Rebeldes, románticos y profetas. Iván Garzón Vallejo

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Rebeldes, románticos y profetas - Iván Garzón Vallejo

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medios de la política

       Del ius ad bellum al peacebuilding

       Epílogo: Catolicismo + democracia = violencia. La paradoja colombiana

       Del partidismo a la legitimación del statu quo

       De la confesionalidad y la intransigencia al pluralismo y el diálogo

       La banalización de la violencia

       Referencias

       El autor: Iván Garzón Vallejo

      Escribí sin odio contra el lenguaje del odio y contra la desmemoria y el olvido tramado por quienes tratan de inventarse una historia al servicio de su proyecto y sus convicciones totalitarias.

      Fernando Aramburu (2016, p. 552)

      PRÓLOGO

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      En la madrugada del 1 de enero de 1959 hacen su entrada triunfal a La Habana las tropas del comandante Eloy Gutiérrez del Segundo Frente Nacional del Escambray y, horas más tarde, dos de los máximos líderes del Movimiento 26 de Julio, Camilo Cienfuegos y Ernesto ‘Che’ Guevara. El dictador Fulgencio Batista se había escapado de Cuba esa misma madrugada en una avioneta con dirección a República Dominicana para buscar la protección de su socio, el cruel Rafael Leónidas Trujillo. Había nacido el mito guerrillero en América Latina.

      Para miles y miles de jóvenes latinoamericanos la Revolución cubana, a escasas noventa millas de los Estados Unidos, demostraba que era posible alcanzar el poder por la vía de las armas, que la utopía era realizable y que Cuba era una confirmación de que “la violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva”, como planteó Marx en el primer tomo de El Capital.

      Uno de los jóvenes, arrastrado por la ola revolucionaria que sacudió a América Latina, fue un sacerdote ligado a las familias de la élite bogotana, Camilo Torres Restrepo. En 2019 se conmemoraron los noventa años del nacimiento de este joven, quien en 1965 colgó la sotana para unirse a la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional, ELN. El sacerdote-guerrillero, quien había nacido el 3 de febrero de 1929 en Bogotá, murió en un enfrentamiento con tropas del Ejército Nacional el 15 de febrero de 1966 en San Vicente de Chucurí (Santander). Tenía, escasamente, treinta y siete años.

      Si “el deber de todo revolucionario es hacer la revolución”, como dijo en un célebre discurso pronunciado por Fidel Castro el 2 de enero de 1963 en La Habana para conmemorar el IV aniversario de la Revolución, este llamamiento no caería en el vacío. En efecto, tras el triunfo de la insurgencia cubana, la ola guerrillera se fue extendiendo como una mancha de aceite, abarcando toda América Latina (con excepción de Costa Rica), Estados Unidos, Canadá, Europa Occidental e, incluso, Japón.

      En América Latina, el mito revolucionario se fortaleció en aquellos años gracias al respaldo de las teorías sociales en boga en los medios universitarios. En efecto, la teoría de la dependencia afirmaba que el desarrollo económico en los países del Tercer Mundo no era posible sin una ruptura radical con el mercado mundial capitalista, dado el intercambio desigual que condenaba a nuestras naciones a ser simples proveedoras de materias primas.

      En los años sesenta, sorpresivamente, todas las fichas del ajedrez a favor de la lucha armada se habían alineado en el tablero: Cuba había probado que era viable la revolución en el patio trasero de la mayor potencia global, la teoría marxista sobre el papel de la violencia en la revolución se había confirmado y la teoría social sostenía que solo la revolución hacía posible el desarrollo.

      Solamente faltaba que hubiese una figura mítica: Argentina ofrendó en el altar de la revolución la figura del ‘Che’ Guevara para los marxistas, mientras Colombia ofrendó a Camilo Torres para los creyentes (el “Che Guevara de los cristianos”, como lo denominó su biógrafo, Walter Broderick). Un profeta laico y un profeta religioso permitieron unir, no sin duras tensiones, la hoz y el crucifijo. En este contexto miles y miles de jóvenes en toda América Latina partieron para la guerra. Eran generosos, idealistas, ingenuos. En el discurso dominante de la época se diferenciaba al revolucionario auténtico —es decir, aquel que estaba dispuesto a empuñar las armas y sacrificar su vida— del revolucionario de cafetería —o sea, aquel que defendía una inútil lucha reformista—. El fusil era la prueba del fuego del compromiso genuino. La magnífica novela de Antonio Caballero, Sin remedio (1984), muestra los dramáticos dilemas morales de los intelectuales de izquierda en aquellos años. Al final, su personaje principal, el poeta Ignacio Escobar, dice con inmensa tristeza: “No se escoge la muerte: a ella se llega acorralado por la propia vida”.

      Los jóvenes que se lanzaron al monte creían, con mucha ingenuidad, que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Tanto el ‘Che’ Guevara como el intelectual francés Régis Debray afirmaban en sus escritos y discursos que la revolución era inminente, que había ya madurado una “situación revolucionaria” en toda América Latina y que solo bastaba que un pequeño núcleo de revolucionarios decididos se lanzara al monte para despertar con su ejemplo heroico la rebeldía popular. No es de extrañar, entonces, que el propio Camilo Torres hubiese afirmado en una entrevista en el diario La Patria (1964), que “la revolución es inevitable y a mi juicio ocurrirá antes de cinco o siete años”.

      No fue así. El modelo del foco rural insurgente que defendieron el ‘Che’ Guevara y Régis Debray se hundió en el desprestigio tras el fracaso del ‘Che’ en la República Democrática del Congo en 1965 y su propia muerte en Bolivia, dos años más tarde, en 1967. Ante ese fiasco, en el Cono Sur y en Brasil se planteó que el error había sido haber escogido el campo como el principal teatro de la guerra y no las ciudades, donde vivía la mayor parte de la población y en donde se podían afectar los centros de poder. Por ello, tomando como modelo a los Tupamaros de Uruguay, se desató la guerra de guerrillas urbana que fue exterminada, también, sin mayores consideraciones.

      Sin embargo, el golpe militar contra Salvador Allende en 1973 y el triunfo del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua en 1979, volvieron a despertar el mito guerrillero en América Latina, en la denominada “segunda ola guerrillera”. El Chile de Pinochet era la prueba de la imposibilidad de la izquierda de acceder al gobierno por la vía electoral y sostenerse en el poder; Nicaragua, por su parte, reafirmaba que era viable un triunfo mediante las armas. Nuevamente, el desastre fue generalizado. Las dos olas guerrilleras solo dejaron como herencia dolor y lágrimas. Y también asombro: ¿cómo era posible que el comandante de la revolución sandinista, Daniel Ortega, se hubiese convertido años después en una versión caricaturesca de su mayor enemigo, Anastasio Somoza?

      Este libro de Iván Garzón tiene como trasfondo esta historia trágica de la experiencia guerrillera en América Latina. Su objetivo fundamental es estudiar el papel que jugaron en el debate público en torno a la legitimidad o no de la lucha armada en Colombia tres grupos de actores: los rebeldes, ante todo, quienes empuñaron las armas desde un compromiso religioso; los románticos, es decir, los que miraron con simpatía y respeto esa decisión así no se hubiesen lanzado al

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