¡A esta santa Bárbara jamás me encomendé!. Francisco González López
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Fuente: Institute Art of Chicago. Referencia 1954.307.
El largo camino del exvoto a la hagiografía
En curso de sus pensamientos más primarios, los seres humanos han asumido diversas perspectivas hacia la enfermedad que los aflige; desde la concepción de espíritus que se apoderaban de los individuos hasta la contravención de un tabú, el criterio mágico interpretó de muchas maneras el origen de los males que abatían a los miembros de la sociedad primigenia. Con el paso del tiempo, esas creencias moldearon los fundamentos de los cultos religiosos basados en el vínculo entre el individuo y la divinidad, forjado mediante promesas y súplicas a cambio o en agradecimiento de un favor celestial: una relación “por voto” o “por promesa”. Relaciones de protección, de sanación y aun de certezas ante la cita ineludible con la muerte. A cambio de esos dones, se sacralizaron lugares y se erigieron templos para resguardar la memoria de los pactos sobrenaturales, lo que dio lugar a la aparición del exvoto o elemento votivo.
Resulta difícil establecer con exactitud las fechas de origen de esa costumbre, así se disponga de innumerables restos arqueológicos provenientes de Babilonia, Etruria, Grecia y Roma, pertenecientes a exvotos elaborados en terracota, cera o en bronce, con figuras de personas u órganos o partes del cuerpo afectados por la enfermedad —por ejemplo, piernas, pies, brazos, manos, corazones, senos y genitales, para citar los más comunes—.
En la Grecia del siglo VIII a. C. la medicina se arrogó un carácter religioso al lado de los remedios empíricos. Las prácticas curativas llevadas a cabo en los templos de la salud erigidos en honor del dios Asclepios comprendían diversos métodos que, entre otros, incluían adivinación, medidas higiénico-dietéticas, rezos y plegarias a los dioses. Una vez finalizada la peregrinación al santuario, la costumbre establecía la entrega de un tipo de ofrenda votiva que expresaba la materialización de una petición o un favor, constituyéndose en un material cargado de información visual y textual.
Siglos después, en medio del contexto cristiano, el exvoto se interpretó como una contraprestación material y perdurable que se ofrecía a la representación de un santo, lo que generó una división que se mantiene hasta nuestros días: la imagen beatífica, fortalecida como objeto sagrado, se convirtió luego en pieza museística; y el exvoto, arraigado en la tradición popular, conservó su esencia como objeto íntimo de culto.
En la actualidad, los exvotos constituyen una manifestación de las gentes sencillas que utilizan la narrativa escultórica, pictórica o escrita para expresar un sentir, un agradecimiento, solicitar una mediación o implorar protección a un ser considerado espiritualmente superior (Luna, 2000, p. 71). En lo que concierne al papel de protección, el exvoto adquiría también un carácter apotropaico, un elemento de salvaguardia, mágico o sobrenatural exteriorizado en actos, gestos, objetos o frases rituales, cuyo propósito consistía en alejarse o protegerse del mal, de los malos espíritus, hechizos y maleficios o de una enfermedad, en particular:
Normalmente en el exvoto se representa solo la parte del cuerpo que necesita curación. El cuerpo de este modo no está verdaderamente fragmentado, sino que, por el contrario, las partes representan la necesidad de alcanzar a estar reunidas. Las partes engendran la posibilidad del todo, de la salvación de la unidad perdida. (Ramírez, 2013, p. 186)
El medievalista Michel Mollat, en 1973, introdujo la expresión exvoto suscepto,1 empleada tradicionalmente en este tipo de objetos, como distintivo del vínculo material creado por el fiel o por petición suya para unirse con la divinidad (Littman, 1996, p. 31). Una relación que hace posible anticipar el don divino que se espera a cambio. Una forma de acto propiciatorio que pide la intervención de fuerzas celestiales en “circunstancias precisas, por ejemplo, un peligro que acecha, o cuando la debilidad humana se hace más obvia y la protección divina se suplica con angustia” (Littman, 1996, p. 33).
En concordancia, teniendo en cuenta el origen de las imágenes de los santos que cumplen el papel de mediadores tanto en la súplica como en el agradecimiento, es posible incluirlos en el ámbito de las ofrendas votivas, una afirmación que desbordaría el propósito de la presente investigación; sin embargo, esa tesis apoyaría, entre otros argumentos, la posible transferencia de atributos en la historia de la iconografía religiosa. Para la muestra, los senos cercenados de santa Águeda en la representación neogranadina de santa Bárbara.
Tanto la imagen canónica como el exvoto han cumplido funciones análogas desde orillas opuestas: la primera, desde el estamento eclesiástico, con narrativas que desempeñan una doble función como ornamento y como intermediación, cuya “principal pretensión es de índole moral y abstracta, ya sea suplicando protección material, alcanzar el reino de los cielos o la paz de espíritu. Regularmente su expresión es indeterminada como favor o gracia concedida” (González, 1986, p. 21). El exvoto, por su parte, muestra y socializa los temores, las carencias, las penurias y los posibles modos de solución, con sus aspiraciones y utopías concretas, por ejemplo, curar males corporales o solucionar problemas del diario vivir que ninguna estructura civil o política les puede ofrecer (González, 1986). “La enfermedad de un pariente congregaba a la familia alrededor de un altar doméstico, y un difícil parto movilizaba a las mujeres de la casa en busca de reliquias, estampas y alimentos o bebidas dotadas de poder sobrenatural” (Littman, 1996, p. 48).
En tal sentido, se puede recurrir al concepto de fabricación de los santos como producto de un acto espontáneo de las comunidades cristianas locales, que crearon en antaño un culto alrededor de personajes venerados por sus vidas ejemplares, muchas veces representadas sin fundamentos históricos reales, y también por su poder, sobre todo, a través de sus restos mortales, valorados como reliquias auténticas (Woodward, 1992).
De manera oficial, el género literario de las vidas de los santos en el cristianismo surge solo hasta el siglo V, apartándose definitivamente de la tradición mosaica,2 que prohibía la adoración de todo ser distinto a Yahvé, así como su representación en imágenes. Desde los primeros tiempos de la nueva religión ya existían crónicas aisladas apropiadas de la épica grecorromana, que introducían en el imaginario del pueblo contenidos religiosos y de las Sagradas Escrituras. Los héroes míticos de la Antigüedad clásica fueron retomados y adoptados como héroes cristianos que enriquecieron la piedad popular (Quevedo, 2007). Los ejemplos son numerosos: desde esta perspectiva es posible relacionar a Orfeo con Cristo, a Isis con María, a los héroes de mitos cosmogónico-heroicos con san Jorge en su lucha contra el dragón; adicionalmente, a santa Bárbara con Dánae, figura icónica de la mitología griega, encerrada en una torre por su padre Acrisio y comúnmente representada exhibiendo uno de sus senos. Para completar esta lista, una asociación hipotética: santa Águeda con las amazonas de la épica griega.
En medio de la estructuración de la doctrina cristiana, es posible que la imagen de templanza y sacrificio propia de la leyenda de las mujeres guerreras que se cortaban o se quemaban el seno derecho, con el fin