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«maquereau» que significa literalmente «caballa». No se sabe muy bien cuál es la asociación entre el chulo de putas y ese pescado en concreto. Hay quien dice que quizás tenga algo que ver con el olor de las partes pudendas de hombres y mujeres. El arquetípico proxeneta afroamericano es llamado «Mack Man» o «mackerel»; un concepto transferido a Estados Unidos, también del francés, a través de Nueva Orleans.1 Tanto el macarra español como el mack estadounidense cuentan con la misma raíz etimológica: «maquereau». Se considera que el término maquereau está emparentado con el neerlandés makelaer, algo así como un corredor o agente; también con makeln (traficar, comerciar), derivado a su vez de maken (hacer). En castellano contábamos con un término similar proveniente del árabe: alcahueta, que contiene el prefijo «al» (el) y «qawwád» (mensajero). La alcahueta era aquella que hacía de mediadora entre amantes cuyos amoríos, generalmente, habían de permanecer en secreto. La alcahueta representaba, y representa, la contrapartida femenina del chulo: la madame. El término «rufián» tiene la misma significación que macarra, solo que es un término de origen italiano. Tanto rufián como macarra, sin embargo, han dejado de significar —en el lenguaje cotidiano al menos— lo que significaban. Según la Real Academia de la Lengua, macarra viene a ser una persona «agresiva, achulada».

      Pero no hace falta remitirse al cine. Recuerdo yo tener tan solo diez años, en 1991, y esperar el autobús debajo de unas Torres Kio todavía en construcción, y ver a dos gitanos en un carro tirado por un burro, circulando por la continuación de la Castellana en medio del tráfico, exclamando a grito pelado: «¡Afuera las viejas, que suban las jóvenes! ¡Afuera las viejas, que suban las jóvenes!». Escuché yo entonces a un señor con bigote y gafas de aviador que había a mi lado decir para sus adentros: «Tu puta madre…». Quinquis y gitanos son los protagonistas de este entorno entre urbano y campestre, no del todo definido, aún por construir.

      También el macarra ha ocupado tradicionalmente un espacio periférico. En Madrid, muchos de los «ventorrillos, tabernas y bodegones» donde se juntaba gente de mala vida estaban en «arrabales y extramuros», localizados durante el reinado de Felipe IV en barriadas a día de hoy tan céntricas como Lavapiés. Lugares análogos durante el periodo intersecular aquí analizado serían los barrios de la periferia. En tales emplazamientos había, además, solares donde la gente humilde podía realizar sus reuniones dominicales. Esta apropiación del espacio público por parte de las clases menos pudientes con fines celebratorios sigue existiendo. Todavía recuerdo encontrarme una noche de verano a una familia gitana haciendo una barbacoa en el interior de la piscina pública del barrio del Pilar, o las memorables reuniones de los años noventa celebradas por numerosos ecuatorianos en la Chopera del parque del Retiro los domingos. Cuando le comenté esta costumbre a un amigo peruano me dijo que eso era cosa de «cholos», un término derogatorio para referirse a los indios cuya etnicidad está vinculada a los estratos sociales más desfavorecidos. También en California las barbacoas realizadas en los parques son un elemento distintivo tanto de mexicanos como de afroamericanos. Aquellos que no cuentan con espacios privados para celebrar fiestas multitudinarias lo hacen necesariamente en lugares públicos.

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