Macarras interseculares. Iñaki Domínguez
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Cuando murió Rober, llevaba dos años sin hablarse con su padre. Este último, después de muchos años, había logrado deshacerse de las autoridades que llevaban años acosándolo por ser hijo de un comunista. Y ahora era su propio hijo el que daba todos los problemas. Antes de llegar la democracia, la familia sufría registros de la policía política de Franco: «Ponían la casa patas arriba, buscando propaganda subversiva, buscando pistolas». Con la muerte del dictador esto termina, pero comienza otro calvario para ellos: la llegada de la heroína y la iniciación del hijo mayor en el mundo de la delincuencia.
Como camello, Rober también abastecía a músicos y personajes de cierta posición social: desde uno de los músicos de Julio Iglesias a diputados de extrema izquierda. A pesar de este interés por las drogas, la heroína estaba terminantemente prohibida para Domi. Como bien dice: «Yo tuve pánico a la heroína desde el minuto uno, viendo los efectos que tenía sobre mi hermano». Sin embargo, fumó heroína en una ocasión: «Cuando probé el caballo me di cuenta de que no se me empinaba la polla». Eso sí, «el mejor pedo que me he pillado en mi vida fue de caballo. La única vez que lo probé. Los mejores veinte minutos de mi vida de pedo fue de caballo». Luego, sin embargo, «me puse a vomitar, y a vomitar… te quedas hecho un parásito… y la polla blanda, como el que se la menea a un muerto… Y yo pensando, ¿esta es la mierda que os metéis? Iros a tomar por culo, anda».
Rober era un heroinómano atípico, pues los yonquis de la época eran «tipos débiles, eran tipos cobardes, eran tipos que buscaban el camino fácil para el pico fácil». Rober, sin embargo, nunca robó a la familia, ni vendía objetos valiosos de la casa familiar. «Mi hermano, si le faltaba pasta, se cogía el fusco… y se iba a un banco o se iba a una gasolinera, o se iba donde había pasta». En los setenta el robo de bancos, gasolineras y joyerías era muy común. Sin embargo, las nuevas tecnologías, «como el sistema de apertura retardada», aplicadas a la protección de dichas entidades y establecimientos lograron reducir enormemente la frecuencia de los atracos. Estos siempre se hacían a primera hora de la mañana. Y, para escapar, se usaban las «locas», coches como el 124, un 132, o el Supermirafiori. Hablamos de una época en la que robar un coche era especialmente fácil. Lo abrían con una percha y luego hacían el puente: «unir los colores, unir los colores. Luego hacías fricción, y el coche arrancaba». Más adelante, los bancos eran solo atracados los días 1, o 30, o el 15. Estos días era cuando las empresas pagaban la nómina a sus empleados, en muchos casos, en efectivo.
Según Domi, la cárcel en esos años era especialmente dura. No había visitas conyugales, o vis a vis, y se daban las violaciones a presos. Esta terrible realidad en el interior de las cárceles cambió con la instauración de unas nuevas y mejores condiciones de vida para los convictos españoles. Los tatuajes en el interior expresaban ciertos conceptos. Muchos presos se tatuaban tres puntos, cuyo significado era: «muera la policía, arriba la golfería». El llamado «kíe» era quien mandaba en el patio y «en la vida». Se trata de un término que trascendió del mundo penitenciario para ser empleado en las calles para hacer referencia al chulo: «Eres el más kíe», se suele decir, incluso a día de hoy. Ser un kíe implica, inevitablemente, ser un macarra. Pero no todo el mundo puede portar dicho nombre en su piel. Aquel que tenía tatuado kie 13 era considerado «un pez gordo de la cárcel».8
En 1978, Domi entra en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, pero no dura mucho en sus aulas. Por entonces, gracias a la influencia de su hermano mayor, se hacía con discos de la Creedence Clearwater Revival, de los Rolling Stones, de Pink Floyd y Deep Purple, una música que se hallaba intrínsecamente unida a una filosofía de vida en la que la cultura de las drogas jugaba un papel fundamental.
