Palabras para La Poderosa 1. Claudia Piñeiro
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Y la ciudad.
Y la ciudad.
Esa curva, respondió.
Ella lo llama el crackle. Nosotros, la interferencia. Otros la brecha, el szünet, la grieta.
Acá ya hubo uno muy grande allá por 1949, escribió Ángela, pero lograron esconderlo; yo lo investigué. Una serie de pliegues imprevistos, escribió también, en la tela recién planchada de la realidad.
En una noche cualquiera de un tiempo que visto desde ahora parece otra vida —cuando todo era más broma que sospecha, una de las tantas formas que habíamos encontrado con Juan de pensar los límites del realismo— yo volví de México con una valija cargada de libros. Había ido a presentar mi última novela.
(Ahora, mientras escribo esto, pienso que en cualquier otro momento podría haber dicho hace tantos meses, o en tal mes del año pasado pero que en esta temporalidad rota que estamos habitando el paso de los días dejó su lugar al paso de los eventos).
Entonces, entre esa noche en la que volví de México cargado de una resaca mediocre, una decisión que no hace a esta historia y una valija llena de libros hasta hoy, ya no median horas, días, semanas, meses sino la decisión transformada en hecho; la lectura; algunos mensajes con amigos distantes; pero sobre todo la suma de sucesos relacionados con la Interferencia —desde los silbidos en el Golden Gate de San Francisco hasta el corte que el año pasado dejó durante doce horas cuatro países sin energía eléctrica o los loops temporales en las veredas linderas al cementerio— que iban a llegar a su punto de ebullición con la aparición y, coincidiendo con el Aislamiento, la desaparición de Ángela. Y todo lo que ella trajo y se llevó.
Pero esa noche, en la que nada de todo esto había sucedido todavía, bajé del avión cargando decisión, resaca y libros y subí a un taxi. Algo enrarecido y opaco noté en mi Buenos Aires querido después de tres semanas de ausencia, pero entonces se lo adjudiqué, por supuesto, a mi borrachera sin evaporar y al jetlag. Una vez en casa: los niños, la cena, los regalitos del viaje, unas birras, la cama.
Pasaron días —días enrarecidos y opacos— hasta que desarmé la valija de los libros. Dejé junto a la cama, en la mesa de luz, los que quería leer primero: Escenarios del fin del mundo, de Bef; 49 cruces blancas, de Imanol Caneyada; los dos tomos de Larissa Resiner que acababa de publicar el FCE; Quince escritores (casi) olvidados de la era pulp, de Ángela Brhuna; Más de mil masajistas ciegos, de Manuela D’Avila; Habana Anderguoter, de Eric Mota y Mundo de sombras, de Lorenzo Lunar. Los libros de Eric, Manuela y Lorenzo quedarían sin leer. El de Ángela, inconcluso.
Quince escritores (casi) olvidados de la era pulp abre con un capítulo sobre la vida y el trabajo de Walter B. Gibson titulado La magia y la Sombra, entretenido y fácil de leer, al igual que el segundo —El extraño caso del Talbot Mundy y Walter Galt— y el tercero, Martin A. West: el crimen como personaje. Fue al llegar al siguiente —Un viaje al universo de Hank McPherrar— cuando el viaje que empezó fue el mío, el nuestro, al centro de la Interferencia.
La realidad está rota, Kike, igual que el tiempo, escribió Ángela.
Escribió: cosas muy grandes están pasando.
Acá, escribió también cuando ninguno de los dos tenía todavía real dimensión de la inestabilidad de esa palabra, lo llamamos el crackle.
Termino de leerlo con más asombro que atención esperando el momento en el que se develará la broma. Nada. Voy a la última página del libro: Esta edición de “Quince escritores (casi) olvidados de la era pulp” de Ángela Bhruna se terminó de imprimir en A.Sholl y Cia. S.R.L., Onetti 9091, Ciudad de Shörshstad, en mayo de 2017”.
¿Shörshstad? Busco en internet. Nada.
Eso, escribirá Ángela tiempo después, solo puede querer decir que.
¿Qué, qué?, preguntaré mientras salgo del mercado del Chino, apurado porque los chicos están solos en casa. Tardará en responder. En la pantalla, “escribiendo…” Pero el mensaje no aparecerá.
Voy llegar a casa, dejar las cosas.
“escribiendo…”
Entonces me voy a acordar de lo que me habrá escrito Carlos: Lo raro no es eso, raro es que me mandó los mensajes mientras yo estaba en Buenos Aires para la Feria del libro, presentando “Taxi”, y recién me entraron al whatsapp cuando volví a Barcelona. Será una sola cosa el recuerdo y darme cuenta de que siempre recibí los mensajes de Ángela mientras estaba en la cuadra del mercado del Chino.
El lugar, pienso.
Juana queda a cargo, les digo a los niños, ya vuelvo, me olvidé algo. Y desando las calles hasta Esparza entre Irigoyen y Rivadavia. Al llegar al 78 entra el mensaje: Esperaba que completaras la frase. Necesito saber que sos una persona real.
Esta piba está loca, pienso mientras mis dedos en el teclado escriben: Que vivimos en una realidad.
Una realidad, qué, pregunta ahora ella.
Completalo vos, escribo.
Lo hace.
El lugar, vuelvo a pensar. Y escribo: ¿Dónde estás en este momento?
En el gimnasio.
No sé bien por qué, pero en vez de escribir le grabo un audio, el único que habrá entre nosotros en el tiempo en que nos vamos a comunicar: No salgas de ahí, buscá las coordenadas geográficas en Google Maps y pasámelas.
Ella en el gimnasio, yo en el mercado del Chino.
Hacemos la búsqueda.
Copiar.
Enviar.
Y para los dos, entonces, la interferencia será un hecho.
Pero todo eso pasó después. Lo primero que hice al terminar el artículo fue contactar a los amigos que aparecían citados.
Carlos Salem dijo que no sabía de qué le estaba hablando.
Yo no hablé con nadie ni tengo puta idea de quién es McPherrar, dijo.
¿Y Ángela Brhuna?, pregunté, ¿te suena?
No creo que tenga nada que ver, pero hace unos meses, contestó riendo con su risa cascada, tuve unos sueños recurrentes en los que aparecía una periodista argentina de pelo lacio llamada Ángela.
Bef, en cambio, sí sabía de qué hablábamos.
Pensé que era una chingadera tuya, dijo, así que le seguí la corriente. Un juego, ¿no? Justo que escribí un estafador checo que también eres tú. Agregó: no mames, no me lo puedo creer, cuéntame cómo siguió el asunto.
Pero la conversación más