Macarras interseculares. Iñaki Domínguez
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Dado el éxito del Tokio, José y su hermano siguieron con la temática japonesa y abrieron el Samurai, otro local del estilo justo en frente del anterior. En el Samurai llegaron a contar «con dieciocho chicas». El negocio iba tan bien que montaron otro bar americano un número más abajo: el Acapulco. Los clientes de estos negocios comenzaron siendo los americanos, que luego fueron sustituidos por clientela española. Por lo general varones de unos cuarenta a cincuenta años de edad, lo cierto es que toda la gente importante del régimen pasaba por ahí haciendo gala de una tremenda hipocresía. Precisamente quienes imponían las normas para prohibir dicho tipo de negocios eran los primeros en hacer uso de ellos. De hecho, tales prohibiciones eran, en muchos casos, un modo de hacerse con el negocio o de tener un acceso más exclusivo al mismo. La policía trataba de confraternizar con los propietarios para que fueran sus confidentes, algo que, según José, podía traer más problemas que beneficios.
El Samurai contaba con un salón detrás de la barra, disponible solo para los buenos clientes, aquellos dispuestos a pagar una botella de champán. Entonces salían las mujeres. Si la policía descubría que éstas no estaban detrás de la barra imponía al bar una multa de mil pesetas de aquel entonces. A los propietarios, sin embargo, les salía a cuenta, puesto que uno de esos clientes vip gastaba entre cuatro y cinco mil pesetas en una botella de whiskey o de champán. Entre los tres locales, José y su hermano llegaron a contar con unas ochenta o noventa prostitutas.
Muchas de estas mujeres tenían sus trabajos diarios, aunque visitaban estos clubes para ganar un dinero extra y, quién sabe, quizás encontrar marido (el modo más seguro de obtener una posición acomodada en esos años). Hay que decir que por aquel entonces todas estas mujeres eran de nacionalidad española, pues los ratios de inmigración extranjera eran insignificantes. El país no era lo suficientemente rico como para atraer mano de obra extranjera. Generalmente, esas mujeres formaban parte de flujos migratorios interiores al propio país. Es decir, que muchas de ellas provenían de poblaciones más pequeñas: de pueblos o ciudades de provincias.
Puesto que muchas prostitutas se marchaban con sus clientes a las dos o tres de la mañana a alguna boite —las discotecas del momento—, José y su hermano decidieron sacar más partido económico a la noche y abrieron una sala de fiestas en la calle Londres, que llamaron Carnaby St., famosa referencia cultural de los Swinging Sixties.7 En ese local podía el público beber y bailar hasta las siete de la mañana. En muchas ocasiones, sin embargo, la cosa no terminaba ahí. Se organizaban timbas de póker en las oficinas de la sala de fiestas que duraban hasta bien entrado el día. Por entonces, drogas como la cocaína eran difíciles de encontrar, y la fiesta consistía, básicamente, en beber alcohol, follar y jugar a las cartas apostando dinero. En España el juego estaba terminantemente prohibido, algo que no hacía sino suscitar el interés en torno al mismo. Dicha prohibición responde a las actividades ilícitas generalmente asociadas al juego, junto con los riesgos que supone la posibilidad de perder ingentes cantidades de dinero en una de esas timbas. Las adicciones, generalmente, emanan de instintos masoquistas y la prohibición de conductas compulsivas tiene como objeto impedir que las personas se hagan un daño innecesario a sí mismas. No obstante, la prohibición de estas actividades no hace sino incrementar la fascinación que pueden ejercer sobre el consumidor.8 El juego, por otra parte, podía llegar a ser algo más que un simple pasatiempo. Para algunos, era un modo de ganarse la vida.
Para asegurarse la victoria, muchos marcaban las cartas con un rotulador de cera. Los que sabían mirar distinguían la marca. Los desprevenidos, sin embargo, no se percataban de que estaban jugándose el dinero en inferioridad de condiciones. El avispado tahúr podía, de este modo, saber qué cartas tenía su contrincante, conociendo de antemano, por ejemplo, si uno se estaba tirando un farol. La idea en esos casos era desplumar a alguien en concreto. «¿Cómo es posible que yo siempre pierda?», exclamaban algunos de estos jugadores. Cuando terminaba la partida, el tramposo manoseaba la baraja para limpiarla y se la entregaba al perdedor para que éste comprobase por sí mismo que las cartas no estaban marcadas.
En muchas ocasiones, José abandonaba la partida de póker sobre las ocho de la mañana para llevar a sus hijos al colegio. La timba, sin embargo, podía continuar hasta el mediodía. No era raro que las esposas de algunos de los jugadores apareciesen en la puerta del local para reclamar la vuelta de sus maridos a la vivienda familiar.
Por otra parte, muchos de los dueños de este tipo de locales, al cerrar, abandonaban su local con la prostituta más atractiva. Se iban luego a bares de flamenco en la carretera de Barcelona (avenida de América).9 Según José, muchos de esos personajes terminaron arruinados, precisamente, debido a sus excesos. Él, por su parte, estando casado, sabía controlarse con las mujeres. Como todo buen traficante de drogas, que sabe bien que no debe consumir su propio producto,10 el verdadero macarra ha de saber domeñar sus apetitos y, a decir de los pimps de Estados Unidos, acostarse con sus «protegidas» solo a cambio de dinero. El chulo original debe preocuparse tan solo de cuestiones económicas, sin caer en líos de faldas que solo interfieren con el negocio. Esto es lo que cualquier profano en estos asuntos llamaría «separar trabajo y placer»; una buena máxima a la que toda persona debería ceñirse.
Los propietarios de este tipo de negocios debían aprender a defenderse de mucha gente. No obstante, por lo general, dichos emplazamientos no contaban con porteros. Cuando había algún cliente borracho que se negaba a pagar la cuenta, se daba la voz de alarma y llegaban otros hosteleros del barrio que se hacían pasar por clientes. La intención era vigilar que nada se fuese de madre. En una ocasión, unos clientes despilfarradores no aceptaron la cuenta, creyendo que les estaban cobrando de más. José y otros hosteleros se vieron obligados a sacar «el florero», unos palos cortos y gruesos. José, siendo más bajito que ellos, se subió a una mesa para poder golpear al cliente en la cabeza. Los agredidos se quedaron con su cara, y eso le costó pasar por la cárcel. El juez, por lo visto, era amigo de uno de los denunciantes y le impuso una sentencia de tres días en la cárcel de Carabanchel. Pero José, que también tenía contactos, logró pasar tan solo una noche en la enfermería de la cárcel. En la España de Franco, como en parte ocurre todavía hoy, tener contactos era fundamental para el bienestar de cada cual.
Pasados los años, con la llegada de las libertades a España, todos estos negocios dejaron de funcionar. Lo mismo que en Estados Unidos, una vez el sexo fue contemplado como algo más accesible y tolerado, lo prohibido perdió mucha de su fuerza. Generalmente, los negocios son más lucrativos siempre y cuando sean ilegales. De ahí que cuando surgieron bingos al margen de la legalidad en distintas partes de España, José y sus socios decidieron meter mano en esa industria emergente.11 Sin embargo, para poder abrir un bingo en Asturias era necesario hablar primero con un coronel de la Guardia Civil que era de quien dependía la futura apertura del negocio, ilegal por aquel entonces. Se suponía que la Guardia Civil, a cambio de ciertas cantidades de dinero, miraba para otro lado. Al parecer, el coronel les dijo al entrevistarse con ellos que acababa de llegar una orden de Madrid de clausurar todos los bingos. Sin embargo, como José tenía la intención de abrirlo con una asociación «de subnormales» de Asturias, harían lo