Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós biblioteca iberica

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Notábase en sus brazos y cuerpo estremecimientos muy bruscos, como si le estuvieran haciendo cosquillas.

      «Aquí donde le ves—dijo Santa Cruz—, se tiene una de las mujeres más guapas de Madrid».

      Hizo un signo a Jacinta que quería decir: «Espérate, que ahora viene lo bueno».

      —¿Es de veras? —Sí. No se la merece. Ya ves que él es feo adrede.

      —Mi mujer... Nicanora... —murmuró Ido sordamente, ya en el último bocado—, la Venus de Médicis... carnes de raso...

      —¡Tengo unas ganas de conocer a esa célebre hermosura...!—afirmó Juan.

      Don José no había dejado nada en el plato más que el hueso. Después exhaló un hondísimo suspiro, y llevándose la mano al pecho, dejó escapar con bronca voz estas palabras:

      —La hermosura exterior nada más... sepulcro blanqueado... corazón lleno de víboras.

      Su mirada infundió tanto terror a Jacinta, que dijo por señas a su marido que le dejara salir. Pero el otro, queriendo divertirse un rato, hostigó la demencia de aquel pobre hombre para que saltara.

      «Venga acá, querido D. José. ¿Qué tiene usted que decir de su esposa, si es una santa?».

      —¡Una santa!, ¡una santa! —repitió Ido, con la barba pegada al pecho y echando al Delfín una mirada que en otra cara habría sido feroz—. Muy bien, señor mío. ¿Y usted en qué se funda para asegurarlo sin pruebas?

      —La voz pública lo dice. —Pues la voz pública se engaña—gritó Ido alargando el cuello y accionando con energía—. La voz pública no sabe lo que se pesca.

      —Pero cálmese usted, pobre hombre—se atrevió a expresar Jacinta—. A nosotros no nos importa que su mujer de usted sea lo que quiera.

      —¡Que no les importa!... —replicó Ido con entonación trágica de actor de la legua—. Ya sé que estas cosas a nadie le importan más que a mí, al esposo ultrajado, al hombre que sabe poner su honor por encima de todas las cosas.

      —Es claro que a él le importa principalmente—dijo Santa Cruz hostigándole más—. Y que tiene el genio blando este señor Ido.

      —Y para que usted, señora —añadió el desgraciado mirando a Jacinta de un modo que la hizo estremecer—, pueda apreciar la justa indignación de un hombre de honor, sepa que mi esposa es... ¡adúuultera!

      Dijo esta palabra con un alarido espantoso, levantándose del asiento y extendiendo ambos brazos como suelen hacer los bajos de ópera cuando echan una maldición. Jacinta se llevó las manos a la cabeza. Ya no podía resistir más aquel desagradable espectáculo. Llamó al criado para que acompañara al desventurado corredor de obras literarias. Pero Juan, queriendo divertirse más, procuraba calmarle.

      «Siéntese, Sr. D. José, y no se excite tanto. Hay que llevar estas cosas con paciencia».

      —¡Con paciencia, con paciencia! —exclamó Ido, que en su estado eléctrico repetía siempre la última frase que se le decía, como si la mascase, a pesar de no tener muelas.

      —Sí, hombre; estos tragos no hay más remedio que irlos pasando. Amargan un poco; pero al fin el hombre, como dijo el otro, se va jaciendo.

      —¡Se va jaciendo ! ¿Y el honor, señor de Santa Cruz?...

      Y otra vez hincaba la barba en el pecho, mirando con los ojos medio escondidos en el casco, y cerrándolos de súbito, como los toros que bajan el testuz para acometer. Las carúnculas del cuello se le inyectaban de tal modo, que casi eclipsaban el rojo de la corbata. Parecía un pavo cuando la excitación de la pelea con otro pavo le convierte en animal feroz.

      —El honor—expresó Juan—. ¡Bah!, el honor es un sentimiento convencional...

