Recuerdos borrados. Lynne Graham

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Recuerdos borrados - Lynne Graham Bianca

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que… ¿qué sabía él lo que era un hogar feliz, o tener una familia? Había crecido en un antiguo palacete en Italia, con un padre a quien le importaban más sus calificaciones académicas que su felicidad, y había sido criado y educado por una sucesión de estrictas niñeras y tutores.

      Las traiciones de Brooke habían aniquilado sus sueños de una vida familiar normal, de un hogar cálido. Había dejado atrás todos esos anhelos absurdos. No necesitaba nada de eso; era un hombre muy, muy rico y libre de todo tipo de ataduras. No volvería a casarse, y tampoco tendría hijos porque, con el mal ejemplo que había tenido, estaba seguro de que sería un pésimo padre.

      Iba a salir a almorzar cuando llamaron por teléfono. Era la policía. La limusina en la que iba Brooke se había visto involucrada en un accidente. Se quedó paralizado al oír los detalles que le relató el agente al otro lado de la línea: su esposa estaba gravemente herida y la habían ingresado en la unidad de cuidados intensivos; el chófer, que trabajaba para él, había muerto, y también la otra mujer que iba a bordo. ¿Qué otra mujer?, se preguntó aturdido.

      Visitaría a la familia del chófer en cuanto le fuera posible para darles sus condolencias, decidió de inmediato tras colgar el teléfono. Y aunque ya no pensara en Brooke como su esposa, sabía que no tenía ningún pariente y era su responsabilidad moral hacerse cargo de ella. Por eso, se fue derecho al hospital. Hacía mucho que había perdido el aprecio y el respeto a su mujer, pero jamás le desearía mal alguno.

      Cuando Lorenzo llegó al pabellón de urgencias había un par de policías esperándole. Querían hacerle unas preguntas sobre la otra mujer, la que había muerto en el accidente. Según el pasaporte que habían encontrado se llamaba Milly Taylor, pero Lorenzo nunca había oído ese nombre ni sabía quién era.

      La policía pensaba que tal vez también hubiera sido una extraña para la propia Brooke, que quizá, como estaba lloviendo tanto, se había ofrecido a llevarla porque le pillaba de paso. A Lorenzo le costaba imaginar a Brooke haciendo de buena samaritana y contestó que tal vez fuera una de las maquilladoras o estilistas a cuyos servicios recurría con frecuencia.

      Se preguntó si el accidente habría sido culpa del conductor, y por ende culpa suya también por haber permitido a Brooke el capricho de seguir usando una de sus limusinas hasta que estuvieran oficialmente divorciados.

      Aunque el acuerdo prematrimonial que habían firmado antes de la boda le aseguraba un férreo control para evitar que sus bienes acabasen en sus garras, se había mostrado generoso con ella. Además de dejar que siguiese haciendo uso de la limusina, le había comprado un lujoso apartamento para que viviese en él cuando abandonase Madrigal Court, su casa de campo. De hecho, ya le había entregado las llaves, pero Brooke aún no se había mudado porque le gustaba demasiado la comodidad de contar con un servicio pagado que le cocinaba, limpiaba, lavaba la ropa… ¡Madre di Dio…!, ¿cómo podía estar pensando esas cosas en un momento tan grave?, se reprendió.

      La policía le aseguró que el accidente no había sido culpa de su chófer. Un camionero extranjero había girado en la calle equivocada, le había entrado el pánico en medio del intenso tráfico y se había saltado un semáforo en rojo, provocando el accidente.

      Brooke había sufrido un severo traumatismo craneal y el neurocirujano que estaba a punto de operarla le advirtió que era posible que no sobreviviera a la intervención. Lorenzo se pasó horas paseándose arriba y abajo por la sala de espera, rumiando los demás detalles que le habían dado sobre su estado: le habían dicho que Brooke tenía múltiples cortes y golpes en la cara y aunque solo había podido verla unos segundos cuando habían pasado con ella en una camilla, camino del quirófano, había podido comprobar hasta qué punto el accidente había desfigurado sus facciones. Sabiendo lo importante que era para Brooke su apariencia, sintió lástima de ella. Si sobrevivía, se aseguraría de conseguirle al mejor cirujano plástico para que pudiera volver a mirarse al espejo sin sentirse mal. Haría todo lo que estuviera en su mano por ella.

      Cuando por fin apareció el médico para decirle que la operación había ido bien, respiró aliviado. Sin embargo, el neurocirujano también le explicó que Brooke estaba en coma y que no había manera de saber cuándo saldría de él, ni en qué estado quedaría. Esa clase de traumas craneales solían causar complicaciones y secuelas. En cualquier caso, le dijo, tenía un largo y lento proceso de recuperación por delante.

      Una enfermera le entregó los efectos personales de Brooke. Entre ellos estaban su anillo de compromiso y la alianza que él había puesto en su dedo el día de la boda con tanta confianza y optimismo. Tragó saliva, consciente de la encrucijada en la que se encontraba de repente. Hacía unas horas solo había podido pensar en que dentro de unas semanas sería libre, pero Brooke aún era su esposa, y le daría todo el apoyo que fuera necesario en esos momentos difíciles. Dejaría en suspenso el asunto del divorcio hasta que Brooke se recuperase.

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