Íntimo paraíso. Millie Adams
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Seguramente, esa era la razón de que se sintiera en la necesidad de proteger a Isabella. Pero, en cualquier caso, su plan no le obligaba a involucrarse sentimentalmente con ellas. Solo tenía que solventar el papeleo y conseguir los documentos necesarios, cosas que podía hacer sin el engorro de cambiar pañales o intentar dormir a un bebé.
–¿Casarnos? ¿Tú y yo? –dijo Minerva, horrorizada–. Es una broma, ¿verdad?
–No.
Dante se quedó perplejo con la reacción de Min. ¿Por qué le espantaba la idea? Él era quien tendría que atarse a una niña de la que no sabía nada. Él era quien tenía motivos para estar preocupado.
–Nos vamos a casar, Min –insistió.
–Eres demasiado viejo para mí…
Dante soltó una carcajada.
–Y tú, poco más que una niña –replicó–. Pero me has pedido que te proteja, y estoy dispuesto a concederte ese deseo si me das algo a cambio.
–¿El matrimonio?
–En efecto.
–¿Por qué? ¿Qué pretendes? Sé que no quieres llevarme a la cama.
–Desde luego que no. Pero quiero que tu padre apruebe la fusión de nuestras empresas y, como no soy de su familia, se niega –dijo, clavando en ella sus brillantes ojos verdes.
–Ah, solo estás dispuesto a ayudarme si sacas beneficio…
–Por Dios, Minerva. Si ser de tu familia me hubiera interesado de verdad, hace tiempo que habría buscado la forma de conseguirlo. Y la habría buscado con Violet, no contigo.
Ella se ruborizó.
–¿Lo dices en serio?
–Bueno, va mejor con mi imagen.
–¿Tu imagen?
–Aunque, si quieres que te sea completamente sincero, sé que te podría haber seducido hace años. No necesito tu pequeña farsa para eso. Si hubiera querido casarme contigo, me habría casado contigo.
Min estuvo a punto de gritar.
–Tú no me podrías seducir en toda tu vida, Dante Fiori. Ni siquiera me gustas. Nunca me has gustado.
–¿Ah, no? Entonces, ¿por qué me seguías a todas partes, como un perrito?
Dante no supo por qué se sentía en la necesidad de incordiar a Minerva. Quizá, por haberlo metido en esa situación y quejarse después por el beneficio económico que podía sacar de su matrimonio. Pero, en cualquier caso, él no era el monstruo que decía la prensa. Si lo hubiera sido, habría destruido su montaje. A fin de cuentas, solo tenía que pedir una prueba de paternidad.
–Me estás utilizando para salir de un lío, Minerva –le recordó–. Habría sido mejor que te sedujera en su momento. Yo te habría ofrecido el matrimonio directamente y, desde luego, no soy ninguna amenaza.
–Claro que lo eres.
–¿Para quién?
–Para la decencia.
Justo entonces, Robert King abrió la puerta y entró en el despacho.
–Tenemos que hablar –anunció.
–Si quieres hablar con Dante, puedes hablar delante de mí –dijo su hija.
–No, creo que no –replicó su padre.
–Y yo creo que sí.
Robert suspiró y cerró la puerta.
–Está bien, si te empeñas… ¿Cómo te atreves a abusar de mi hospitalidad, Dante? Min es una niña comparada contigo.
–¿Por qué te enfadas ahora? No te enfadaste cuando me presenté con la niña –declaró Minerva.
–¿De qué habría servido que me enfadara? Te fuiste a ver mundo sin molestarte en consultarlo conmigo, y luego volviste con esa criatura. Pero nadie puede cambiar el pasado –alegó su padre–. No, no estoy enfadado contigo, sino con él.
–Eso no tiene ni pies ni cabeza –dijo su hija.
Dante no dijo nada, pero pensó que el enfado de Robert era perfectamente lógico. En primer lugar, porque sacaba trece años a Minerva; en segundo, porque tenía más experiencia que ella en todos los sentidos y, en tercero, porque había traicionado a los King; al menos, teóricamente.
–Dime que no te aprovechaste de ella cuando era más joven –bramó Robert–. Dímelo.
–Nunca me habría aprovechado de Min –afirmó Dante–. Nunca abusaría de tu confianza.
–Pues los hechos dicen lo contrario.
–Estás equivocado, papá. Dante no me sedujo a mí. Fui yo quien lo seduje a él.
Los dos hombres se la quedaron mirando, y Dante estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿Quién habría creído que aquella chica de vaqueros anchos y jersey excesivamente grande podía seducirlo? Tenía aspecto de universitaria. Y, en cuanto a él, jamás habría seducido a una temblorosa virgen.
–Fue la noche de mi fiesta de despedida, antes de que me fuera al extranjero –continuó ella–. Estaba bastante borracho.
Dante la maldijo para sus adentros, ¿Borracho, él? Estaba absolutamente sobrio y, por si eso fuera poco, en compañía de una rica heredera.
–Dante me ha gustado siempre –prosiguió Min–. Y, como me gustaba, me metí en su habitación y… bueno, me aproveché de él.
–Deja de decir tonterías, Min –protestó Dante.
–¡Es la verdad! Te seduje –insistió–. Y me sentía tan mal por haberte seducido que, cuando descubrí que estaba embarazada, intenté ocultarlo.
–¿Y por qué lo has anunciado por televisión? –preguntó su padre.
–Bueno, es que… –empezó Minerva, buscando rápidamente una excusa–. Es que no he tenido más remedio. Intenté hablar con él, pero no respondía a mis llamadas. Imagino que estaba avergonzado.
–¿Avergonzado yo?
–Sí, de haber estado borracho y no haber podido reaccionar. Al fin y al cabo, no es propio de ti –respondió.
Robert, que no sabía dónde meterse, se giró hacia Dante y lo miró con incomodidad. Su enfado había desaparecido por completo.
–Supongo que harás lo correcto, ¿no? –dijo.
–Por supuesto.
–¿Qué es lo correcto? –preguntó Minerva.
–Casarse