Perdida en el olvido. Kate Walker

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Perdida en el olvido - Kate Walker Julia

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a la colcha de color melocotón de la cama, consciente de la piel pálida de sus brazos y escote. Deseaba taparse y, a la vez, le daba miedo que él se diera cuenta de lo que sentía.

      —He traído conmigo a alguien…

      —¿Otra visita? Es una sorpresa. Creo que no conozco a nadie en Londres.

      Todavía no recordaba el accidente ni los días anteriores a él y le resultaba muy frustrante que ni Rafael ni la doctora tuvieran intención de contarle nada al respecto.

      —Tienes que ser paciente —era la respuesta que oía cada vez que preguntaba algo o se quejaba de su falta de memoria—. Es preferible dejar que tu memoria vuelva poco a poco, en vez de contarte nosotros lo que pasó.

      —¿Y dónde está tu amigo?

      —Aquí.

      Al decirlo, Rafael levantó un bulto con sus bronceados brazos y lo depositó sobre la cama.

      Serena se dio cuenta, entre sorprendida y divertida, de que era un cesto y que dentro había un bebé con un traje azul.

      —¡Oh, es precioso! —exclamó con una amplia sonrisa.

      Sin pensarlo, se inclinó hacia delante para agarrar al bebé. Luego, se quedó inmóvil, dudando de lo que Rafael pudiera pensar.

      —¿De verdad lo crees?

      La reacción de Rafael fue completamente distinta a lo que ella había esperado. Notó una extraña tensión en su voz, algo que puso los nervios de Serena a flor de piel.

      —¡Por supuesto que sí! ¿Quién podría… ?

      No terminó la frase, ya que el sonido de su voz hizo que el bebé se estirara de repente. El pequeño movió las piernas y agitó los puños en el aire. Luego, abrió sus enormes ojos negros y los fijó en los de Serena. Esta notó un nudo en la garganta.

      —¿Cómo se llama? —consiguió decir.

      Serena pensó que el niño tenía cierta semejanza con el hombre que estaba al lado de ella. El hombre cuya imagen atrapaba sus pensamientos durante el día y llenaba sus noches de sueños eróticos de los que se despertaba bañada en sudor.

      —Se llama Felipe Martinez Cordoba.

      Cordoba. Eso confirmaba sus sospechas. ¿Cómo podía ocurrirle eso a ella? ¿Cómo podía sentirse celosa porque ese hombre, al que había conocido solo hacía unos días, pudiera estar casado? ¿Cómo podía desagradarle la idea de que hubiera tenido un hijo con otra mujer?

      —Qué guapo es.

      Serena se concentró en el pequeño, que agarró uno de sus dedos con sus manitas. Y en ese momento, fue como si la manita del niño hubiera envuelto también su corazón, aprisionándolo y haciéndola sentir un amor totalmente inesperado.

      —Pero es un nombre demasiado rimbombante para alguien tan pequeño.

      —Lo llamo Tonio.

      —Eso está mejor —replicó ella, sonriendo al niño y agachando la cabeza para evitar las miradas de Rafael—. ¿Es tu hijo?

      La respuesta del hombre fue un murmullo que provocó en ella un nuevo comentario.

      —No sabía que estabas casado.

      —No lo estoy y tampoco lo he estado nunca, a pesar de que una vez estuve a punto de casarme.

      —Entonces, Tonio… ¿fue un hijo deseado?

      El corazón de Serena estaba palpitando tan rápidamente, que le costaba respirar. Que no estuviera casado no significaba que no estuviera comprometido. Después de todo, ¿qué podía haber más importante entre dos personas que un hijo?

      —¿Que si fue deseado? —la maravillosa boca de Rafael hizo una mueca—. Hay personas que lo expresarían de otro modo.

      —Pero si su madre y usted están juntos…

      —¡No! —exclamó casi con violencia—. La madre de Tonio y yo no estamos… como dice usted tan diplomáticamente, juntos.

      El corazón de Serena, que había comenzado a palpitar más lentamente, dio un vuelco ante el repentino cambio del tono de voz de él.

      De alguna manera, sin saber cómo, ella había traspasado las barreras que él había levantado alrededor de sí. El hombre al que se había acostumbrado durante aquellos días había desaparecido, dejando paso al hombre al que ella había llamado inquisidor español. El hombre que le había enfadado y asustado el primer día había vuelto.

      —Lo siento, no quería… molestarte.

      Serena soltó la manita del niño, temerosa de repente de transmitirle sus sentimientos.

      —Nunca…

      Pero no dijo nada más. El pequeño, furioso porque le habían arrebatado su recién encontrado juguete, murmuró una protesta que se convirtió en un grito y encendió sus mejillas violentamente.

      —¡Oh, cariño, lo siento! —dijo ella, inclinándose rápidamente sobre el pequeño.

      Rafael se acercó y sacó al niño del cesto.

      —Calla, calla. No pasa nada —dijo, consolándolo.

      Serena sintió una profunda emoción ante la imagen del bebé contra el pecho duro y fuerte de aquel hombre. La criatura parecía mucho más pequeña y delicada contra aquellos brazos que lo agarraban. Su cabecita parecía más frágil.

      Y en ese momento, bruscamente, toda la soledad y el miedo que la habían invadido justo antes de que llegara Rafael, volvieron a asaltarla.

      Por eso, a pesar del miedo inicial que había sentido hacia él, se había alegrado tanto de ver a Rafael el segundo día después de que hubiera recuperado la conciencia. No era probable que fuera a visitarla nadie más. No tenía a nadie en quien apoyarse, nadie que pudiera hacerle más agradable su estancia en el hospital.

      Y no había tenido que pedírselo. Incluso había ido el primer día con flores, fruta, una bolsa con una selección de cosas de aseo de las mejores marcas. Le había llegado a llevar un par de camisones nuevos, adivinando su talla con una precisión que la había asombrado e inquietado a la vez. Porque indicaba que conocía su cuerpo a la perfección.

      —¡Quédatelos! —había protestado él cuando ella había hecho ademán de rechazarlos—. No es nada… puedo permitírmelo.

      Pero ella había descubierto aquella mañana que los camisones y las cosas de aseo eran solo una pequeña muestra de la generosidad de aquel hombre, que parecía inmensa.

      —¿Es verdad que me está pagando el hospital?

      La cabeza orgullosa de Rafael se irguió inmediatamente, sus cejas se juntaron y sus ojos oscuros se entornaron como si quisieran ocultar algo.

      —¿Quién te lo ha dicho? —preguntó con un tono de voz amenazante.

      —Oh, vamos, señor Cordoba

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