llegado mucho antes. Y aquí, nada menos.

      Sí sabía yo que la orden acumuló tanto poder que los papas recelaban de ellos. Y los reyes también, claro. El Flecha da por seguro que unos y otros taparon la epopeya de los monjes guerreros en la Patagonia.

      “Ocurre que, en aquel tiempo, la corona española tenía un gran ascendiente sobre el Vaticano y es lo que pasa siempre: cada vez que aparece un indicador templario en el mundo, viene el Vaticano para ocultarlo, porque tienen temor de encontrar los Evangelios perdidos y todas esas cosas que están relacionadas con Cristo, que no conocemos y que modificaría toda la historia de la religión”.

      Para muchos autores y estudiosos, el Grial es parte de la mitología cristiana medieval, por lo que no hay siquiera una mención de él en la Biblia.

      Así como para unos se trata del cáliz de la Última Cena, otros identifican el Santo Grial con la piedra filosofal de los alquimistas, o una alusión velada a la supuesta descendencia que dejó Jesús después de casarse con María Magdalena.

      De todos modos, la versión del cáliz es la más aceptada.

      La relación entre el cáliz y José de Arimatea procede de una obra escrita en el siglo xii. Según el relato, Jesús, ya resucitado, se aparece a José de Arimatea para entregarle el cáliz y ordenarle que lo lleve a la isla de Britania, donde se estableció una dinastía de guardianes para mantenerlo a salvo y escondido, hasta que, debido a las persecuciones que sufrían en Europa los templarios, lo habrían traído hasta la Patagonia.

      Ya es alocada la historia del Santo Grial, desde luego. Pero las leyendas sobreviven porque alguien las cree.

      ¿Tendrá que ver toda esta geografía desnuda con lo que me está contando?

      “Claro que sí −me dice el Flecha, muy seguro−. Todo surge a partir de una bitácora de viaje, un libro, un cuaderno, que fue encontrado en lo de un anticuario en Irlanda del Norte. Allí está escrito, por el propio capitán, el responsable del barco, que se trata de la flota de los templarios y que, alertado por los intentos de apresarlo del rey de Francia Felipe IV el Hermoso como fruto de una operación política, logra escapar en 1307 del puerto de La Rochelle. Felipe atravesaba una crisis económica muy importante, le debía muchísima plata a la Orden del Temple y junto con el papa Clemente V arman toda esta gran mentira acusando a los templarios de homosexuales y de blasfemos para quemarlos en la hoguera. Pero, por fortuna, el capitán se entera y escapa. Dice, en sus escritos, que lleva a bordo el Santo Grial, parte de los Evangelios perdidos y parte del tesoro templario”.

      La orden llegó a tener unos veinte mil miembros.

      Fueron guerreros implacables y dueños de un misterio insondable: ellos serían los custodios del Santo Grial de Jerusalén.

      Es la copa donde Jesús tomó el vino de la Última Cena y donde su amigo José de Arimatea recogió la sangre de Cristo una vez que, en la cruz, fue lanceado por el soldado romano. La protección de esa reliquia llevó a los cristianos a trasladarla de un lado a otro: el rastro del cáliz se pierde en el año 400 en Egipto y reaparece en 1120, cuando lo rescatan los templarios.

      Algunos investigadores dicen que los caballeros templarios lo sacaron de Tierra Santa cuando los musulmanes reconquistaron la ciudad y, entonces, su rastro se pierde en los puertos de Francia, primero, y en Gran Bretaña, después.

      Los del Grupo Delphos, que fogonea esta cofradía de templarios argentinos contemporáneos y hace expediciones a Las Grutas y Somuncurá buscando el Santo Grial, aseguran que la flota templaria salió de La Rochelle –lugar francés de una excelente ubicación geográfica, equidistante de Bretaña y el País Vasco− en 1308. Ese año lo fue a buscar y lo embarcó en Gran Bretaña con los tesoros y lo trajo a nuestras tierras a través del puerto fortificado que hoy se llama Fuerte Argentino, en el golfo San Matías, un lugar, por cierto, muy protegido.

      Si Somuncurá es supuestamente el lugar donde los caballeros de la Orden del Temple llegaron con sus navíos mucho antes de que Colón descubriera América, vale hacerse una pregunta… ¿Cómo lo hicieron?

      “El capitán del barco de los templarios dice que navegaron 52 días con vientos empopados y alisios, bajo un cielo desconocido.

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