Macarras interseculares. Iñaki Domínguez
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Dice José que fue él quien inventó la maquina de bolas que sale en todos los sorteos televisivos, puesto que antes se hacía el sorteo con un bombo. Gracias a un ebanista y un motor de absorción inventó una máquina que chupaba las bolas que anunciaban el premio. Con estos nuevos dispositivos operaban de modo itinerante en los pueblos de la cuenca minera. Cada vez que se movilizaban, el hijo del guardia civil llamaba al cuartel de la población y avisaba de su llegada. El bingo solo podían montarlo ellos. José y los suyos gozaban de exclusividad, gracias al dinero que pagaban religiosamente al hijo de coronel. En definitiva, con la excusa de la «asociación para subnormales» se lucraban José, la asociación y el hijo del guardia civil.
Todo ese dinero se abonaba en efectivo, y los bingos eran muy lucrativos. La vía de conexión con Madrid era por aire y llegaron a ganar tanto dinero que se veían obligados a dejar montones de billetes en un coche que aparcaban en el aeropuerto. Cada quince días volvían a Madrid con dinero, un dinero que por aquel entonces no era necesario blanquear.
No obstante, no mucho tiempo después los bingos fueron legalizados y se estipuló toda una normativa a la que era necesario someterse. Naturalmente, los impuestos a pagar eran todo un inconveniente y José y sus socios decidieron invertir en otros asuntos. Parte de su dinero lo emplearon en comprar dos locales en el barrio de la Concepción, justo en frente del tanatorio de la m-30 (cerca de las famosas Colmenas). Tras la muerte de uno de los encargados de los locales nocturnos de José, asistieron a su velatorio en ese mismo tanatorio. Una vez en la puerta, alguien les ofreció coronas de flores que se vendían en la calle. Esto llamó su atención. Quizás podrían dar uso a sus locales recién adquiridos. Corría el año 1984 y decidieron montar un negocio de venta de coronas de flores que sigue activo a día de hoy.
La competencia en dichos locales era feroz. José y sus hijos tuvieron que ganarse el respeto de algunos de los personajes callejeros que vendían flores en la zona. Para llegar a los clientes que se acercaban al tanatorio era necesario pasar mucho tiempo en la calle. Como ocurre con todo buscavidas, existían unas normas no escritas que había que respetar. Es necesario saber identificar «quién es cliente tuyo y quién no lo es». Hay que saber, además, «pedirse» al cliente. Si uno llega primero, tiene la prioridad. Quien tiene prioridad elige al cliente, que es aquel que llega al tanatorio con un papel amarillo, que es el certificado de defunción. Dicha persona, normalmente, es la que ha de resolver todos los trámites, entre los cuales está comprar las flores que servirán para honrar al fallecido. Si coges tu turno, el siguiente cliente potencial le pertenece a otra floristería. Puede, sin embargo, que el vendedor esté despistado y entonces otro florista le dé su tarjeta al nuevo cliente.
En esos años los vendedores callejeros de flores que trabajaban frente al tanatorio eran como corredores de bolsa, siempre atentos a lo que acontecía a su alrededor. «El respeto te lo ganabas si tenías la cabeza en tu sitio, no te pedías a clientes que le correspondían a otro y no perdías tus propios clientes por despistes». Como dice Ángel, hijo de José: «Si no sabías lo que era tuyo, entonces estabas pisando el terreno a otros».
