Seducción temeraria. Jayne Bauling
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–¿Estás trabajando? –le preguntó Richard sin rodeos, mientras le lanzaba una mirada abrasadora que se detuvo en su maquillaje, en el lápiz de labios, en las uñas pintadas, en su cabello negro y azul…
–Entre otras cosas –respondió Challis, la cual se preguntó si no había sido demasiado atrevida acercándose a él.
–¿Sabes? No me extraña que tu programa funcione tan bien y que tú tengas tantos admiradores –comentó Richard después de mirar la chaqueta roja de ella, a juego con un top con cuello redondo y en combinación con una minifalda negra–. Tal y como vistes…
–¿Acaso tengo la culpa de que la gente prefiera llevar ropa triste?
–No era una crítica –aclaró Richard, sonriente–. Cualquier hombre medio vivo giraría la cabeza para disfrutar de una visión semejante –añadió con una voz ronca que la excitó.
–¿Hasta tú? –lo desafió ésta.
–Hasta yo… si me permitiera olvidar lo que sé –respondió Richard.
De nuevo la sorprendió su franqueza, aunque Challis no tenía muy claro a qué se refería él con eso de olvidar lo que sabía. En cualquier caso, nunca lo habría imaginado capaz de reconocer que se sentía atraído hacia alguien como ella.
–En cualquier caso, has venido acompañado –le recordó Challis.
–Igual que tú.
–Así que no podemos estar juntos.
–Por cierto, el hombre con el que has venido…
–Serle Orchard –lo informó Challis.
–Sí, Julia… Julia Keverne me estaba diciendo quién es.
–¡Qué casualidad! Serle me estaba contando quién era ella. Sólo la había visto en fotos hasta ahora. ¿Es tu novia?
–Me ha invitado a venir con ella. Su familia está interesada por algunos de los artistas de esta productora.
–No sueltas prenda, ¿eh? –repuso Challis–. ¿Es que piensas que, si admites algún tipo de relación con esa mujer, iría corriendo a la prensa para publicarlo?
–¿Lo harías? –preguntó Richard–. Mi vida privada es privada. Y dado que tú ni siquiera eres una amiga de confianza…
El resto lo dejó en el aire, pero Challis se sintió dolida por aquel rechazo.
–¿Cómo puedes privar a los periódicos de un titular tan bueno? –lo provocó, forzando una sonrisa alegre–. ¡El señor de los diamantes emparejado con la heredera de las joyas! –fantaseó.
–Sabía que no tardarías en llamarme ricachón –comentó Richard, incómodo.
–Es que lo eres –apuntó ella–. Con todos esos diamantes… por cierto, por aquí hay bastantes minas de oro; ¿cómo es que vives en Johannesburgo?
–Es más lógico vivir en la capital comercial, ¿no te parece? – replicó Richard con ironía–. ¿O acaso pensabas que trabajo en las minas?
–¿Por qué no? –repuso Challis–. En mi programa de radio yo lo hago todo: desde descubrir nuevos talentos hasta elegir la música de cada emisión.
–¡Qué anticuada!, ¿no sabes lo que es delegar en los demás?
–¿Anticuada yo? –repitió ella–. Bueno, reconozco que no estoy acostumbrada a que alguien que me saca tanta edad como tú trate de coquetear conmigo.
–Eres imposible –espetó Richard, visiblemente enfadado–. No hay forma de hablar contigo. Te iba a contar lo que Julia me ha dicho sobre tu novio, pero seguro que ya sabes que tanto su empresa como él, en particular, son famosos por sus estrategias de competencia desleal. Pensaba que debía advertirte en agradecimiento por tu decisión de dejar a Kel en paz, pero puede que esa falta de moralidad sea lo que te atrae de Serle Orchard; sois tal para cual y sería estúpido si creyese en la promesa que hiciste el otro día, con lo vaga que fue.
–¡Gracias a Dios que no somos parientes! Me compadezco de Kel. Puede que creas que tienes derecho a interferir en su vida, pero no tienes derecho a interferir en la mía, así que deja que juzgue a Serle por mí misma, ¡gracias!
Luego se retiró sin volver la vista atrás y, en medio de la multitud, se rozó con Julia Keverne, la cual tenía unos ojos de color azul grisáceo muy bonitos.
–¡Oye! –le reprochó Serle–. Estaba a punto de acercarme para que me presentaras a Dovale. Un contacto así puede tener mucho valor.
Sus palabras la decidieron… y no por la advertencia que le había hecho Richard.
–No estoy segura de qué quieres decir con lo de «mucho valor», Serle –arrancó Challis–. ¿Significa lo mismo para ti que para mí? Creo que deberíamos discutirlo.
–¡Genial! Empezaba a pensar que nunca iríamos al grano. He soltado muchas indirectas, pero tú no me dabas ninguna pista –contestó Serle con crudeza–. Pues… por ejemplo, no vendría mal que tu emisora le diera un empujón al disco que nuestro chico va a sacar la semana que viene: eso tendría valor para mí –añadió animado.
Challis lo miró y supo que su relación había concluido, y que no debía haber empezado siquiera.
–¿Lo dices por el cantante ese de la guitarra acústica? Lo siento, no podemos incluirlo en nuestra lista. Pusimos algunas canciones de su anterior disco y la audiencia lo rechazó.
–No me refiero a esa maldita lista de éxitos –contestó Serle de mala manera–. En tu programa de noche pones lo que te apetece, ¿no?
–Pongo música alternativa –dijo Challis con orgullo–. Tu chico no encaja…
–¿Pues qué es lo quieres? –la interrumpió Serle.
–¿Todavía no te has enterado? –replicó ella–. He hecho todo lo posible por fingir que no me daba cuenta de que intentabas chantajearme y sacar partido de mi posición en la radio. No quiero que vuelvas a acercarte a mí –sentenció Challis.
–¡Vaya con doña Moralidad! –trató de mofarse Serle–. Y yo que pensaba que eras ambiciosa. Nunca llegarás a ningún sitio; no tienes ni idea de cómo funcionan las cosas en este mundo.
Challis no estaba dispuesta a prestar atención a Serle, de modo que se dio media vuelta y echó a andar hasta que dejó de oír los insultos que su ex novio le estaba dedicando.
Por suerte, el enfado sólo le duró un par de minutos y en seguida experimentó una extraordinaria sensación de libertad; se desplazó por la sala con una sonrisa amplia y ojos brillantes, bebió champán, se sirvió cuanto quiso del buffet, escuchó un poco de música y resolvió regresar a casa.
Los alrededores del centro en que se celebraba la fiesta eran muy bonitos. Challis abrió una de las puertas y sacó su