Macarras interseculares. Iñaki Domínguez
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Por lo visto, rompieron la cristalera del negocio para llevarse todo lo que contenía. Por entonces, la solidaridad entre vecinos se expresaba también en el «chivateo»: un testigo dio a la policía los nombres de los infractores. Luego, a mediados de los años setenta, se creó una gran alarma social por la nueva delincuencia emergente. Los tirones de bolsos se multiplicaron en los barrios, junto con otros muchos delitos contra la propiedad privada.
Corrala de Lavapiés en los años setenta.
En esa época, no solo en Lavapiés, sino en todo Madrid, dominaban las pandillas. De modo similar al modelo de delincuencia juvenil presente en los Estados Unidos, cada distrito y barrio contaba con su propia pandilla callejera. Las peleas a pedradas, también conocidas como «dreas», eran comunes por entonces. También era común el empleo de cinturones, con sus hebillas: la llamada «cabeza de león», que por entonces se estilaba.5 Cuando alguien portaba una hebilla con cabeza de león, «sabías que era de alguna banda». Las pandillas podían llegar a contar con cierta ascendencia política. Si querías salir con una chica de otro barrio, muchas veces el líder de la banda respectiva tenía la última palabra al respecto. Este tipo de relaciones entre pandillas albergaba cierta ética, pues, entre otras cosas, uno «no pasaba por donde no tenía que pasar», y se imponía toda una serie de normas de conducta y dogmas a los que uno había de ajustarse. A principios de los setenta en el distrito de Arganzuela dominaba la «banda de los Ojitos Negros», «la banda del Triste», la «gente de la calle Amparo», grupos de macarras que se pegaban unos con otros para reafirmar sus respectivas identidades.
Algunos de estos delincuentes representaban lo que por aquel entonces se denominaba «gualtrapas». Al menos así los llamaban los delincuentes de más posición. El gualtrapa era «un mierda», un delincuente de poca monta que robaba a ancianas, que se dedicaba a las «chirlas», es decir, a dar tirones o a robar con intimidación.6 Entre los grandes púgiles callejeros de la zona destacaba Pepe Palacín, que según Domi, era «todo corazón», pero «que daba hostias como panes».
A pesar de que la referida ola de criminalidad fue in crescendo, estas bandas ya operaban antes de la muerte de Franco. Lo curioso es que, previamente al fin del régimen dictatorial, la policía estaba a otras cosas. Por entonces, las grandes amenazas al bienestar social, a ojos de las autoridades, eran «los comunistas y los maricones». Los gays sufrían un rechazo total. Se sabía quiénes eran, pues «estaban fichados» y de vez en cuando «les daban un repaso». Se les llevaba a la comisaría para «recordarles que eran ilegales». Domi no duda en enfatizar la injusticia que suponía dicha situación para los homosexuales: se les castigaba y se les vejaba.
No obstante, aunque rechaza la etiqueta de homófobo, sí que tiene una cosa clara: «Yo no tengo nada contra los homosexuales, pero… [haciendo un gesto con la mano] ¡Que corra el aire! ¡Que corra el aire!», dando a entender que es siempre mejor mantener una distancia prudencial con respecto a ellos. «Yo no soy homófobo, yo mantengo las distancias… El movimiento gay que hay ahora en España es una puta patraña y es un postureo. Los gays que ahora tienen ochenta años sí que han sufrido. Les han vejado, torturado, violado». Lo mismo pasaba con las prostitutas: «Cuando los guardias tenían ganas de follar, iban a la calle de la Montera, se llevaban a las putas, se las follaban por la cara y las dejaban. O sea… había una impunidad total».
Todo esto se mantuvo así hasta el 78. Entonces «la cosa empieza a cortarse un poco». Sin embargo, «la impunidad policial tarda mucho tiempo en acabarse». Digamos que los miembros de la vieja policía tenían costumbres muy arraigadas de las que les resultó difícil prescindir. La cosa cambió sustancialmente, sin embargo, con el primer gobierno de Felipe González. Es en ese momento cuando «una generación de policías acaba, y empieza otra».
En los años setenta, famosos delincuentes como Santiago Corella «El Nani» eran asiduos visitantes del barrio de Lavapiés. De hecho, El Nani fue detenido por un atraco a una joyería de la calle Tribulete —también en el barrio—, del que en realidad no era responsable. Lamentablemente, en dicho incidente murió asesinado el propietario del negocio, y, poco después, se cree que El Nani perdió también la vida a manos de la policía.
El hermano de Domi realizó algún que otro «trabajo» con El Nani. Además de atracador, Rober fue toxicómano y murió de sida a la edad de 38 años. De su corta vida pasó doce o trece años entre rejas. En los años sesenta y setenta la gente se iniciaba en el mundo de la droga, como siempre, primero consumiendo alcohol, para luego pasar a fumar porros y tomar tripis. Sin embargo, la cocaína no era común entre los más desfavorecidos y se pasaba directamente a la heroína, algo que podía ser devastador. Rober, entre otras cosas, movía kilos de droga y organizaba atracos a bancos.
Los chavales se juntaban en «la corrala» de Lavapiés. Se trataba de una construcción en estado de deterioro situada en la calle Mesón de Paredes. Las Escuelas Pías, que por entonces estaban en ruinas, contaban con distintos agujeros por los que se metían los jóvenes para jugar a las cartas, pincharse o tener sus primeras relaciones sexuales. Según Domi, era muy complicado por aquel entonces tener sexo con chicas, puesto que reinaba todavía una gran represión. Aunque, como dice él, «siempre había un par de chicas que eran un poco golfas», por lo que no estaba vedado el sexo por completo. No era raro perder la virginidad con prostitutas, algunas de las cuales recorrían la calle Encomienda. Esas mujeres no solo hacían la calle sino que cuidaban de la gente del barrio, un tipo de solidaridad que creaba arraigo entre los vecinos y los elementos más marginales de la comunidad. En un principio, todo ello formaba parte de la vida cotidiana. No obstante, las cosas fueron cambiando. En torno a 1979 y 1980, la presencia de camellos de heroína era más que evidente. Este nuevo boom de la droga estaba directamente vinculado a la revolución islámica de Irán, que fue la causa de un éxodo masivo de iraníes desde su país de nacimiento hasta España, siendo Irán uno de los países más destacados en la ruta de la heroína de Oriente a Occidente. Desde ese momento las calles no eran tan seguras. Fue por aquellos años cuando los propios vecinos de Lavapiés organizaron batidas para echar a los yonquis del barrio.7 En 1985, el Ministerio del Interior consideraba que el 75 % de delitos comunes estaba vinculado al tráfico y uso de estupefacientes.
La venta de drogas en esos años se hacía en los propios locales del barrio, algo no tan común a día de hoy. Como dice Domi, «los propios establecimientos respetaban a esa gente, y esa gente respetaba los establecimientos», es decir, que los camellos operaban desde ciertos bares que, generalmente, no participaban del negocio, aunque sí estaban interesados en la llegada de posibles clientes, y ello a pesar de que fuese la heroína el principal reclamo. Algunos bares del barrio eran el centro de operaciones de algunos de estos traficantes de drogas extranjeros, generalmente del norte de África y