Gladiador o esclavo: tú decides. Loida Primo

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Gladiador o esclavo: tú decides - Loida Primo

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carbonería en Ávila. Don Carlos se fue allí y empezó a trabajar durante varios años. Aprovechó para estudiar, pero sus notas no terminaban de ser satisfactorias. Padecía el síndrome de Marfan, un trastorno hereditario que afecta al tejido conjuntivo, es decir, las fibras que sostienen y sujetan los órganos y otras estructuras del cuerpo. El síndrome de Marfan afecta más frecuentemente a los vasos sanguíneos, al esqueleto, al corazón y a los ojos. Don Carlos no veía muy bien y tenía el corazón más grande de lo normal, algo que no me sorprendió, ya que siempre fue un hombre de gran corazón, en el sentido más emocional.

      Se le presentó la oportunidad de ir a trabajar para una compañía de seguros de Gijón. Se convirtió en vendedor de seguros, un extraordinario corredor de pólizas. Don Carlos llevaba la venta en la sangre. Le encantaba tratar con las personas, negociar, encontrar puntos de acuerdo, sabía cuándo renunciar a algo para ganar otra cosa. Desde que yo era niña, negociábamos todo el tiempo: primero con pequeñas cosas; horarios, viajes de familia, reglas de la convivencia... Luego lo haríamos con cosas más serias. Yo estaba aprendiendo con el mejor de los maestros. Lo cierto es que obtuvo muy buenos resultados vendiendo las pólizas que se sabía de memoria, pues no veía casi nada.

      Don Carlos era sumamente intuitivo, lo que se sumaba a su gran potencial como empresario. Sabía, como dice Peter Drucker, que «la oportunidad puede estar en cualquier lado, sólo hay que estar expectante, observar». Era un hombre inquieto que pensó: «si soy capaz de generar resultados para otros, ¿por qué no hacerlo para mí mismo?» Ser un emprendedor es, sin lugar a dudas, una cuestión de actitud. No tenía estudios suficientes, no veía bien, carecía de recursos económicos, pero tenía el mejor de los activos: la actitud de atreverse e ir adelante con respeto y sin miedo.

      En el mercado apareció un nuevo producto: los primeros colchones que se hacían con cola de látex proveniente de las ruedas de los coches Peugeot. De inmediato se despertó su olfato de negocio y quiso incursionar en esa industria. Significaba un proyecto innovador y un salto importante en su carrera profesional. Pero debía resolver algo muy importante: su problema de visión. Una limitación que le impedía estudiar y trabajar.

      Marchó a Barcelona a operarse con un gran oftalmólogo, el Doctor Barraquer. Allí conoció a Carmen, mi madre, mi ama (como decimos en euskera), una mujer brillante, incansable en su búsqueda de la felicidad. Mi padre se operó y aprendió todo lo que podía saberse sobre los nuevos colchones. Partió a Bilbao para desarrollar el modelo de negocio que le daba vueltas en la cabeza. Hombre emprendedor, luchador incansable, curioso y muy intuitivo obtuvo, a través de la venta de colchones, los recursos necesarios para montar Laxy, la fábrica de colchones.

      Se va a vivir con su tía Domi a Bilbao, a mi tierra, la que me ve nacer, deja a su hermana Rosy y a su abuela en Reinosa, y va a desarrollar su modelo de negocio de colchones en esta ciudad, donde considera que hay proyección del negocio. Sin embargo, recién operado, también busca, de alguna manera, el calor de un hogar, ya que sus recursos eran muy limitados, tanto los económicos como los emocionales. Era un hombre solitario que iba y venía en función de la necesidad y de su gran olfato. La intuición de mi padre era un rol innato, natural, impresionante. Y así es como monta la fábrica de colchones Laxy en Bilbao y empieza a vender los primeros artículos de descanso.

      Don Carlos era todo un emprendedor, viajero, luchador, investigador, que nunca paró de buscar, ni en lo espiritual ni en lo personal.

      Mi padre fue la persona que vio en mí habilidades, cualidades y actitudes que yo no sabía que tenía. Fue más que un padre para mí, no diré que fue un amigo, pero sí fue mi referente. Cuando acabé la carrera de Económicas en la Universidad del País Vasco, me propuso ir a trabajar con él a su empresa. Pero a la Loida que yo era entonces, la fábrica, la empresa y todo su mundo me parecía de lo más aburrido.

