Palabras para La Poderosa 1. Claudia Piñeiro
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Debés estar confundido, dije, Hank McPherrar es un personaje, una boludez mía, un escritor inexistente que inventé para escribir una novelita homenaje a los bolsilibros…
¿Los qué?
Libros de a duro, traduje. Lo importante es que el escritor no existe.
Pero los libros, primo…
¿Qué libros? Hay un solo libro, se llama Y es probable que no quede ninguno, ¡y lo escribí yo en 2015!
Pero yo tengo tres más en mi biblioteca, Kike, espera que los busco.
Quedé esperando. Debe ser una joda suya, pensé.
Dejen que les explique.
Carlos y yo nos conocimos en un festival en Mar del Plata, en una presentación cruzada. Él llevaba Yo también fui Johnny Thundersy; yo, Lo que no fue. Resultó que el personaje de mi novela, que transcurre en Barcelona durante los hechos de mayo del 37, tenía muchas pero muchas cosas en común con su querido tío Eusebio. Desde entonces nos llamamos primo el uno al otro y jugamos con los cruces entre ficción y realidad.
Tiene que ser una joda suya, pensé.
Primo, ¿sigues ahí?, Carlos volvió al llamado.
Sí, decime.
Que no encuentro los libros, los debo haber prestado.
Claro, me reí, ya está bien con la broma, primo.
No, Kike, en serio.
¿Los tres o cuatro?, ¿de Hank McPherrrar?, ¿un tipo que te digo que no existió?, ¿no te parece raro?
Entonces fue cuando dijo que eso no era lo raro. Raro, dijo, es que la tal Ángela me mandó los mensajes mientras yo estaba en Buenos Aires para la Feria del libro, presentando Taxi, y recién me entraron al whatsapp cuando volví de Barcelona.
Ah, se comunicó por hatsapp. Perfecto. ¿Tenés el teléfono?
Sí.
Pasamelo, por favor.
Y así Ángela.
Hola, escribí, mi nombre es Kike Ferrari. Me pasó tu contacto Carlos Zanon. Quisiera saber por qué escribiste como si hubiera existido de un heterónimo que me inventé yo.
Lo envié. En mi pantalla, un guion. Pasaron veintiún días hasta que se marcó el segundo. Enseguida se pusieron azules.
Hola, leí, soy Ángela. No entiendo de qué hablás.
Hank McPherrar, escribí.
¿Qué pasa con McPherrar?
Se lo expliqué todo desde el principio.
¿Desde dónde me decís que me escribís?, preguntó entonces.
Buenos Aires.
¿Buenos Aires? Ja, respondió. Mirá, no entiendo cuál es el chiste. Ni entiendo por qué, aunque me entró un mensaje tuyo, no puedo ver tu número.
Revisé mi celular. Pese a tenerla agendada su número no aparecía. Yo tampoco sabía por qué.
Algunas semanas después los dos sabríamos.
Acá, escribió Ángela entonces, lo llamamos el crackle.
Nosotros, contesté sin terminar de creerlo, la interferencia.
Su discurso, creo que ya lo dije, es enloquecido y paranoide. Me encantaría decir que me asombra lo que me contás, escribió cuando le escribí que la ciudad en la que decía vivir no existía, pero en el crackle los límites de lo posible se elastizan. Y creeme, escribió un instante después, Shörshstad existe, estoy ahora mismo acá. Lo que acá no existe, le dio enfasis a la palabra acá con las negritas, es Buenos Aires. Todo el mundo conoce el relato que dio lugar al mito de la ciudad que desapareció bajo el agua, escribió.
Al principio me costó seguirle la corriente: Hank McPherrar, mi personaje ficticio, había sido una persona de carne y hueso, pero Buenos Aires, la ciudad en la que viví casi toda mi vida, era una especie de Atlantida rioplatense desde hacía más de cien años. Era divertido, hay que decirlo. Y daba curiosidad. Pero sobre todo quería saber hasta donde llegaría esa locura y cómo se conectaba, por ejemplo, con los números de teléfono ilegibles, la conversación que tuvo con Carlos Zanon, con la publicación de su libro.
Mensajearme con Ángela fue como estar en un juego de realidad virtual basado en una novela inconclusa de Philip Dick. Nada parecía asombrarla.
Eso solo puede querer decir que vivimos en realidades paralelas, escribimos un día entre los dos, en un intercambio de mensajes. Ese fue el punto de quiebre. Ahí entré en su frecuencia. Me conecté a su interface. Ya no hubo curiosidad ni diversión. Aunque por momentos me sentía ingresando en una secta —que además de delirante y unipersonal era hauntológica, porque Ángela ni siquiera tenía una voz, era apenas unos textos en la pantalla que me anunciaban cosas como pliegues imprevistos en la tela recién planchada de la realidad— no podía evitar ir involucrándome más y más. Así supe que aquello que ella llamaba el crackle y yo la interferencia en otros lados era nombrado la brecha, el szünet, la grieta.
Fueron largas semanas interferidas por el crackle en las que —olvidado del trabajo, mi divorcio reciente, los eternos problemas de guita, este libro que tienen entre manos y que estaba intentando escribir— lo único real parecían ser los mensajes de Ángela que llegaban como un vendaval siempre que iba al mercado del Chino de Esparza y que yo respondía con un interés cada vez mayor.
Cuando se declaró el Aislamiento me quedé con Sol y los chicos en su casa. Pasé tres o cuatro días sin trabajar y sin volver a mi departamento. Después, cuando la situación se ordenó, como todos los trabajadores del subte, conseguí un salvoconducto que me permitió ir y venir.
En cuanto lo tuve volví al mercado del Chino de Esparza. No había mensajes nuevos. Ahí seguía el último, del 18 de marzo: Debe ser eso. El crackle.
Esperé un rato. Nada.
Volví al día siguiente y al otro.
Y otro.
Y uno más.
El Aislamiento lleva meses, los mismos que pasaron desde su último mensaje. Sigo sin noticias de Ángela y lo que le escribo no le llega. Me pregunto como afectará una cosa a la otra. Y, por supuesto, no tengo respuesta. Entonces consulto viejos mensajes suyos como si fueran un oráculo.
La realidad está rota, Kike, igual que el tiempo, me escribió Ángela alguna vez. Y también: cosas muy grandes están pasando.
Kike Ferrari
En un lugar que aparenta ser Buenos Aires, el segundo día de julio de 2020.