Misteriosa Argentina 2. Mario Markic
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El almirante se hizo a la mar en aquel viaje histórico, pero recaló en Portugal, donde estuvo en una catedral de los templarios y donde habría obtenido las cartas náuticas y la cartografía para llegar a un territorio… ¡que ya había sido descubierto!
¿Cómo es posible que Colón le haya pintado las cruces templarias a las carabelas?, pregunto y me pregunto. “Ocurre que él salió del puerto de Palos con las velas blancas… y cuando llega a América tiene las velas pintadas con las cruces templarias ¡en honor de los templarios que les habían dado la información y sabiendo, además, que los pueblos originarios de América ya conocían esas cruces desde mucho tiempo antes!”.
Claro que pienso que todo lo que estoy contando es increíble y suena fantástico. Pero es una buena historia. De a ratos se apoya en datos que parecen verosímiles. Y tiene su dosis de aventura. Es como una buena película, ¿por qué no quedarse a ver cómo termina?
Los buscadores del Santo Grial en la Argentina existen. Las investigaciones sobre los templarios en la Patagonia tienen unos veinte años. A este lugar han venido geólogos, arqueólogos y antropólogos españoles, franceses y alemanes que creen en la hipótesis.
Claro que es difícil imaginar en esta soledad a una comunidad de caballeros templarios viviendo hace mil años.
La cofradía asegura haber encontrado una extraña piedra con una cruz templaria en bajorrelieve, bien adentro de la meseta de Somuncurá.
Y eso es todo.
Ese blindaje acrecienta su misterio. Lo que hay también es brumoso, como la existencia misma del cáliz. Nada se sabe –y nadie se anima a aventurar opinión al respecto− sobre qué pasó después de que esa flota llegara a la lejana Patagonia, ni por qué eligieron este lugar tan remoto, ni cuánto tiempo vivieron aquí.
En 1307, debido a la confabulación entre el Papa y el rey Felipe el Hermoso, un gran número de caballeros fueron apresados, inducidos a confesar sus herejías bajo tortura y quemados en la hoguera.
En 1312, la orden fue disuelta.
Jacques de Molay, último gran maestre, y ciento cuarenta templarios fueron encarcelados y torturados. Sin embargo, frente al palco en Notre Dame, donde iba a ser leída su sentencia, recuperó el coraje y proclamó la inocencia de los templarios y la falsedad de sus propias confesiones: admitió haber mentido para salvar la vida.
Por ese arrebato, fue quemado frente a la catedral el 18 de marzo de 1314.
El Santo Grial puede ser un mito. Aun así, es irresistible.
Y ahora, como una extensión del entramado misterioso que lo custodia, tiene también su lugar en la Patagonia.
“Creo que Fuerte Argentino forma parte de pistas falsas e indicadores, señuelos que fueron dejando los templarios para confundir. No creo que sea el lugar indicado para esconder algo tan importante para la cristiandad”. “¿En dónde, si no?”, surge de inmediato la duda. “En la meseta de Somuncurá”, aparece como respuesta.
Tomé un avión en el aeródromo Saint-Exupéry de San Antonio Oeste y fui a echar una mirada a vuelo de pájaro a un lugar que está entre los más misteriosos y desconocidos del país.
La meseta de Somuncurá parecía infinita. Más de veinticinco mil kilómetros cuadrados repartidos entre Chubut y Río Negro, con una densidad de población menor a medio habitante por kilómetro cuadrado.
¿Quién se anima a atravesar esa meseta de basalto, más grande que Tucumán, desprovista de árboles y caminos?
Solo poca gente vive allí, curtida, sola de toda soledad.
Y hay algo para decir de la vegetación: hay especies que solo existen en este lugar del mundo y en ninguno más.
Tan fuerte es Somuncurá y tan frágil a la vez: porque las amenazas se ciernen sobre su flora y su fauna, aunque parezca mentira. Por eso es área protegida natural. Este país del viento y la nada es de gran interés biológico por la existencia de especies endémicas, que habitan en un solo lugar del planeta. O sea, allí. Como la antiquísima mojarra desnuda, un pequeño pez que no tiene escamas, y la ranita de Somuncurá.
¿Qué hay en Somuncurá?
Se ven lagunas, eso sí, permanentes o temporales. Son como ojos de agua o manchas redondas: los abracadabristas quieren creer que sobre Somuncurá se desató alguna vez una lluvia de meteoritos…
Piedra volcánica, silencio, huellas ancestrales… Y arroyos, flanqueados por arboles sedientos.
Y quebradas y cañadones. Excepto la Puna, no encontré otro lugar así de solitario en toda la Argentina.
Pero lo que le falta en habitantes, lo tiene en leyendas. ¿No es acaso el escondite del cáliz que usó Cristo en la Última Cena?
Una de las puertas de entrada a la meseta de Somuncurá es el pueblo Ezequiel Ramos Mejía, que homenajea a un ministro de Obras Públicas de los tiempos de la Argentina próspera. Cuando visito el pueblo, Javier Giménez, su joven intendente, que gobierna sobre mil cien almas, me dice: “Somuncurá es un misterio. Para nosotros, que elegimos vivir aquí, es un paraíso. Aquí nacimos, aquí vivimos, aquí queremos morir. Además, si estás preparado y la recorrés caminando, vas a encontrar cosas únicas. Especies únicas de plantas, con florcitas, que no superan los cinco centímetros y se aguantan el viento huracanado aferradas a la piedra. Una tenacidad que conmueve, ¿no es cierto? Bueno, nosotros somos como esas florcitas de empecinados. Es duro, pero nos aferramos a esto”.
Somun-curá quiere “decir piedra que suena o habla”. El nombre hace referencia a los silbidos de los fuertes vientos de la primavera, cuando se filtra en las fisuras de las rocas basálticas.
“La leña escasea, en el invierno parece Siberia”, cuenta Javier.
Somuncurá es el tema. Y es inevitable entonces hablar de ella y su gravitación, aunque esboce una sonrisa cuando se le plantean cosas de los templarios y el cáliz de Cristo.
Acá hay conchas, erizos, fósiles de animales marinos confundidos entre el pedregal. Resabios, vestigios de sesenta millones de años, cuando el mar todo lo cubría. (Y vuelvo a acordarme de los templarios y sus barcos que podían atracar en la península porque había veinte metros más de agua que hoy).
A veces, parece que las piedras se van a desbaratar sobre uno.
Fuera de eso, lo único que se ve es una vegetación dura y pinchuda, coirón amarillo, piedra y ausencia de caminos.
La historia de vida del Tigre Nirian es apasionante.
Es uno de los mil habitantes de esta tierra lunar. Uno de los que salió y volvió.
Apenas nos vio llegar, después de tres semanas de no ver a un ser humano, carneó un chivito, lo despostó con rapidez y sabiduría, y lo echó sobre una parrilla. Su casita −o su rancho, dirían los gauchos− parece emerger de la tierra misma. Desde lejos sería difícil reconocerlo como algo artificial a la meseta: “Acá lo único que había eran piedras, ni corrales, ni un lugar playo… todo lo que ves, corrales, casa, lo hice con mis manos. A mi casa la hice con barro, y pude hacer una senda entre las piedras, como para entrar