      —Ahora que has terminado tus estudios, ¿por qué no vienes a ayudarme, aunque sea dos o tres meses? —me preguntó un día.

      —Aita —le contesté cariñosamente—: La verdad es que prefiero desarrollar mi mundo y mi carrera y trabajar por mí misma.

      Me fui de prácticas a la banca, primero tres meses, luego seis. Cada vez que llegaba a casa me preguntaba qué había aprendido. Estaba aprendiendo, era verdad, pero lo que aprendía no me hacía ninguna ilusión. Lo cierto es que mi trabajo en la banca se terminó. Comencé a dar clases particulares y a buscar un nuevo proyecto, quería algo que me entusiasmara, un proyecto profesional en el que pudiera creer, que me emocionara. Don Carlos insistió en que fuera a trabajar con él unos meses. Me tentó con un mensaje: «vamos a montar un departamento de compras y tú podrías integrarte en él», me dijo.

      Cuando yo entré, la empresa ya tenía 30 años. Se había montado de manera improvisada, resolutiva, pero poco profesionalizada. Había mucho terreno para optimizar. El control de las compras de los innumerables insumos que se utilizan para hacer un colchón se llevaba en planillas escritas a mano. Vi que era necesario montar un departamento de compras informatizado. Esto permitiría determinar los costes de esos componentes, de la mano de obra directa (M.O.D.) y de la producción. Además de implementar bases de datos de proveedores por artículo y tipo de material para poder realizar una contabilidad analítica. En este mundo, yo tenía todo por aprender. Me ofreció hacer un curso de formación en la gestión de compras. «Y luego comenzarás a trabajar en las oficinas», me propuso. Como siempre, cerramos el pacto con un apretón de manos y luego con un fuerte beso y abrazo. Don Carlos y yo nos pasamos la vida negociando entre bromas y risas, entre enfados y reconciliaciones. La verdad es que nuestra relación fue una maravilla.

      Llegó el día en que aterricé en la empresa como colaboradora. Don Carlos me presentó a la gente de oficinas: administrativos, comerciales y chóferes. Allí, mi padre era «Don Carlos», con mayúsculas. La estructura física de su empresa reflejaba el tipo de organización vertical que él había impuesto: dirección en el tercer piso, administración en el segundo y producción abajo de todo, en la base.

      Desde el primer momento me di cuenta de que el hombre que veía allí ya no era mi padre, sino un señor distante, atemorizador, un hombre con una gran autoridad. En casa siempre tenía dibujada una hermosa sonrisa; en la empresa, su semblante era serio, su postura recta, erguido, cabeza en alto. Otra persona.

      Un día, un proveedor belga me dijo que no podía entregarme látex (componente fundamental en los colchones) porque los puentes de acceso a la calle donde estaba ubicada la fábrica eran muy estrechos para sus tráileres. Me propuso entregarlos en unos depósitos que teníamos a veinte kilómetros de distancia. Yo ignoraba que tuviésemos catorce mil metros cuadrados al lado del aeropuerto. Pregunté por qué no estábamos instalados allí. La gente de producción no quería desplazarse y el sindicato se oponía firmemente. Los trabajadores hacían el hamaiketako, como se llama al piscolabis de las once en el País Vasco, en verdaderas callejuelas en penumbras. Parecía incomprensible que no quisieran trasladarse. Estábamos instalados en un edificio de menos de la mitad de superficie, verticalizado, piso sobre piso, oscuro, un verdadero agujero. Yo lo llamaba el zulo. En esa ubicación, la empresa no podía expandirse, crecer ni implementar nuevas áreas productivas. La planta funcionaba en varios pisos, lo que aumentaba los costes y tiempos de producción. Trasladar material, subir y bajar escaleras, las dificultades de transporte y de comunicación entre las distintas áreas que suponía su separación, incidían directamente en el coste del producto. Entonces teníamos tres modelos de colchones: Alba, Olimpo y Benjamín que vendíamos muy bien. A don Carlos no le preocupaba la demanda ni la competencia, porque todo lo que se fabricaba en aquel zulo se vendía.

      Cuando yo me incorporé, el mercado ya estaba maduro, sin embargo, me di cuenta de que en algún momento, el coste del producto iba a ser importante para mantener la competitividad. Cuando le dije esto a don Carlos me propuso

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