Íntimo paraíso. Millie Adams

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Íntimo paraíso - Millie Adams Bianca

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tiempo que dejé de estar encaprichada de Dante. Pero es muy guapo, ¿verdad?

      Minerva se ruborizó. De repente, se sentía culpable por casarse con un hombre que le gustaba a su hermana y, por si eso fuera poco, por casarse sin que le gustara de verdad.

      –Qué cosas digo… –continuó Violet–. Tú lo sabrás mejor que nadie, porque es obvio que lo habrás visto desnudo.

      El rubor de Minerva se volvió más intenso. No, nunca lo había visto desnudo, y no tenía ninguna intención de verlo.

      –En fin, vamos a prepararte para la boda.

      Violet se puso manos a la obra, y arregló a su hermana rápidamente.

      Cuando Minerva se miró en el espejo, le sorprendió que le hubiera dejado el pelo suelto por la parte atrás, cayendo en ondas sobre su espalda. Pero el estilo parcialmente informal era todo un acierto; en parte, porque le había echado algo que daba más brillo a su cabello castaño y, en parte, porque le había puesto una diadema dorada que daba un aspecto intencionado al conjunto, evitando la impresión de que lo llevaba así porque no sabía qué hacer con su pelo.

      En cuanto al vestido, no podía estar más contenta. Enfatizaba sus curvas al máximo y, como ella tenía poco pecho, el pronunciado escote resultaba de lo más elegante.

      –Me encanta –dijo, llevándose una mano al pelo.

      Violet alcanzó su mano, examinó sus dedos y declaró:

      –Espero que Dante te regale un anillo.

      –Oh. No lo había pensado.

      Su hermana entrecerró los ojos.

      –¿Quieres casarte con él, verdad?

      –Necesito casarme con él. Lo necesito desesperadamente.

      –Excelente.

      Momentos después, Violet le dio el calzado que había elegido para ella. Y Min se alegró de que no fueran zapatos de tacón de aguja, sino unas sandalias tan cómodas como bonitas, que la hacían sentirse extrañamente grácil.

      Concluidos los preparativos, dejó a su hermana con intención de bajar a la fiesta y, cuando ya había llegado a la escalera, se encontró con su madre.

      –Vaya, me dirigía a tu habitación en este mismo momento…

      Elizabeth King era una mujer extraordinariamente bella, aunque se parecía más a Violet y a Maximus que a Minerva. Por supuesto, nadie habría podido negar que eran de la misma familia, pero sus padres y sus hermanos tenían rasgos más clásicos que los suyos, y siempre se había sentido maltratada por la genética.

      Por ejemplo, su nariz era como la de su madre, pero más larga. Y donde los demás tenían pómulos que parecían esculpidos en piedra, ella los tenía redondeados que le daban cierto aire rollizo a pesar de su complexión delgada y de que no le sobraba ni un gramo de grasa en todo el cuerpo.

      –Pues estoy aquí –replicó Minerva.

      –Y estás preciosa –dijo su madre–. ¿Preparada?

      –Sí ¿Es que no lo parezco? –preguntó, sintiéndose horrorosamente insegura.

      –Por supuesto que sí. No pretendía insinuar lo contrario… ¿Estás bien, Minerva? ¿Seguro que te quieres casar? Porque, si no quieres, hablaré con tu padre y suspenderemos la boda. Sé que se enfadará e insistirá en que Dante haga lo que considera correcto, pero no debes casarte si no estás enamorada de él.

      Minerva sonrió para sus adentros, consciente de que su madre solo quería lo mejor para ella. Pero también fue consciente de que su felicidad era lo que menos importaba.

      Siempre había sido así, y estaba tan acostumbrada que ya ni le dolía.

      Su madre era una antigua modelo de pasarela; Violet se había convertido en una magnate de los negocios y Maximus había multiplicado la fortuna de su padre, uno de los empresarios más famosos del mundo. Todos brillaban con luz propia. Todos eran un diamante pulido. ¿Y qué era ella? Una privilegiada que disfrutaba de la vida con el dinero de su familia, una niña rica de quien nadie esperaba nada.

      Sin embargo, Isabella y Carlo habían cambiado la opinión que tenía de sí misma. Gracias a ellos, había descubierto que era capaz de luchar cuando las cosas se ponían mal. Había aprendido que tenía el carácter necesario para afrontar los problemas.

      –No te preocupes por mí –dijo a su madre–. Sé lo que estoy haciendo.

      Minerva fue completamente sincera. Por primera vez en su vida, sabía lo que estaba haciendo. O, por lo menos, tenía un plan más importante que pasar desapercibida.

      Momentos después, su madre la acompañó hasta el exquisito patio trasero de la mansión, que daba a una playa privada. El sol se estaba ocultando y, mientras Min miraba a los invitados, se dijo que todo saldría bien. Dante la ayudaría a librarse de Carlo y, cuando ya estuviera a salvo, se divorciaría de él.

      Pero, al verse entre un montón de desconocidos, se preguntó si estaba haciendo lo correcto. Allí no había amigos suyos. Los pocos que tenía, vivían lejos y, por supuesto, Katie se había ido para siempre.

      Deprimida, tuvo que recordarse que se iba a casar por el bien de Isabella. Y seguramente se habría animado si no hubiera visto entonces al hombre con el que se iba a casar.

      Estaba tan impresionante que se estremeció por dentro. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones oscuros que, por algún motivo, la hicieron ser muy consciente de la potencia de sus piernas.

      –Me alegro de verte, cara mia –dijo él–. Empezaba a pensar que no aparecerías.

      –Ya conoces a Violet. No habría permitido que saliera antes, porque cree que hay que llegar tarde a todas las fiestas.

      –Sí, es una idea típica de tu hermana.

      –En su opinión, hay que hacer una entrada que llame la atención, y no puedes llamar la atención si llegas pronto.

      –Vaya, no sabía que he estado llegando mal todos estos años –ironizó él.

      Min admiró brevemente sus anchos hombros, su imponente altura y su escultural mandíbula.

      –Oh, vamos, tú creas espectáculo tanto si llegas pronto como si llegas tarde.

      –Gracias –replicó Dante, inclinando la cabeza.

      –No lo he dicho como cumplido.

      –Pero me lo tomo como si lo fuera. Al fin y al cabo, debes de estar encantada de verme, ¿no? Te gustaba tanto que decidiste seducirme estando borracho y te aprovechaste de mí –volvió a ironizar.

      –¿Qué querías que hiciera? Tenía que inventarme alguna historia –se defendió–. De lo contrario, mi padre te habría arrancado la piel.

      –La oferta de matrimonio era suficiente, aunque agradezco que te tomaras tantas molestias para protegerme.

      –Te necesitaba vivo, Dante.

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