A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori Foster
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Ahora que tenía la oportunidad de reconducir las cosas hacia donde le interesaba, Trace sopesó la situación. ¿Qué sería más ventajoso, que Priss fuera hija de Murray o que no lo fuera? Se encogió de hombros. De momento estaba todo en el aire. Tendría que improvisar sobre la marcha.
–No hay problema.
Murray le dio un par de instrucciones más sobre el tipo de ropa que quería que le comprara.
–Sonsácala, a ver qué puedes averiguar, ¿de acuerdo? Pero sé discreto. No quiero que se asuste. Todavía.
Mientras Trace escuchaba, Priss levantó una mano para protegerse los ojos del sol y miró a su alrededor.
Trace se excitó de pronto. Acarició involuntariamente con el pulgar la piel suave de su brazo derecho por encima del hombro. Ella lo miró extrañada. Luego miró su mano y enarcó las cejas. Trace la soltó.
–Luego hablamos –le dijo a Murray, cerró el teléfono y volvió a guardárselo en el bolsillo.
Cuando Priss echó a andar hacia la tienda, la agarró del brazo, la hizo volverse en dirección contraria y la llevó a una pequeña tienda de telefonía que había una manzana más allá.
–¿Qué vamos a hacer?
–Comprar un par de teléfonos –tenía un montón de cosas que hacer esa noche. Los planes se le agolpaban en la cabeza mientras intentaba asegurarse de que no olvidaba nada.
–¿Para mí?
–Para mí.
–Pero tú ya tienes uno –señaló ella.
–Cállate –entró en la tienda y compró dos teléfonos de prepago con un cupo limitado de minutos en llamadas. Como cambiaba de teléfonos a menudo, le convenía comprarlos siempre que tenía oportunidad.
Pagó en efectivo, claro. Al salir de la tienda, preguntó:
–¿Dónde te alojas de verdad?
–¿No te has tragado lo del hotel?
–No –pero por suerte parecía que Murray sí–. Se me ocurrirá algún modo de mantener tu tapadera, pero me alegro de que me hayas hecho caso y no le hayas dado información personal.
–¿Y a ti sí puedo dártela?
–Sí, a mí sí –contestó. Se detuvo delante de la tienda de ropa–. Murray es el dueño de la tienda, más o menos. No digas nada dentro, ¿de acuerdo?
–¿Nada en absoluto, como si fuera muda? ¿O nada importante?
Era imposible que le hiciera gracia aquella situación.
–Puede que haya micrófonos y Twyla forma parte del círculo más íntimo de Murray. No te dejes engañar, aunque parezca una viejecita encantadora. Es lista como un zorro y tan cruel como los demás –la agarró de la barbilla y le hizo levantar la cara–. ¿Dónde te alojas?
Priss contestó sin vacilar:
–Tengo un apartamento alquilado a unas cuantas manzanas de ese hotel. Es un antro, pero no me hicieron muchas preguntas cuando quise alquilarlo para una semana y pagar en metálico.
Muy astuta. Trace puso la mano en el pomo de la puerta.
–No te pongas quisquillosa con la ropa que te pruebes. Sonrójate todo lo que quieras…
–¿Qué te hace pensar que voy a sonrojarme?
–Si no te sonrojas, no nos la llevaremos.
Los ojos de Priss se agrandaron un poco más y Trace casi sonrió.
–Tenemos que comprar prendas de todo tipo. Mañana, como Twyla ya sabrá tu talla, vendré a recoger más.
–¿Cuánta ropa se supone que tengo que comprar?
Él se encogió de hombros.
–Cuatro o cinco conjuntos completos. Pero, pase lo que pase, no te olvides de tu papel.
–¿El de mosquita muerta? –batió las pestañas teatralmente.
–Sé que es difícil, pero tú has empezado, así que intenta ceñirte a él –abrió la puerta, decidido a no reírse de su broma. Lo cierto era que le encantaba discutir con ella. Lo cual era muy arriesgado en varios sentidos.
Twyla apareció en cuanto entraron. Debía de tener unos sesenta y cinco años, pero se empeñaba en vestirse como una estrella del escenario e iba muy maquillada. Las cejas, pintadas de negro, describían un arco tan marcado que tenía perpetuamente cara de asombro.
–¡Trace! ¡Qué alegría verte! –su larga túnica se agitó tras ella cuando se acercó a Trace, y el aroma de su intenso perfume llegó hasta ellos.
–Twyla –permitió que le diera un beso en la mejilla y que apretaba su pecho contra su torso. Mientras se quitaba el carmín oscuro de la mejilla, hizo acercarse a Priss–. Necesitamos un vestuario completo. Espero que hoy puedas darnos dos conjuntos completos y, cuando le hayas tomado la medida, unos cuantos más para que mañana vengamos a echarles un vistazo.
–Mmm –Twyla la miró de arriba abajo–. Date la vuelta.
Priss giró sobre sí misma, indecisa.
–Sigue, sigue.
Cuando acabó de dar la vuelta entera, él vio que se había puesto colorada. Qué interesante. ¿Se había sonrojado porque la estuvieran calibrando, o era una actriz excelente? Pronto lo averiguaría.
–¿Zapatos? ¿Ropa interior? ¿Joyas?
–¿Por qué no? –Trace lanzó a Priss una mirada de advertencia–. Ve preparándola mientras yo salgo a hacer una llamada. Pero quiero verla con cada conjunto.
–Claro –Twyla agarró a Priss del brazo.
Sus largas uñas pintadas destacaban, obscenas, sobre la piel blanca de Priss. Trace vio que tiraba de ella como de una mula recalcitrante. Mirando hacia atrás, Priss dijo:
–¿Trace?
Aquella vocecilla, acompañada por la expresión de miedo que tenía su cara, estuvieron a punto de convencer a Trace. Era tan contradictoria que no sabía a qué atenerse con ella.
–Estás en buenas manos, Priss. Solo será un momento.
Salió a la calle soleada y, usando el teléfono de prepago, llamó a su amigo Dare.
–Macintosh.
Se frotó la nuca con la mano libre, intentando relajar la tensión de los músculos.
–Soy Trace, y tengo un pequeño problema.
–¿En