Una mañana de 1978, Domi vuelve de la facultad y se encuentra en su casa con su hermano Rober, con el Lenteja y con Floro, sus compinches. Estaban preparando un atraco. Por lo visto, faltaba el Norberto, que era uno de sus compañeros habituales. Hacían falta dos tíos que entraran en el banco, además de uno en la puerta y otro al volante del coche. En un arrebato Domi se compromete a ayudarles. Se dirigen, poco después, a una entidad bancaria de San Sebastián de los Reyes. Rober y el Lenteja entran en el banco, Domi se queda en la puerta, y el Floro hace de conductor. Sin embargo, el atraco tarda más de lo previsto. De acuerdo «con la ley de los maleantes», un atraco de este tipo no ha de llevar más de unos sesenta segundos. No obstante, en este caso algo fue mal. Llegó la policía. Domi y Floro escaparon en el coche, mientras Rober y el Lenteja fueron arrestados.
Domi logró llegar a su casa, pero con tan mala suerte que su padre le sorprendió en la puerta con la bolsa que contenía las armas y con Floro. Su padre abrió la bolsa, vio «todo el percal» y le exigió que le contase lo ocurrido. A las veinticuatro horas del suceso el atracador novato estaba ya en París. Ahí fue acogido por una de sus tías, junto con su abuelo, exiliado político. Allí permaneció durante tres años. Si volvía a Madrid, corría el riesgo de ser hecho preso para luego ser internado en una cárcel española.
En 1981, se vio en la necesidad de volver para hacer el servicio militar obligatorio y comprobó que, por lo visto, no estaba en busca y captura. Vivió por entonces un par de años en los Apartamentos Tribunal, de Malasaña, todavía abiertos en la actualidad.
Sus asociados en el atraco no habían cantado. Una técnica empleada entre delincuentes de la época cuando eran arrestados y trasladados a la Dirección General de Seguridad consistía en estamparse contra la pared ellos mismos, puesto que «un solo golpe no es lo mismo que cuatrocientos golpes». Una vez se habían «abierto la cabeza» eran llevados al hospital y de ahí al juzgado o a la cárcel. Así uno se salvaba «del palizón, de las torturas tan impresionantes y tan degradantes que te hacía esta policía fascista e hija de puta con total impunidad».
Tras su exilio, Domi se decide a abandonar el mundo de la delincuencia y se pasa cinco años «haciendo la noche en Torremolinos». De 1981 a 1985 trabaja los veranos en una discoteca de un conocido playboy venezolano, con quien establece una estrecha relación. Había llegado junto a otros heavies hasta ahí para trabajar en temporada alta. Para ellos la cosa era, en sus propias palabras, «como una película de Alfredo Landa».
Según Domi, una vez allí, se dan cuenta de que el playboy venezolano se metía mucha coca. Además, se percatan de que pueden vender mucha droga. Según sus cálculos, en un día podían deshacerse de unos 140 gramos de cocaína. Miembros de la aristocracia, pijos, guiris, y los propios nativos, eran asiduos consumidores. Al poco tiempo de llegar, Domi y sus amigos eran responsables de seguridad de la discoteca y manejaban «todo el cotarro». Vivían en unos bungalós en la Playa Sofico, al lado del hotel Tío Pepe; un auténtico paraíso kitsch. Cuando volvía de trabajar a las seis y media de la mañana, su bungaló estaba siempre lleno de gente. Cada año llegaban a principios de mayo y se marchaban a Madrid en octubre, y subían a la capital con «dos millones de pelas de la época». Gastaban el dinero alegremente, y si faltaba, trabajaban con sus motos de mensajeros, en una década, la de los ochenta, en la que ser mensajero daba mucho más dinero que ahora.
Sin embargo, los malos tiempos llegarían para la familia de Domi. En 1987 su padre tuvo un terrible accidente de tráfico. Su hijo mayor le había regalado un anillo de oro y diamantes. Mientras conducía en la carretera, con su brazo izquierdo reposando en el exterior de la ventanilla del coche, se quedó dormido, chocó contra algo y perdió el brazo, que salió disparado con anillo de brillantes incluido. Mientras ambos progenitores se recuperaban en el hospital, preguntaron por el brazo, a lo que la Guardia Civil contestó que no habían dado con él. «Ni apareció el brazo, ni apareció el anillo». El pobre señor venía de hacerse unas pruebas tras haber sido diagnosticado de un enfisema pulmonar, «la antesala de un cáncer de pulmón. En esas condiciones te falta el aire, te falta riego a la cabeza. Algo que