La última vez que fue ayer. Agustín Márquez
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Sobre la calzada se ven restos de la piel de Chico B. Y de su vida. La parte derecha de su cara está cubierta de sangre. Tiene el ojo abierto. De él sale una lágrima que forma un surco sobre su mejilla cubierta de polvo negro, hasta la boca. La mueca es de terror. O de sorpresa. Le faltan dientes. ¡Sonríe, Chico B! ¡Sonríe! ¡No te avergüences! Tiene abierto el cráneo. Se le ve el cerebro, pero no las ideas. Pensaba que la universidad era una pérdida de tiempo, como la mili y la objeción de conciencia, «Yo voy a ser un desertor», decía orgulloso. Pensaba ser alto y fuerte. Dentro de poco iba a comenzar a trabajar, quería unos zapatos de claqué.
–¿Para qué quieres unos zapatos de claqué?
–Quiero ser famoso.
–Entonces hazte futbolista.
–Los futbolistas son unos maricas, se miran los unos a los otros en los vestuarios.
Decía que yo era su camarada.
Su brazo izquierdo forma un ángulo recto, la palma de la mano mira hacia arriba y el dedo índice está estirado. ¿Querrá preguntar algo? Su mano derecha no se ve, está bajo su cintura. Las piernas están juntas y estiradas, parecen las de un muñeco de futbolín. Tiene los pies desnudos. Una de sus cangrejeras flota en la cuneta inundada.
7
Apenas han pasado diez minutos y una mosca ya revolotea junto al cuerpo.
«Intentó cruzar al descampado, pero un coche rojo con un golpe en la puerta y un bulldog que decía sí lo atropelló y se dio a la fuga. La matrícula era M-1265-GH. O M-1285-GN», digo a dos mujeres que se han acercado.
La mosca se ha posado sobre uno de los pies descalzos, pero el pequeño Mazinger la espanta cuando se acerca por tercera vez al cuerpo de Chico B.
–¿Quién coño ha sido esta vez? –pregunta el dueño de los ultramarinos, que carraspea y lanza un escupitajo con personalidad de Ducados.
–¡Ay, Dios mío! Creo que ha sido ese pobre chico de las cangrejeras –contesta una señora con un vestido estampado de flores tan marchitas como ella.
Le pregunto al dueño de los ultramarinos si ha podido ver la matrícula del coche.
–Yo no he visto nada. Por cierto, dile a tu padre que me debe mil doscientas treinta pesetas.
»¡Quita de aquí!
Es la cuarta vez que Mazinger se ha acercado a Chico B, ha husmeado su cuerpo y se ha vuelto gimiendo con el rabo entre las patas para pulular entre las piernas de los que miramos el cuerpo de Chico B, como si estuviésemos esperando a que se levante, se sacuda el polvo y diga algo así como «¡Qué atropello tan tonto!».
–¡Por Dios! No le pegue al perrito.
–Esto no es un perro, es un chucho.
Mazinger es un cruce de varias razas y chihuahua, esta es la única que hemos conseguido reconocer hasta ahora. Cabría en una caja de zapatos de la talla treinta y ocho. Camina sobre tres patas. Tiene los ojos saltones, las orejas grandes y puntiagudas, la nariz chata y un colmillo que sobresale dándole un aspecto agresivo.
La mosca ha vuelto a posarse sobre el ojo abierto de Chico B.
–Es usted un bruto –dice otra señora con rulos en la cabeza.
–Señoras, no me toquen los huevos, que es muy temprano.
–Y un grosero.
»Y ahora que saca el tema, ¿por qué cobra usted los huevos de dos yemas al doble?
–Pues los cobro al doble por lo que acaba usted de decir: porque tienen dos yemas.
–Sí, pero son más pequeñas. Además, ¿cómo sabe usted que tienen dos yemas?
–Mujer, muy fácil, por el sonido: los agito cerca del oído y por el sonido sé si tienen una o dos yemas.
–¡Santo Dios, los agita! ¿Y si tienen un pollito dentro?
–Pero señora mía, ¿cómo va a tener un pollo dentro si no tengo gallo que las pise?
–Pues vaya un método. ¿Y por qué no nos devuelve el dinero cuando algún huevo de dos yemas tiene solo una?
–Hombre, señora, una equivocación la puede tener cualquiera.
–Claro, pero siempre se equivoca en el mismo sentido.
–Mi nieta estudia algo de eso de los animalitos y me ha dicho que los huevos son la menstruación de las gallinitas. ¡Virgencita! ¿Pueden creerlo?
–¿Cómo va a ser eso? Le dice usted a su nieta de mi parte que es una guarrería y una gilipollez.
Mazinger es un perro callejero, es la mascota del barrio, entre todos lo cuidamos lo mejor que sabemos, le damos de comer nuestras sobras, alimentos caducados, y a veces incluso entre pan y pan le metemos alguna mierda. Esto debe ser lo que más le gusta, porque cuando se lo damos no para de relamerse. Luego nos lame en señal de agradecimiento.
Mazinger va de nuevo a oler el cuerpo de Chico B. La mosca sale de nuevo espantada y se posa sobre la nariz de Mazinger; bizquea, la mira e intenta darle una dentellada. La mosca vuela, Mazinger corre hacia nosotros, y el insecto se posa sobre la boca de Chico B.
–Bueno, bueno, no se líen, escúcheme, la próxima vez que compre huevos de dos yemas y me salga una se lo voy a llevar para que me devuelva el dinero –dice la mujer de los rulos.
–Señora, si compra huevos de dos yemas y le sale una, mala suerte, yo no pienso devolverle una mierda.
–Lo justo es que si sale con una yema nos lo cobre de una.
–¡Ay, bendito, bendito! Tiene razón la señora.
–Aquí no estamos en un juzgado, así que déjense de si es justo o no es justo. Si les vendo un huevo de dos yemas y les sale una, pues lo siento mucho señoras mías, pero no pienso devolverles ni un duro. Si les parece, bien, y si no, los compran en otro lado.
–Es usted un impertinente.
–¡Ay, Jesús querido!
La señora del vestido de flores vuelve su cabeza hacia el cuerpo de Chico B y comienza a llorar. De su boca salen dos palabras, las veo letra a letra: una pe, una o, una be, una erre, una e, una che, una i, una ce y otra o. Las letras se estampan contra el aire, avanzan, crecen, pierden intensidad, se desvanecen. La mujer cierra los ojos, aprieta los labios hasta perder su color rosáceo y mueve la cabeza de izquierda a derecha, de derecha