      Ido se acercó paso a paso a Santa Cruz y le tocó en el hombro muy suavemente, clavándole sus ojos de pavo espantado. Después de una larga pausa, durante la cual Jacinta se pegó a su marido como para defenderle de una agresión, el infeliz dijo esto, empezando muy bajito como si secreteara, y elevando gradualmente la voz hasta terminar de una manera estentórea: «Y si usted descubre que su mujer, la Venus de Médicis, la de las carnes de raso, la del cuello de cisne, la de los ojos cual estrellas... si usted descubre que esa divinidad, a quien usted ama con frenesí, esa dama que fue tan pura; si usted descubre, repito, que falta a sus deberes y acude a misteriosas citas con un duque, con un grande de España, sí señor, con el mismísimo duque de Tal».

      —Hombre, eso es muy grave, pero muy grave—afirmó Juan, poniéndose más serio que un juez—. ¿Está usted seguro de lo que dice?

      —¡Que si estoy seguro!... Lo he visto, lo he visto.

      Pronunció esto con oprimido acento, como quien va a romper en llanto.

      —Y usted, Sr. D. José de mi alma—dijo Santa Cruz fingiéndose, no ya serio sino consternado—, ¿qué hace que no pide una satisfacción al duque?

      —¡Duelos... duelitos a mí!—replicó Ido con sarcasmo—. Eso es para los tontos. Esas cosas se arreglan de otro modo.

      Y vuelta a empezar bajito, para concluir a gritos:

      «Yo haré justicia, se lo juro a usted... Espero cogerlos in fraganti otra vez, in fraganti , Sr. D. Juan. Entonces aparecerán los dos cadáveres atravesados por una sola espada... Esta es la venganza, esta es la ley... por una sola espada... Y me quedaré tan fresco, como si tal cosa. Y podré salir por ahí mostrando mis manos manchadas con la sangre de los adúlteros y decir a gritos: 'Aprended de mí, maridos, a defender vuestro honor. Ved estas manos justicieras, vedlas y besadlas...'. Y vendrán todos... toditos a besarme las manos. Y será un besamanos, porque hay tantos, tantísimos...».

      Al llegar a este grado de su lastimoso acceso, el infeliz Ido ya no tenía atadero. Gesticulaba en medio de la habitación, iba de un lado para otro, parábase delante de los esposos sin ninguna muestra de respeto, daba rápidas vueltas sobre un tacón y tenía todas las trazas de un hombre completamente irresponsable de lo que dice y hace. El criado estaba en la puerta riendo, esperando que sus amos le mandasen poner a aquel adefesio en la calle. Por fin, Juan hizo una seña a Blas; y a su mujer le dijo por lo bajo: «dale un par de duros». Dejose conducir hasta la puerta el pobre D. José sin decir una palabra, ni despedirse. Blas le puso en la cabeza el primogénito de todos los claques , en una mano las mugrientas carteras, en otra los dos duros que para el caso le dio la señorita; la puerta se cerró y oyose el pesado, inseguro paso del hombre eléctrico por las escaleras abajo.

      —A mí no me divierte esto —opinó Jacinta—. Me da miedo. ¡Pobre hombre! La miseria, el no comer le habrán puesto así.

      —Es lo más inofensivo que te puedes figurar. Siempre que va a casa de Joaquín, le pinchamos para que hable de la adúuultera. Su demencia es que su mujer se la pega con un grande de España. Fuera de eso, es razonable y muy veraz en cuanto habla. ¿De qué provendrá esto, Dios mío? Lo que tú dices, el no comer. Este hombre ha sido también autor de novelas, y de escribir tanto adulterio, no comiendo más que judías, se le reblandeció el cerebro.

      Y no se habló más del loco. Por la noche fue Guillermina, y Jacinta, que conservaba la mugrienta tarjeta con las señas de Ido, se la dio a su amiga para

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