Desierto de tentaciones. Michelle Conder
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–Yo… –balbució ella, que no se había preparado para aquello–. Sí. No me gusta que invadan mi espacio personal.
En realidad, no estaba acostumbrada a que la tocasen. Su padre nunca había sido de mucho tocar y, dado que su madre había fallecido al darla a ella a luz, había sido criada por todo un cortejo de niñeras que habían ido desapareciendo de su vida antes de que ni a Sol ni a ella les hubiese dado tiempo a encariñarse. Su padre lo había hecho a propósito, para hacerlos fuertes, objetivos y distantes, como debía ser todo monarca.
Alexa todavía recordaba el día que su querida señorita Halstead se había marchado. Ella, con cinco años, había llorado hasta no poder más, lo que había demostrado que su padre tenía razón. Con el tiempo, Alexa había dejado de llorar cuando alguien se marchaba, pero después del error que había cometido con Stefano, era evidente que le había costado mucho más aprender la lección de la objetividad. Y en ocasiones todavía le preocupaba no dominarla. En especial, en esos momentos, cuando estaba intentando por todos los medios ser objetiva.
–Puedo ir más despacio, por supuesto –le dijo él, sonriendo y mirándola fijamente a los ojos.
A pesar de que se había vestido para llamar la atención, Alexa estaba tan poco acostumbrada a que la mirasen así que tardó un momento en asimilar sus palabras. Cuando lo hizo, sintió calor en la nuca. En realidad, no había pensado lo que le iba a decir al príncipe cuando por fin se encontrase con él, así que se quedó en blanco. Lo único que hacía que siguiese considerando poner en práctica su plan era el amor que sentía por su país y el deseo de apaciguar a su padre.
Porque, en circunstancias normales, jamás se habría acercado a un hombre como aquel. Y no solo por su reputación de chico malo, sino porque era demasiado masculino.
La orquesta cambió de pieza y ella pensó que el príncipe bailaba muy bien. Se preguntó cómo podía recuperar el control de la situación y sugerir que se sentasen un rato a charlar, y sintió que volvía a perder el control cuando él se acercó más y su masculino olor la invadió.
–Es usted excepcionalmente bella –murmuró el príncipe, llevándose su mano izquierda a los labios al tiempo que sonreía–. Y soltera. Dos de mis atributos favoritos en una mujer.
Procesó la pregunta del príncipe acerca de si era francesa y se apartó para mirarlo con sorpresa.
¿Acaso no sabía quién era?
Llevaba toda la noche recibiendo miradas de compasión de aquellos que sabían que era la princesa de Berenia a la que el rey de Santara había rechazado.
No era posible que él no la reconociese, pero, al fin y al cabo, llevaba diez años viviendo su vida mientras que ella no se había movido de su casa. Se le ocurrió que, dado que no la reconocía, intentaría averiguar lo dispuesto que podía estar a ayudarla con su plan sin tener que pasar la vergüenza de proponérselo directamente.
La mirada color zafiro del príncipe, enmarcada en unas espesas y oscuras pestañas, se enfrentaba a la suya con seguridad, de manera directa, prometiéndole placeres con los que Alexa jamás había soñado, la atraía como si pudiese leer sus pensamientos y adivinar sus deseos más secretos. La idea la aterró y le resultó irresistible al mismo tiempo.
Tuvo la sensación de que el príncipe sabía perfectamente lo mucho que la afectaba su cercanía, pero Alexa no tenía pensado caer en sus redes.
–¿Es siempre tan directo? –le preguntó.
–No me gusta perder el tiempo con trivialidades –le respondió él, acariciando la parte interior de su muñeca y haciendo que se le pusiese el vello de punta–. Siempre he pensado que lo mejor era decidir lo que quería e ir a por ello.
A Alexa no le cabía la menor duda.
Aunque ella, desde la muerte de su hermano, se había quedado prácticamente sin decisiones en la vida, por lo que no solía decidir qué era lo que quería ni iba a por ello.
El príncipe la hizo girar y añadió:
–Por el momento no me ha fallado –le dijo, con sonrisa lupina–. Y espero que no me falle esta vez.
–¿Me está haciendo una proposición?
Lo dijo sin pensarlo y se arrepintió. Sin duda, ninguna de las sofisticadas mujeres con las que se le solía fotografiar habría hecho una pregunta tan torpe.
Él sonrió divertido.
–Eso parece.
–Pero si ni siquiera me conoce.
–No necesito conocerla para saber que la deseo –ronroneó él en tono sensual–, pero si se siente más cómoda así, le diré que soy el príncipe Rafaele al-Hadrid. Rafe para los amigos, Rafa para mi familia.
–Ya sé quién es –le dijo ella–. Y también conozco su reputación.
Él sonrió todavía más.
–¿Cuál de ellas?
Alexa no supo cómo responderle y decidió intentar sacarle información.
–La de que no está hecho para el compromiso.
–Cierto –le respondió él–. Se me dan bien muchas cosas, pero la de ser marido no es una de ellas.
–¿Y por qué no sería un buen marido?
–Según muchas de las mujeres con las que he estado, estoy emocionalmente atrofiado, no sé lo que es el cariño de verdad, me da miedo la intimidad y soy muy egoísta –enumeró divertido–. No estoy de acuerdo con lo del cariño, porque da la casualidad de que soy muy cariñoso.
–Seguro que sí, están equivocadas.
–Me alegro de que estemos de acuerdo, pero todavía no me ha dicho su nombre.
–No.
Él arqueó las cejas y la miró con interés.
–Ni va a hacerlo –continuó–. ¿Quiere que lo adivine?
Estudió su rostro y añadió:
–Me resulta vagamente familiar. ¿Debería saber su nombre?
–Eso diría yo.
–¿Ya nos conocíamos…?
–No –respondió ella enseguida, entendiendo por dónde iba la pregunta.
Él volvió a apretarla contra su cuerpo y Alexa sintió calor.
Él sonrió sensualmente, como si pensase que la tenía donde la quería tener.
«Peligro», le dijo a Alexa su cerebro una vez más, con más firmeza, añadiendo la orden de que se retirase. No obstante, Alexa no se podía retirar porque no podía recordar el motivo. No con aquellos ojos clavados en sus labios.
La canción que habían estado bailando terminó y alguien anunció por un micrófono que iba a empezar la subasta