Los feminismos en la encrucijada del punitivismo. Deborah Daich

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pero también sancionadas legalmente.

      El feminismo, que a través de sus múltiples concreciones mantiene su deseo de escuchar la voz de todas las mujeres, incluso de las más silenciadas y marginadas, tiene que ser consciente de esta doble vertiente del derecho, sobre todo en el momento actual en que resulta evidente el uso de recursos judiciales para neutralizar propuestas de gobiernos populares o de reclamaciones sociales. Tales serían los casos de Brasil, Argentina, Ecuador (y otros países de América Latina), o de la prisión de dirigentes políticos catalanes en España. Este desproporcionado crecimiento del poder judicial sobre todas las otras instancias es la consecuencia de cambios en los códigos penales, que se han ido endureciendo en las últimas décadas en un proceso constante de tipificar como delitos todas las manifestaciones de disidencia.

      La judicialización de todos los aspectos de la vida (tanto individuales como colectivos) no forma parte de políticas aisladas; ni siquiera se las puede considerar erróneas, ya que cumplen perfectamente su objetivo de extremar el control sobre los sectores más vulnerables de la sociedad a los que criminaliza y castiga duramente por conductas que anteriormente se consideraban solo faltas o infracciones. Las mujeres, junto con los pobres y los sin papeles, están en la diana de esas políticas represivas. Por eso resulta tan preocupante que algunos sectores del feminismo, principalmente los más integrados en la estructura del poder, sigan confiando en el sistema penal como garante de los recientemente adquiridos derechos de las mujeres.

      El derecho masculino

      Se juzga por lo que la mujer es, a la luz de lo que una mujer debería ser en atención a lo que la sociedad espera de ella por su condición genérica.

      Felipa Leticia Cabrera Márquez, “El estudio de personalidad aplicado a mujeres privadas de su libertad…”

      Pensado desde un punto de vista masculino, el sistema penal resulta inapropiado para evaluar equitativamente las conductas de las mujeres. En algunos países se criminalizan las decisiones sobre el propio cuerpo, como sería el caso de la prostitución o el aborto; en casi todos se sobrecastigan los delitos que más frecuentemente cometen las mujeres, como el traslado o comercio de drogas en pequeña escala, que llenan las cárceles y permiten presentar “resultados satisfactorios en la lucha contra el narcotráfico” sin tocar a los verdaderos delincuentes. Pero el sesgo androcéntrico abarca más que la construcción legal de delitos femeninos; abarca la interpretación de motivaciones, la credibilidad que se otorga a las declaraciones y la consideración de agravantes o atenuantes que se tienen en cuenta para evaluar cada delito. Puede decirse que “el desarrollo de las interpretaciones sexuadas del derecho se replica aún en los tiempos que corren con decisiones jurisdiccionales implantadas en los tradicionales valores masculinos” (Bergalli, 2009: 14). Así se da el caso que, ante la comisión de delitos semejantes, las mujeres reciben penas más severas que los hombres (Almeda, 2002, 2003). En los casos de asesinato de la pareja, las conductas catalogadas como masculinas, como sería el uso de la fuerza motivada por la ira o el alcohol, pueden usarse como atenuantes, mientras que las estrategias femeninas, menos violentas pero que pueden incluir planificación y postergación del asesinato, se consideran agravantes. Además, aun en los casos en que la mujer haya sido maltratada reiteradamente, no se considera que actúa en defensa propia si la respuesta no se manifiesta mientras la están agrediendo, cosa casi imposible dada la correlación de fuerzas. Este sesgo androcéntrico de la interpretación de las leyes hace que ante los mismos delitos las mujeres resulten más castigadas, con lo que medidas tomadas en principio para su protección terminen actuando en su contra. Así, las leyes contra el proxenetismo, en lugar de llevar a la cárcel a los traficantes de mujeres, se aplican preferentemente a las viejas prostitutas que alquilan habitaciones para prácticas sexuales, aunque no empleen ningún medio de coerción.

      Tradicionalmente, el feminismo ha tenido problemas para relacionarse con las mujeres de los sectores subalternos y para entender las conductas que pueden considerarse desviadas de la norma. En sus dos vertientes originales, la de origen puritano, ligada a Estados Unidos y los países nórdicos, y la izquierdista, nutrida de una tradición marxista, había dificultad para aceptar el diálogo con las infractoras. En el primer caso, porque las reivindicaciones se habían apoyado en “la superioridad moral” de las mujeres, por lo que las transgresoras solo podían ser vistas como víctimas de delincuentes masculinos. En el segundo, porque al no formar parte del proletariado organizado, las mujeres (como los campesinos, los indígenas, los sin techo o los sin trabajo) eran relegadas al campo del lumpenproletariado y sus reivindicaciones, reabsorbidas por las de los trabajadores en general si eran asalariadas, o ignoradas si pertenecían a grupos estigmatizados (Juliano, 2002, 2004, 2017).

      En sociedades donde la antigua clasificación en clases sociales es menos evidente y el control religioso está perdiendo peso, la idea del orden social se centra más en las transgresiones individuales aunque, como hemos visto, el conservadurismo se expresa a través del control de los cuerpos. Así, los antiguos “pecados” se recodifican como delitos y las polémicas pasan sobre si hay que penalizar o no la homosexualidad (batalla que han ganado las posiciones progresistas), si se debe aceptar y otorgar los documentos correspondientes a las personas transexuales (se está avanzando en ese terreno), qué hacer con la prostitución y con el aborto (hay avances y retrocesos) o cómo regular las nuevas tecnologías reproductivas, incluso los úteros de alquiler, temas sobre los que dista mucho de haber acuerdos. Ante las dudas, los políticos se inclinan hacia la penalización, en una deriva desde la desviación hacia el delito. Lo hacen porque parten del supuesto de que la opinión pública es conservadora y que la gente aprecia más la seguridad que la justicia. Así, mediante el endurecimiento del Código Penal, además de multiplicar el número de personas privadas de libertad, como se ha generalizado en casi todos los países en los últimos años, se pretende difundir el mensaje de que el gobierno (el que sea) se preocupa por los problemas sociales, y esta es una solución más fácil que atender los problemas reales de la gente, que pasan más por la inseguridad laboral, los bajos salarios, la precariedad de los trabajos y la falta de infraestructuras escolares y sanitarias que permitan vivir en mejores condiciones; sin tener en cuenta las carencias en inversiones a más largo plazo en infraestructuras y viviendas.

      Estas circunstancias permiten entender que, por una parte, se genere artificialmente una sensación de inseguridad

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