En una ocasión, Ángel fue agredido por uno de los dueños de otra de las tiendas de flores. En realidad, fue un familiar de este. Por lo visto, alguien «le calentó la cabeza» mientras bebían, diciéndole que Ángel le había quitado un cliente. Mientras Ángel estaba trabajando, de improviso alguien se acercó por detrás y le dio un puñetazo.12 José no dudó en ir a buscar al agresor, que estaba en la comisaría de policía. De camino cogió un pedrusco que se guardó en el bolsillo. Al encontrarse con su presa en la comisaría se acercó diciéndole: «¿Qué? ¿Estás contento?». Cuando su interlocutor comenzó a hablar, José le golpeó con la piedra en la cara, dejando a su víctima tirada en el suelo patas arriba. Dejó inmediatamente la piedra debajo de un sillón. Cuando un agente llegó a preguntar qué había pasado, José contestó que su víctima le había intentado golpear y que, al apartarse, éste había caído, golpeándose la cabeza contra la pared. La disputa, finalmente, quedó en eso, un «ojo por ojo y diente por diente». Algunos de los vendedores de estos establecimientos son personajes muy rudos, y se rumorea de algunos de ellos que son los que venden ciertas sustancias prohibidas en el barrio. El barrio de la Concepción era en los setenta una barriada de casas bajas, sin agua corriente, con caminos sin asfaltar, que no contaba con ninguno de los lujos que caracterizan un espacio urbano, tal y como lo entendemos hoy en día.
Los «Bananos» en el barrio de la Alegría, sobre el que se construyó la Concepción.
Según José, uno de dichos personajes se metió en una organización vinculada a tanatorios y cementerios. Se comenta que, asustando a los celadores de ciertos hospitales e instituciones, se hizo con un lucrativo negocio de la venta de coronas de flores. De tales lucros, por otra parte, surgen nuevos contactos entre lo más granado de la sociedad.
El negocio de las flores también daba sus problemas. Habla Ángel, hijo de José: «Yo terminé la carrera en icade y me puse ahí a currar. Quería irme a Londres, pero primero teníamos que tomar una posición ahí [en la venta de flores frente al Tanatorio]. Habíamos abierto un negocio y no estaba dispuesto a que nos lo cepillaran delante de mis narices. Estuve currando y un buen día dije: “Me largo mañana”. Al llegar a Londres llamo a Madrid y me hablan preocupados mis familiares. La noche antes de irme yo, un cliente me encargó un dineral en coronas de flores. Sería la una de la madrugada. Ese dinero se lo di a Eustaquio, el socio de mi padre, en efectivo. Pasó que el hombre al que yo había vendido las coronas vino al local diciendo que le reclamaban el pago de ese dinero. Y que él ya me lo había pagado a mí. Eustaquio dijo no haberlo recibido. Se había quedado el dinero. Después de todo el follón, Eustaquio le dice a mi padre que lo siente y que se había gastado el dinero. Entonces mi padre cogió un palo para darle, pero Eustaquio cogió la furgoneta de la empresa y se escapó. Mi padre recuperó la furgoneta y sacamos a este tío del negocio. Ya nos quedamos el negocio solo para nosotros. Yo regresé de Londres y volví de nuevo al tanatorio».
Ángel: «El Cascarilla es uno que sigue con el negocio, al lado del mío. Con diez, doce hijos que son los que se dedican hoy en día a vender flores. Luego estaba Camilo, un contable que trabajaba para una empresa y después de salir de la oficina hacía horas extras para ganar dinero vendiendo flores en el tanatorio. Pero, de repente, llegaban sus jefes de la empresa de contabilidad y se metía debajo de un camión para que no le viesen [risas]. No quería que le viesen sus jefes vendiendo coronas. Era un vicioso del dinero, un yonqui del dinero. Y aparecen sus jefes para despedir a un muerto, ¡y se mete debajo de un camión! [risas] Esperó a que se fuesen. [Por suerte para él] no tenían más muertos…».
1. Mercedes Martín Luengo, José Ortega y Gasset. Ediciones Rueda, 1999, pág. 20.
2. Franco llegó incluso a ofrecer a Estados Unidos apoyo militar en la guerra de Corea.
3. Jorge F. Leal, «Las “Colmenas” de Madrid», El Mundo, 11 de octubre de 2010.
4. Decía Pedro Almodóvar que veía las Colmenas todas las mañanas cuando iba a trabajar como funcionario desde el barrio de Prosperidad —donde residía— hasta las oficinas de Telefónica en las que trabajaba.
5. Se dice que un famoso futbolista argentino del Real Madrid, que vivía en la zona, era un asiduo de los bares de la Costa Fleming. Por lo visto, en ocasiones