Macarras interseculares. Iñaki Domínguez

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Macarras interseculares - Iñaki Domínguez General

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un ejemplo, estaba terminantemente prohibido que las mujeres ocupasen el espacio fuera de la barra, y la corrupta policía franquista hacía asiduas visitas al local. En la calle Hermanos Bécquer, donde vivían tanto Carmen Polo como Carrero Blanco, la cosa era bien distinta. Según me comenta José, debajo del ático donde vivía «la Franca» —como él la llama—, en un local a pie de calle, había otro bar americano. En el resto de Madrid, las autoridades complicaban las condiciones para que estos bares operasen autónomamente. Sin embargo, en Hermanos Bécquer los escoltas de la familia Franco podían disfrutar del alcohol, el sexo y la música con toda libertad. El resto de bares se veían acosados por dos comisarios bien conocidos en el mundo de la noche. Ambos agentes eran el azote de muchos de estos locales. «Esos nos daban caña constantemente», dice José. La corrupción, muy arraigada en el régimen como parte estructural del mismo, salpicaba también a la policía. Uno de los comisarios tenía irónicamente «en Ciudad Lineal un chalet con putas dentro. Y a nosotros no nos dejaban…». Digamos que el agente de la ley trabajaba a dos bandas. Putear a otros locales era un buen modo de diezmar a la competencia.

      Dado el éxito del Tokio, José y su hermano siguieron con la temática japonesa y abrieron el Samurai, otro local del estilo justo en frente del anterior. En el Samurai llegaron a contar «con dieciocho chicas». El negocio iba tan bien que montaron otro bar americano un número más abajo: el Acapulco. Los clientes de estos negocios comenzaron siendo los americanos, que luego fueron sustituidos por clientela española. Por lo general varones de unos cuarenta a cincuenta años de edad, lo cierto es que toda la gente importante del régimen pasaba por ahí haciendo gala de una tremenda hipocresía. Precisamente quienes imponían las normas para prohibir dicho tipo de negocios eran los primeros en hacer uso de ellos. De hecho, tales prohibiciones eran, en muchos casos, un modo de hacerse con el negocio o de tener un acceso más exclusivo al mismo. La policía trataba de confraternizar con los propietarios para que fueran sus confidentes, algo que, según José, podía traer más problemas que beneficios.

      El Samurai contaba con un salón detrás de la barra, disponible solo para los buenos clientes, aquellos dispuestos a pagar una botella de champán. Entonces salían las mujeres. Si la policía descubría que éstas no estaban detrás de la barra imponía al bar una multa de mil pesetas de aquel entonces. A los propietarios, sin embargo, les salía a cuenta, puesto que uno de esos clientes vip gastaba entre cuatro y cinco mil pesetas en una botella de whiskey o de champán. Entre los tres locales, José y su hermano llegaron a contar con unas ochenta o noventa prostitutas.

      Muchas de estas mujeres tenían sus trabajos diarios, aunque visitaban estos clubes para ganar un dinero extra y, quién sabe, quizás encontrar marido (el modo más seguro de obtener una posición acomodada en esos años). Hay que decir que por aquel entonces todas estas mujeres eran de nacionalidad española, pues los ratios de inmigración extranjera eran insignificantes. El país no era lo suficientemente rico como para atraer mano de obra extranjera. Generalmente, esas mujeres formaban parte de flujos migratorios interiores al propio país. Es decir, que muchas de ellas provenían de poblaciones más pequeñas: de pueblos o ciudades de provincias.

      Para asegurarse la victoria, muchos marcaban las cartas con un rotulador de cera. Los que sabían mirar distinguían la marca. Los desprevenidos, sin embargo, no se percataban de que estaban jugándose el dinero en inferioridad de condiciones. El avispado tahúr podía, de este modo, saber qué cartas tenía su contrincante, conociendo de antemano, por ejemplo, si uno se estaba tirando un farol. La idea en esos casos era desplumar a alguien en concreto. «¿Cómo es posible que yo siempre pierda?», exclamaban algunos de estos jugadores. Cuando terminaba la partida, el tramposo manoseaba la baraja para limpiarla y se la entregaba al perdedor para que éste comprobase por sí mismo que las cartas no estaban marcadas.

      En muchas ocasiones, José abandonaba la partida de póker sobre las ocho de la mañana para llevar a sus hijos al colegio. La timba, sin embargo, podía continuar hasta el mediodía. No era raro que las esposas de algunos de los jugadores apareciesen en la puerta del local para reclamar la vuelta de sus maridos a la vivienda familiar.

      Los propietarios de este tipo de negocios debían aprender a defenderse de mucha gente. No obstante, por lo general, dichos emplazamientos no contaban con porteros. Cuando había algún cliente borracho que se negaba a pagar la cuenta, se daba la voz de alarma y llegaban otros hosteleros del barrio que se hacían pasar por clientes. La intención era vigilar que nada se fuese de madre. En una ocasión, unos clientes despilfarradores no aceptaron la cuenta, creyendo que les estaban cobrando de más. José y otros hosteleros se vieron obligados a sacar «el florero», unos palos cortos y gruesos. José, siendo más bajito que ellos, se subió a una mesa para poder golpear al cliente en la cabeza. Los agredidos se quedaron con su cara, y eso le costó pasar por la cárcel. El juez, por lo visto, era amigo de uno de los denunciantes y le impuso una sentencia de tres días en la cárcel de Carabanchel. Pero José, que también tenía contactos, logró pasar tan solo una noche en la enfermería de la cárcel. En la España de Franco, como en parte ocurre todavía hoy, tener contactos era fundamental para el bienestar de cada cual.

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