La última vez que fue ayer. Agustín Márquez

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La última vez que fue ayer - Agustín Márquez страница 3

La última vez que fue ayer - Agustín Márquez Candaya Narrativa

Скачать книгу

las carcajadas en silencios y los beneficios en devoluciones: los gusanos que la gente alimentaba con nuestras hojas se morían. Tuve que aprender a conjugar el verbo perdonar, y a saber que una vez que se pierde la confianza es casi imposible recuperarla. Suplicamos perdón –la dignidad era más barata que las deportivas extranjeras– y prometimos a los estafados regalarles una bolsa de morera extra si volvían a comprarnos el alimento de las malditas orugas.

      El problema era que el único sitio donde había moreras era en el barrio de Los Frailes, y ya se sabe que lo que hay en el barrio es de los que viven en él. «Nos dais la mitad del dinero y os dejamos coger las hojas que queráis», nos propusieron; pero nosotros, como todo buen negociante, los mandamos a la mierda. Así que decidimos ir cada día en grupo a Los Frailes y, mientras uno vigilaba, los demás subían a los árboles a llenar bolsas con hojas de morera. Chico B venía con nosotros, aunque él no quería zapatillas extranjeras, porque prefería sus cangrejeras, pero le divertía subirse a los árboles y sobre todo andarse por las ramas.

      «¡Corred, corred!», gritó Chico C cuando los de Los Frailes ya estaban encima. Todo porque Chico C, cuando tendría que haber estado vigilando, se había dedicado a torturar a unas crías de pájaro, que se habían caído de un nido, quemándoles el plumón. Huimos, pero a Chico B se le quedó encajado el pie derecho entre dos ramas, cayó cabeza abajo y acabó colgado del árbol como una piñata de cumpleaños. Y así fue como lo trataron los cabrones de Los Frailes.

      Le operaron dos veces de ese pie. La primera vez le operó un cirujano que acababa de terminar las prácticas y el tobillo no le quedó bien, caminaba como una rapero del Bronx a causa de los dolores.

      Los médicos le han dicho que puede hacer vida normal, pero tiene que tener cuidado con los deportes que practica. Él no hace caso, «Me da igual, si se me vuelven a joder ya me los arreglarán los médicos otra vez. Y si no, pues como Cervantes, el cojo de Lepanto», me dijo una vez orgulloso de su saber literario.

      En el pecho, encima del pezón derecho, tiene grabada una esvástica. Sus abuelos maternos son alemanes, fueron seguidores de las juventudes hitlerianas. Su madre es seguidora de los abuelos por ser sus padres. Y el padre de Chico B es seguidor de la madre por ser su mujer. Hace unos años, el padre de Chico B, después de perder todo el dinero que tenía para el regalo del cumpleaños de la madre al blackjack, le tatuó con una cuchilla de afeitar el símbolo nazi en el pecho, «Como regalo sorpresa para mamá», le dijo. Chico B es un chico sencillo, tanto que dice que su color preferido es el blanco y su número favorito el cero; sin embargo, cuando nos enseñó el tatuaje intentó hacer de su pecho un lienzo que contiene una obra maestra, aunque lo único que consiguió fue hacernos sentir lástima al ver marcadas sus costillas sobre aquel torso consumido. Chico A comenzó a reírse a carcajadas, los ojos le lloraban y señalaba con el índice el símbolo nazi. «De qué coño te ríes, gilipollas», le dijo Chico B. Cuando Chico A paró de reír nos explicó que su padre le había tatuado la esvástica al revés, con los brazos apuntando hacia la izquierda.

      5

      En la parte derecha del descampado hay un colegio en el que estudia la gente del barrio, y es al que fuimos Chico A y yo. Chico A era un gran estudiante, «Uno de los mejores estudiantes que ha tenido el colegio», decían los profesores a mis padres. Y como yo era el hermano menor, estaba obligado a sacar tan buenas notas como Chico A –nunca me importó ser un seguidor–. Aunque lo que nadie decía es que Chico A repitió segundo porque hablaba como Tarzán, «Ir colegio no», «Tripa... mmm... dolor», «No recreo», «Hijoputa tú». Un psiquiatra, de los que se sanan ellos mismos escuchando las desgracias de los demás, recomendó a mis padres que lo mejor era que repitiese, «Así se igualará a los de su curso, cogerá confianza y evolucionará del trastorno poco a poco». A mí también me hicieron repetir curso, tal vez por continuar la tradición familiar.

      Lo mejor del colegio es que fue el lugar donde sucedieron muchas de esas primeras veces: mi primera firma en forma de grafiti, mi primera pelea, mis primeros pinchazos de ruedas, mi primera calada, mi primera cerveza, mi primer beso con lengua, mi primer desamor que inspiró mi primer poema a la señora de la limpieza.

      También me expulsaron por primera vez al delatar a mi compañero de pupitre, que se había limpiado en mi abrigo después de haberse masturbado durante la clase: un día de expulsión para los dos. No comprendí por qué, aunque en realidad fue por la bronca que me echaron mis padres por lo que al volver al colegio le zurré al pajillero. Eso supuso una segunda expulsión: una semana sin clases. «Uno no puede tomarse la justicia por su cuenta», me dijo el director al expulsarme. «Y uno no puede mirar a las chicas de cierta manera», le contesté yo. Mi venganza verbal me costó una venganza en forma de bofetada y mi tercera expulsión: un mes fuera y lo que quedaba de curso sin recreo –y aún estábamos en octubre–. Me sentí como un delincuente al que se le van acumulando penas.

      Detrás del colegio hay una iglesia de Testigos de Jehová. Nunca he conocido a nadie que pertenezca a la congregación, ni a nadie que conozca a alguien que pertenezca a ella, ni siquiera a nadie que conozca a alguien que conozca a alguien. Si no fuera por las veces que llaman a las puertas llevando la palabra de Dios, y porque cada domingo se concentran decenas de ellos junto a la iglesia, pensaría que los Testigos de Jehová son solo una leyenda. Se reúnen con sus trajes limpios y sus corbatas serias. Los más jóvenes parecen sacados de familias burguesas de la Francia del siglo XIX: los niños van trajeados con camisa blanca, en el cuello un pañuelo de seda, pantalón por debajo de las rodillas, calcetines con encajes y calzado brillante; las niñas llevan vestido color pastel a la altura de las rodillas, con bordados laberínticos, camisa color blanco hueso, guantes de seda, medias de punto y zapatos de charol.

      Una vez me contaron que el primo de un amigo del hermano de uno del barrio murió porque sus padres eran Testigos de Jehová y no permitieron a los médicos que le hicieran una transfusión de sangre.

      Junto al colegio hay una gran valla publicitaria que nunca anuncia nada, solo quedan los restos de campañas olvidadas. Algunos la utilizan para ahorcar galgos.

      En medio del descampado, a modo de oasis, hay dos pinos gigantes, sus troncos sirven como tablón de aventuras sentimentales: Chico V corazón Chica W, Chico W corazón Chica X. Chico X corazón Chica Y (tachado). Te quiero Chica Z. Te odio Chico Z.

      El resto del descampado es un solar de tierra compacta donde se sobrebebe, donde la lluvia cae sobrecogida y el sol decolora los futuros desechados, donde se estacionan coches y se aparcan problemas, donde el balón de los niños y la comba de la niñas levantan polvo, jeringas y heces, donde el papel de plata tiene precio de oro, donde una caja de cartón y algunas malas hierbas son un chalet adosado con jardín, donde follar es fe de erratas de quererse, y donde roedores y cucarachas son los animales de compañía del barrio. El descampado es un límite rebasado que tiende a infinito con resultado de nada, donde se aprende que la realidad no es más que un continuo de los sueños de otros. El descampado es un mundo de mierda, pero esa mierda es Nuestro Mundo.

      6

      Atravesado en medio de la carretera está tendido boca abajo Chico B. Su cuerpo inmóvil comete una infracción al interrumpir una línea continua. El coche que lo ha arrollado era de color rojo metalizado, tenía las ruedas con los tapacubos blancos, una antena doblada con una cola de zorro en el extremo y un golpe en la puerta del conductor. Tras unos segundos después de haber parado, el conductor ha arrancado y ha dicho adiós con la mano. El acompañante del asiento de atrás ha sacado por la ventanilla la mano y ha estirado su dedo corazón mientras dejaban tras de sí olor a caucho quemado. Un bulldog de goma sobre la bandeja trasera iba diciendo sí. La matrícula era M-1285-GH. O tal vez M-1265-GH. O M-1265-GN. En la carretera han quedado restos de plástico rojo y cristales.

      Chico B se ha colado debajo

Скачать книгу